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Ayn Rand: Los que vivimos

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Ayn Rand Los que vivimos

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Víctor Dunaev tenía el aspecto de un gran tenor italiano. No era ésta su profesión, pero sus anchas espaldas, sus negros ojos llameantes, sus ondulantes cabellos, rebeldes a toda disciplina y negros como el ala del cuervo, su luminosa sonrisa y la fuerte y arrogante seguridad con que se movía le daban apariencia de tal.

En cuanto se paró en el umbral, sus ojos se fijaron en Kira, y cuando ésta se volvió, se fijaron en sus piernas. -Es la pequeña Kira, ¿no? -fueron las primeras palabras que pronunció con su voz clara y limpia. -Lo era -contestó ella.

– ¡Bien, bien! ¡Qué sorpresa! ¡Qué estupenda sorpresa! ¡Tía Galina, más joven que nunca! -y le besó la mano-. ¡Y mi graciosa prima Lidia! -Sus negros cabellos rozaron el brazo de ésta.- Siento haber llegado tan tarde. Tenía una reunión en el Instituto. Soy miembro del Consejo de Estudiantes… lo siento, papá. Papá no aprueba esta clase de elecciones. -A veces hay elecciones justas -dijo Vasili Ivanovitch sin disimular un matiz de orgullo en su voz, y la llama de ternura que brilló en sus ojos les hizo parecer extrañamente ingenuos. Víctor tomó una silla y se sentó al lado de Kira. -Bien, tío Alexander -la sonrisa de dos filas de dientes maravillosamente blancos se dirigió esta vez a su tío-. Han elegido ustedes un momento fascinador para regresar a Petrogrado; un momento difícil, sin duda; un momento cruel, pero fascinador como todos los cataclismos históricos. Galina Petrovna sonrió de admiración. -¿Qué estudias, Víctor?

– Instituto de Tecnología, Ingeniería electrotécnica. El porvenir está en la electricidad… el porvenir de Rusia… Pero papá no lo cree… Irina, ¿no te peinas nunca? ¿Qué proyectos tienes, tío Alexander?

– Quisiera abrir una tienda -anunció Alexander Dimitrievitch, solemnemente, casi con orgullo.

– Pero se necesitan medios, se necesita dinero, tío Alexander. -Hemos hecho algunos ahorros en el Sur.

– ¡Dios mío! -exclamó María Petrovna-, haréis bien en gastarlos de prisa. De la manera que baja el valor de los nuevos billetes… Figúrate, la semana pasada el pan estaba a sesenta mil rublos la libra y ahora está a setenta y cinco mil. -Las nuevas empresas, tío Alexander, tienen un gran porvenir en estos nuevos tiempos -dijo Víctor.

– Sí; mientras el Gobierno no las aplasta -argüyó sombríamente su padre.

_ No hay peligro, papá. Los días de las confiscaciones pasaron ya. El Gobierno de los soviets ha emprendido una nueva política.

_ Por un camino de sangre -siguió Vasili Ivanovitch.

_ Víctor, ¿has visto qué novedades traen del Sur? -se apresu-

ró a decir Irina-. ¿Te has fijado en las graciosas sandalias de

madera de Kira?

_ ¡Muy bien, Sociedad de las Naciones! Este es el nombre de Irina. Siempre intenta restablecer la paz. Me gustaría ver tus sandalias.

Kira levantó el pie con indiferencia. Su falda corta no ocultaba gran cosa de sus piernas. Ella no se fijó, pero Víctor y Lidia sí se fijaron.

– A tu edad, Kira -observó con acritud-, ya es hora de llevar las faldas más largas.

– Si hay tela -contestó Kira con displicencia-. Además, nunca me fijo en lo que llevo puesto.

– Tonterías, querida Lidia -observó Víctor para cerrar la discusión-; las faldas cortas son el colmo de la elegancia femenina, y la elegancia femenina es la más elevada de las Artes. Aquella noche, antes de retirarse, la familia se reunió en el salón. Casi de mala gana, María Petrovna escogió tres trozos de leña, y se encendió fuego en la chimenea. Las llamitas ardieron rompiendo el vitreo abismo de oscuridad que se extendía al otro lado de las grandes ventanas desnudas de cortinas; pequeñas centellas danzaron en los relucientes relieves de los muebles esculpidos a mano, dejando en la sombra el brocado deslucido; lenguas de fuego jugaron por encima del pesado marco dorado del único cuadro de la sala, dejando en la sombra la pintura: un retrato de María Petrovna veinte años antes, con su fina mano apoyada sobre un hombro de marfil y jugueteando con aquel mismo chal bordado a mano con que la María Petrovna de hoy se cubría convulsivamente en sus accesos de tos.

La leña estaba húmeda; una desmayada llama azul silbaba débilmente, bajando y subiendo en medio de una humareda que irritaba los ojos. Kira estaba sentada sobre la espesa piel sedosa de un oso blanco junto a la chimenea, y sus brazos estrechaban tiernamente la feroz cabeza de la enorme fiera. Desde su niñez, había sido su favorita. Cada vez que visitaba a su tío se había hecho referir cómo le había dado muerte, riendo alegremente cada vez que él, amenazándola, le decía que el oso podía volver a resucitar para morder a las niñas desobedientes. -Bien -decía María Petrovna agitando las manos a la luz del fuego-. Ya estáis de nuevo en Petrogrado. -Sí -dijo Galina-, aquí estamos.

– ¡Virgen Santísima -suspiró María Petrovna-, a veces es tan duro pensar en el porvenir! -Es cierto -dijo su hermana.

– ¿Y qué proyectos tenéis para las muchachas? Mi querida Lidia, ¡ahora eres ya toda una señorita! ¿El corazón sigue libre? La sonrisa de Lidia no fue precisamente de gratitud. María Petrovna suspiró.

– ¡Los hombres son tan raros hoy día! ¿Y las muchachas? Yo, a la edad de Irina, ya estaba a punto de tener mi primera criatura. Pero ella no piensa ni en la casa ni en la familia. Para ella no hay más que la Academia de Bellas Artes. Galina, ¿te acuerdas de que apenas salió de los pañales ya empezaba a estropear los muebles con sus endiablados dibujos? ¿Y tú, qué, Lidia? ¿Tienes intención de estudiar?

– No tengo ninguna intención de ello -dijo Lidia-. Demasiada instrucción es perjudicial para las mujeres. -¿Y Kira?

– Parece imposible pensar que la pequeña Kira ya está en edad de elegir un camino para el porvenir -dijo Víctor-. Ante todo debes procurarte un carnet de trabajo… el nuevo pasaporte, ¿sabes? Tienes más de dieciséis años, de modo que… -¡Yo creo que en estos tiempos una profesión es tan útil…! -dijo María Petrovna-. ¿Por qué no envías a Kira a la Facul tad de Medicina? ¡Una doctora tiene tantas raciones, en estos tiempos!

– ¿Kira, doctora? -replicó sonriendo Galina Petrovna-. ¡Pero si es una pequeña egoísta que tiene verdadera repugnancia por los sufrimientos físicos! No sería capaz de curar a un pollo herido.

– Mi opinión… -sugirió Víctor.

En la habitación contigua sonó el teléfono. Irina salió y volvió anunciando en voz alta y de una manera significativa a su hermano:

_ Es para ti, Víctor: Vava.

Víctor salió de mala gana. A través de la puerta entornada se oían algunas de sus palabras.

_… es verdad que prometí ir esta noche. Pero en el Instituto hay un examen inesperado. No puedo perder un minuto… No… Ninguno… Ya lo sabes, querida…

Volvió junto a la chimenea y se sentó cómodamente sobre la espalda del oso blanco, al lado de Kira.

_ Mi opinión, primita, es la de que la carrera de mayor porvenir para una mujer no se aprende en la escuela, sino en un empleo de los soviets.

– Víctor, tú no piensas tal cosa -dijo Vasili Ivanovitch. -En nuestros días hay que ser práctico -contestó lentamente Víctor-. La ración de un estudiante no es ningún gran auxilio para la familia, y tú deberías saberlo.

– Los funcionarios tienen manteca y azúcar -dijo María Petrovna. -Hay muchas mecanógrafas -insistió Víctor-. Las teclas de las máquinas de escribir son los primeros escalones para subir a los empleos altos.

– Y tienen zapatos y pase en los tranvías -siguió diciendo María Petrovna.

– ¡Qué diablos! -explotó Vasili Ivanovitch-, ¡no podéis hacer un caballo de tiro de uno de carreras!

– Pero, Kira -preguntó Irina-, ¿no te interesa esta discusión? -Me interesa -contestó Kira con calma-, pero la considero superflua. Iré al Instituto de Tecnología. -¡Kira!

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