Ayn Rand - Los que vivimos

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– Remienda muy bien.

– Sí; pero su vista ya no es muy buena. Sus cabellos son grises. Es mi vieja nodriza, que vive en el campo. ¿Tienes otras preguntas que hacerme?

– No.

– Muy bien. No me gustan las preguntas de las mujeres. Pero ya no sé si me gustaría una mujer que no me dejara la satisfacción de negarme a contestarle.

– No tengo nada que preguntarte.

– Sabes muy poco acerca de mí.

– No tengo por qué saberlo.

– Quiero advertirte otra cosa: no me gustan las mujeres que me dan a entender demasiado cuánto me quieren.

– ¿Por qué crees que deseo gustarte?

– ¿Por qué estás aquí?

– Únicamente porque me gustas. No me importa lo que pienses de las mujeres que te quieren, ni a cuántas has poseído.

– Bien: esto es una pregunta. Y te quedarás sin la respuesta. Pero te digo que me gustas, arrogante criatura, tanto si quieres oírlo como si no. Y ahora soy yo quien te hace una pregunta: ¿qué hace una chiquilla como tú en el Instituto de Tecnología? El no sabía nada de su presente, pero ella le habló de su porvenir, de las armaduras de acero que construiría, de los rascacielos de cristal y del puente de aluminio. El la oía en silencio, y las comisuras de sus labios permanecían bajadas, despectivas, divertidas y tristes a un mismo tiempo. Le preguntó:

– ¿Vale la pena, Kira?

– ¿De qué?

– Del esfuerzo de la creación. ¡Tu rascacielos de cristal! Tal vez valía la pena hace cien años. Es posible que dentro de cien años pueda valer otra vez, aunque lo dudo. Pero, si pudiera escoger entre los siglos pasados, yo no elegiría, tenlo por cierto, la maldición de haber nacido en éste en que vivimos. Y tal vez, si no fuese la curiosidad, no quisiera ni haber nacido. -Si no fuera la curiosidad… o si no tuvieras deseos…

– No tengo deseos.

– ¿No tienes deseos?

– Sí, uno; aprender a desear algo.

– ¿No hay esperanza?

– No lo sé. ¿Qué hay que valga la pena?

¿Qué esperas del mundo a cambio de tu rascacielos de cristal?

– No sé. Tal vez… admiración.

– Bien. Yo soy demasiado presuntuoso para desear la admiración. Pero si tú la deseas. ¿Quién podrá dártela? ¿Quién es capaz? ¿Quién tiene todavía deseos de ser capaz? Es una maldición, ¿sabes?, esta de poder mirar más alto de lo que se puede alcanzar. Es más seguro mirar hacia abajo. Y en los tiempos que corremos, cuanto más hacia abajo se mira, tanto más seguro se está.

_ También se puede combatir.

_ ¿Combatir contra quién? Evidentemente, puedes poner a contribución todo tu heroísmo para luchar contra los leones; pero engañar a tu alma, dejarla arder en un fuego sagrado para combatir contra piojos, esto, camarada ingeniero, no es saber construir. No hay equilibrio.

– Leo, tú no lo crees.

– No sé. No quiero creer nada. No quiero ver demasiado. ¿Quién sufre en este mundo? ¿Aquellos a quienes falta algo? No, sino los que tienen algo que puedan perder. Un ciego no puede ver. Pero es más difícil dejar de ver para aquel que tiene buena vista. Más difícil y más doloroso. Si por lo menos pudiera perder la vista y bajar hasta el nivel de los que no la desean, de los que no la echan de menos…

– Nunca harás esto, Leo.

– No sé. Es raro, Kira. Te encontré y pensé que tú podrías hacer eso por mí. Ahora temo que seas la que pueda salvarme de ello. Pero no sé si te lo agradeceré.

Estaban sentados uno junto a otro, y hablaban. A medida que iba aumentando la oscuridad iban bajando la voz, porque había un miliciano de guardia que se paseaba arriba y abajo de la calle, por delante de las lanzas inclinadas.

Bajo sus botas crujía la nieve; todo iba tomando un color azul oscuro, que destacaba sobre un cielo más claro, como si la noche saliera de la tierra. En las ventanas cubiertas de hielo centelleaban amarillentas estrellas; en la esquina, entre los árboles, resplandecía un farol, que proyectaba entre los pies de Kira y Leo, sobre la nieve azulada del jardín, un triángulo de mármol rosa surcado por las sombras de las desnudas ramas. Leo miró su reloj de pulsera, un valioso reloj de marca extranjera, que contrastaba con lo raído del puño de su camisa. Se levantó con un movimiento rápido y elegante, mientras Kira permanecía sentada, mirándole con admiración, como si aguardase a que repitiera aquel gesto.

– Tengo que marcharme, Kira.

– ¿Ya?

– Tengo que tomar un tren.

– Sí; pero esta vez me llevo algo nuevo.

– ¿Una nueva espada?

– No; un escudo.

Kira se levantó; se paró ante él, y preguntó, sumisa:

– ¿Otro mes, Leo?

– Sí; en esta escalinata. El 10 de diciembre a las tres.

– Si todavía vives y si no…

– No; esta vez estaré vivo porque no quiero olvidar.

Tomó su mano antes de que ella la tendiera. Le quitó el guante y llevándosela lentamente a sus labios la besó con gran dulzura en la palma.

Luego se volvió rápidamente y se alejó. Bajo sus pies crujía la nieve. El sonido y la figura se perdieron en la oscuridad mientras ella permanecía inmóvil, con la mano tendida, hasta que sobre su palma, sobre el invisible tesoro que ella temía tanto perder, se posó un pequeño copo blanco.

Cuando hacía buenos negocios en su tienda, Alexander Dimitrievitch daba a Kira dinero para los tranvías; pero si los negocios no marchaban bien, Kira tenía que ir a pie al Instituto. Sin embargo, Kira prefería ir todos los días a pie, y ahorraba el dinero para comprarse una cartera para los libros. Con este objeto fue al mercado Alexandrovsky: tal vez encontraría una usada, como todo lo que se vendía allí. Andaba lentamente, pasando con cuidado por entre los objetos expuestos en el suelo. Una anciana señora de marfileñas manos que se destacaban sobre un chal de puntilla negra la miró intensamente, con esperanza, mientras ella pasaba junto a un mantel en el que había tenedores de plata, un álbum de terciopelo azul con viejas fotografías y tres iconos de bronce. Un viejo, que llevaba un vendaje negro sobre un ojo, le tendió en silencio un cuadro, el retrato de un joven oficial, rodeado de un marco de oro cincelado. Una joven que tosía le ofreció una arrugada falda de seda.

Kira se detuvo súbitamente. Acababa de ver dos anchos hombros, que se erguían por encima de la larga fila desolada que se alineaba junto al bordillo. Vasili Ivanovitch estaba allí, en silencio; el delicado reloj de porcelana de Sajonia que sostenían sus manos sin guantes, heladas y enrojecidas, explicaba de sobra las razones de su presencia: Sus ojos oscuros, bajo las gruesas y espesas cejas se fijaban sin expresión en las cabezas de los transeúntes. Vio a Kira antes de que ésta tuviera tiempo de evitarle la mortificación de ser visto, pero no pareció que ello le preocupara: la llamó, y su sombrío rostro se abría en una sonrisa, aquella extraña sonrisa desolada que sólo tenía para Kira, Víctor e Irina. -¿Cómo estás, Kira? Estoy contento de verte. Muy contento… ¿Esto? Oh, es un reloj viejo, no tiene importancia… Lo compré para Marussia el día de su cumpleaños, el primer cumpleaños después que nos casamos. Lo había visto en un museo y le hacía ilusión. Precisamente éste y no otro; de modo que tuve que valerme de la diplomacia; era menester nada menos que una orden del Palacio Imperial para que el Museo lo pudiera vender. Pero ya no anda y podemos prescindir de él.

Dejó de hablar y por sus ojos pasó un relámpago de esperanza: una gruesa campesina contemplaba el reloj, rascándose el cuello; pero cuando encontró los ojos de Vasili Ivanovitch se volvió y se alejó, recogiéndose la pesada falda sobre sus botas de fieltro. Vasili Ivanovitch murmuró a Kira:

– No es un lugar alegre, éste, ¿sabes? Lo siento por estos pobres desgraciados que vienen aquí a vender todo cuanto les ha quedado, sin esperar ya nada de la vida. Para mí es distinto. Todo esto no me interesa. ¿Qué importancia tiene un objeto más o menos? ¡Me quedará tanto tiempo para comprar los otros! En cambio hay algo que no puedo vender, que no puedo perder, que no pueden nacionalizar. Tengo un porvenir… un porvenir… viviente… mis hijos. ¿Sabes? ¡Irina es tan inteligente, y siempre fue la primera en la escuela! Si hubiese terminado sus estudios en otro tiempo, le habrían dado la medalla de oro. Y Víctor… Los hombros del anciano se cuadraron vigorosamente, como los de un soldado en posición de firmes.

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