Ayn Rand - Los que vivimos
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– ¿Por qué has hecho esto?
– Quería conocerte.
– ¿Por qué?
– Me gustaba tu cara.
– ¡Tonta! Si yo hubiese sido otro hubiera podido… portarme de otro modo.
– Sí; pero yo ya sabía que no eras otro.
– Pero ¿sabes que estas cosas no se hacen?
– No me importa.
El sonrió y de súbito le preguntó: -¿Quieres que te confiese una cosa?
– Sí.
– Esta es la primera vez que he intentado… comprar una mujer.
– ¿Y por qué esta noche?
– La mujer era lo de menos. Había estado andando horas enteras, y en esta ciudad no hay una casa en que yo pueda entrar.
– ¿Porqué?
No preguntes. No había podido decidirme a acercarme a una de… aquellas mujeres. Pero tú… tú me gustaste con tu rara sonrisa. ¿Qué hacías por las calles a estas horas?
– He reñido con alguien; no llevaba dinero para el tranvía; volvía a casa sola… y me perdí.
– Entonces, gracias por tu extraordinaria noche. Será un raro recuerdo que me llevaré de esta última noche mía en la ciudad.
– ¿Tu… última noche?
– Sí. Me marcho al amanecer.
– Y ¿cuándo volverás?
– Creo que nunca.
Ella se levantó. Se paró ante él y le preguntó:
– ¿Quién eres?
– Aunque me fiase de ti no podría decírtelo.
– No puedo dejarte marchar para siempre.
– Bien; me gustaría volver a verte. No voy lejos. Tal vez vuelva a la ciudad.
– Te daré mis señas.
– No; tú no vives sola y yo no puedo entrar en ninguna casa.
– ¿Puedo venir yo a la tuya?
– No tengo.
– Entonces…
– Vamos a quedar en volvernos a ver aquí. Dentro de un mes. Entonces, si todavía vivo, y si puedo entrar en Petrogrado, te aguardaré aquí.
– Vendré.
– El 10 de noviembre; pero de día, a las tres de la tarde, en estos escalones.
– Sí.
– Bien. Todo esto es absurdo como nuestro encuentro, y ahora debes volver a tu casa; no debes estar fuera a estas horas.
– Y tú, ¿dónde irás?
– Andaré hasta el amanecer. Sólo faltan pocas horas. Vamos.
Kira no discutió más. El la tomó del brazo, y ella le siguió. Se detuvieron ante las lanzas curvas de la verja derruida. La calle estaba desierta. En una esquina, lejos, un cochero levantó la cabeza al rumor de sus pasos. El le llamó. Cuatro caballos avanzaron rasgando el silencio de la noche.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó ella.
– Leo. ¿Y tú?
– Kira.
El coche se acercó. El dio al cochero un billete de Banco.
– Dile dónde quieres ir.
_ Adiós -murmuró Kira-, ¡hasta dentro de un mes!
– Si vivo -repuso él- y si no lo he olvidado. Kira se encaramó en el asiento y se arrodilló de modo que pudiera mirar por la ventanilla posterior. Mientras el coche se alejaba lentamente, la muchacha, con la cabellera al viento, contemplaba al hombre que seguía con la mirada el vehículo. Cuando éste dobló la esquina, Kira permaneció arrodillada, pero inclinó la cabeza. Su mano reposaba sobre el asiento, abandonada con la palma hacia abajo, y ella sentía el latido de su corazón en la punta de los dedos.
Capítulo quinto
Galina Petrovna se lamentaba todas las mañanas: -¿Qué tienes, Kira? Unas veces comes, otras no… no sientes frío… no te das cuenta de cuando se te habla… ¿Qué te ocurre? Por la noche, Kira volvía a pie a su casa, y sus miradas iban siguiendo a todos los tipos altos, escrutaban ansiosamente bajo todos los cuellos de gabán levantados; su mismo anhelo la hacía contenerse la respiración. No esperaba encontrarle en la ciudad, ni lo deseaba tampoco. Nunca se preguntaba si habría o no regresado, si la querría. No tenía otro pensamiento que el de que él existía.
Todas las noches volvía del Instituto a casa a pie, sola. Una vez, Galina Petrovna, al abrirle la puerta, tenía los ojos hinchados y enrojecidos.
– ¿Te han dado el pan? -fue la primera pregunta que le hizo, en medio de la fría corriente de aire de la puerta abierta. -¿Qué pan? -preguntó Kira.
¡Qué pan! ¡El tuyo! El pan del Instituto. Hoy es día de reparto; no me digas que lo has olvidado. -¡Ay, Dios mío!
Galina se dejó caer en una silla, y sus brazos, desesperados, se abandonaron a lo largo de su cuerpo.
– Pero, Kira, ¿qué te pasa? La ración que te dan apenas bastaría para un gato y aún te olvidas de recogerla. ¡Estamos sin pan! ¡ Ay, misericordia divina!
En el oscuro comedor, Lidia estaba sentada junto a la ventana haciendo calceta a la luz de un farol de la calle. Alexander Dimitrievitch, con la cabeza apoyada sobre la mesa, dormitaba. -No hay pan -anunció Galina-. Su Alteza lo ha olvidado. Lidia sonrió amargamente. Alexander Dimitrievitch se levantó suspirando.
– Me voy a la cama -murmuró-; cuando se duerme no se siente el hambre.
– No tenemos qué comer esta noche. Ya no nos queda mijo. Las cañerías del agua están reventadas. No hay agua en casa. -Yo no tengo apetito -dijo Kira.
– Eres la única persona de la familia que tiene cartilla de racionamiento de pan, pero no parece que te preocupes mucho por nosotros.
– Lo siento, mamá. Lo pediré mañana.
Kira encendió la lamparilla. Lidia se acercó con su labor a la luz vacilante.
– Tu padre no ha vendido nada hoy, en la tienda -dijo Galina Petrovna.
La campanilla sonó con insistencia, ásperamente. Galina Petrovna se estremeció y se apresuró a abrir la puerta. Del recibimiento se oyeron las fuertes pisadas de unas gruesas botas. El Upravdom entró sin que lo invitasen, ensuciando de barro el suelo del comedor. Galina Petrovna le seguía arrebujándose convulsivamente en su chal. El Upravdom llevaba un papel en la mano.
– Respecto al asunto de las cañerías del agua, ciudadana Argounova -dijo dejando el papel sobre la mesa y sin quitarse la gorra-, se ha decidido que deberemos imponer a los inquilinos una cuota proporcional a su condición social, para las reparaciones. Ahí está la lista de los que deben pagar. El dinero debe estar en mi oficina mañana por la mañana, antes de las diez. Buenas noches, ciudadanos.
Galina Petrovna cerró la puerta y con mano trémula acercó el papel a la luz.
Doubenko, obrero, cuarto número 12, tres millones de rublos. Rilnikov, funcionario soviético, cuarto número 13, seis millones de rublos.
Argounov, comerciante privado, cuarto número 14, cincuenta mi llones de rublos.
El papel cayó al suelo: la mirada de Galina Petrovna cayó sobre sus manos cruzadas sobre la mesa.
– ¿Qué sucede, Galina? ¿Cuánto es? -preguntó desde su cuarto Alexander Dimitrievitch.
– Es… no es mucho. Duerme, ya te lo diré mañana. Como no tenía pañuelo, se secó la nariz con la punta del chal y entró arrastrando los pies en la habitación.
Kira se inclinó sobre el libro. La llave vacilaba danzando sobre las letras. La única cosa que lograba leer o recordar no estaba escrita en el libro: " si vivo… y si me acuerdo ".
Los estudiantes tenían ración de pan y pasaje gratuito en los tranvías.
Hacían cola en las húmedas y destartaladas oficinas del Instituto de Tecnología para recoger sus cartillas, y luego, en la cooperativa, volvían a hacer cola para que les dieran el pan. Kira llevaba una hora aguardando. El empleado que despachaba iba dando duros pedazos de pan a los de la fila que, lentamente, iba avanzando; luego hundía los dedos en un barril para pescar los arenques, se limpiaba las manos sobre el pan y, por último, recogía los billetes de Banco llenos de mugre. El pan y los arenques, sin envolver, desaparecían en las carteras llenas de libros. Los estudiantes silbaban alegremente, y andaban marcando pasos de baile por el pavimento lleno de polvo.
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