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Ayn Rand: Los que vivimos

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Ayn Rand Los que vivimos

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Cansadamente, la larga fila de coches iba extendiéndose a través de prados y pantanos, dejando tras de sí un velo de humo que, poco a poco, se disipaba en blancas nubéculas. Sobre los techos inclinados y resbaladizos, soldados hacinados iban tocando la armónica y cantando Manzanita. El sonido seguía un rato al convoy, y luego se perdía con el humo.

En Petrogrado había mucha gente aguardando el tren. Cuando repercutió bajo la bóveda de la estación el último jadeo de la máquina, Kira Argounov se vio frente a aquella multitud que aguardaba la llegada de todos los trenes. Trajes sin forma cubrían aquellos cuerpos erguidos con la ficticia energía nerviosa de una larga lucha que ya se había convertido en costumbre. Los rostros eran adustos y fatigados. Detrás de ellos se veían altos ventanales enrejados… y detrás de éstos la ciudad.

Kira se sintió empujada hacia adelante por los viajeros impacientes. Al bajar del tren se detuvo vacilante, por un momento, como si se diese cuenta del sentido del paso que iba a dar. Su pie bronceado por el sol calzaba una sandalia hecha en casa, con unas correas de cuero abrochadas con una hebilla de alambre que había dejado sobre su piel una señal encarnada. Por un momento su pie permaneció en el aire. Luego la sandalia tocó el pavimento de madera del andén: Kira Argounova estaba en Perogrado.

Capítulo segundo

¡Proletarios del mundo entero, unios!

Las desnudas paredes de la estación surgieron ante los ojos de Kira; en muchos puntos el revoque había caído, dejando manchas oscuras que daban a la pared el aspecto de tener una enfermedad de la piel. Pero, en cambio, se leían nuevas inscripciones. Rojos letreros advertían: ¡Viva la dictadura del proletariado! ¡Quien no está con nosotros, está contra nosotros! Algunas palabras estaban escritas de través. Alguna de las letras impresas en tinta roja había ido chorreando al secarse, dejando largos regueros de color que serpenteaban por la pared. Bajo el rótulo, un muchacho estaba apoyado al muro. Un deslucido gorro de piel de cordero cubría sus descoloridos cabellos y sombreaba sus descoloridos ojos; miraba fijamente hacia adelante, con indiferencia, masticando pepitas de girasol, cuyas cascaras escupía luego por la comisura de los labios.

Entre el tren y las paredes cubiertas de inscripciones rumoreaba una masa caqui y roja, una especie de avalancha que arrastraba a Kira hacia el centro de un grupo de soldados, entre rostros sin afeitar, pañuelos encarnados, fardos y paquetes. Las bocas se abrían sin parecer emitir sonido alguno; sus gritos se perdían en el rumor de las botas que recorrían el andén, repercutiendo bajo la alta bóveda de acero. Un viejo tonel de enmohecidos aros, con un vaso de estaño atado con una cadena, llevaba la incripción "agua hervida", y junto a él había un gran cartelón donde se leía: "¡Cuidado con el cólera! ¡No bebáis agua sin hervir!" Con el rabo entre las patas un perro errante, de aspecto tan esquelético que podían contársele las costillas, olisqueaba el sucio pavimento en busca de algo que comer.

Dos soldados armados se abrían paso a la fuerza por entre la muchedumbre, arrastrando a una campesina que forcejeaba por escapar y sollozaba:

– ¡Camaradas, yo no he hecho nada! ¿Por qué me detenéis, hermanos? ¡Por el amor de Dios, camaradas, no he hecho nada! En el suelo, entre las botas y las ondeantes faldas llenas de barro, alguien aullaba una especie de lamentación; el aullido no era ni un sonido humano ni un grito de animal; una mujer se arrastraba de rodillas intentando recoger el mijo que se había derramado de un saco; sollozaba e iba recogiendo juntamente con los granos cascaras de pepitas de girasol y colillas de cigarrillo. Kira miró hacia los altos ventanales. Fuera oyó el viejo ruido familiar del tranvía. Sonrió.

Un joven militar estaba de guardia junto a una puerta sobre la que en letras rojas se leía: "Comandante". Kira le miró. Sus ojos eran austeros y amenazadores como una llama que ardiera bajo la fría bóveda gris de una caverna. Todos los músculos de aquella cara bronceada, la mano que cogía la bayoneta, el cuello que sobresalía de su camisa entreabierta, todo denotaba una innata temeridad. A Kira le gustó. Le miró a los ojos y sonrió. Supuso que él debería comprenderla e imaginar qué gran aventura empezaba para ella.

El soldado la miró fríamente, con sorpresa e indiferencia. Ella desvió los ojos, algo desilusionada, pero sin saber por qué. Todo lo que vio el soldado en aquella singular muchacha del gorro de punto fueron sus ojos extraños y su busto apenas pronunciado que se adivinaba debajo del ligero vestido. Y, verdaderamente, esto no le desagradó. -¡Kira!

La voz de Galina Petrovna cubrió los ruidos de la estación. -¿Dónde estás, Kira? ¿Dónde están tus fardos? ¿Qué has hecho de ellos?

Kira volvió al vagón de ganado en que su familia se estaba ocupando de los equipajes. Había olvidado que, por razones del precio inaccesible que exigían los faquines, tenía que llevar sus tres fardos. Galina Petrovna sostenía una verdadera lucha para librarse de unos cuantos faquines de andrajosos uniformes que, sin que nadie se lo hubiera pedido, cogían los equipajes y ofrecían insolentemente sus servicios.

Finalmente, con los brazos cargados con los restos de sus riquezas, la familia Argounov entró en Petrogrado.

Una hoz y un martillo dorados se erguían sobre la puerta de salida. A ambos lados había carteles colgados. En uno se veía a un robusto obrero que con sus fuertes botas aplastaba diminutos palacios, mientras sus brazos en alto, con músculos rojos como bistés, saludaban un sol naciente, no menos rojo que los músculos. En el sol estaban impresas estas letras: "¡Camaradas, vosotros sois los constructores de una nueva vida! " El segundo cartel representaba un gran piojo blanco sobre fondo negro, con una inscripción en letras rojas: "¡Los piojos transmiten las enfermedades! ¡Ciudadanos, incorporaos todos al frente antitífico!"

El edificio de la estación estaba siendo desinfectado para combatir las enfermedades que cada vez que llegaba un tren caían sobre la capital. El olor, parecido al que sale por las ventanas de los hospitales, cundía por el aire como una advertencia y un angustioso recuerdo.

Las puertas de Petrogrado se abrían sobre la plaza Znamensky. Sobre un palo, un cartelón anunciaba su nuevo nombre: "Plaza del Progreso".

Frente a la estación, una gran estatua gris de Alejandro III se elevaba sobre el fondo gris del edificio de un hotel, bajo el dosel gris del cielo. No llovía mucho; a grandes intervalos caían algunas gotas, lentamente, como si el cielo se hubiera resquebrajado y necesitase una reparación, lo mismo que el gastado pavimento de madera en que gotas, al caer sobre los charcos, ponían reflejos de plata.

Los techos negros de los coches parecían relucientes hules que ondeasen mientras las ruedas se hundían en el barro, gruñendo como animales rumiantes. Viejos edificios vigilaban la plaza con los apagados ojos de sus tiendas abandonadas, en cuyas polvorientas ventanas campeaban desde hacía cinco años telarañas y papeles de periódico.

Encima de una ventana, un jirón de grosera tela llevaba escrito: " Centro de abastecimientos".

Una hilera de personas esperaba ante la puerta, prolongándose hasta la esquina. Era una larga hilera de pies embutidos en zapatos hinchados por la lluvia, de manos enrojecidas por el frío, de cuellos levantados que no lograban impedir que las gotas de agua se insinuasen a lo largo de la espalda, porque muchas cabezas estaban inclinadas hacia adelante.

Bien -dijo Alexander Dimitrievitch-, ya estamos de vuelta. -Es maravilloso -dijo Kira.

– Hay el mismo barro de siempre -observó Lidia. -Vamos a tener que tomar un coche. ¡Vaya un gasto! -dijo Galina Petrovna.

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