Ayn Rand - Los que vivimos

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– No seré empleado de los soviets aunque todos tengamos que morirnos de hambre -dijo Alexander Dimitrievitch. Pero Galina observó, en tono quejumbroso, que algo había que hacer.

Un inesperado auxilio se presentó en forma de un excontable de la fábrica; un hombre que llevaba lentes, un uniforme militar, y no se preocupaba demasiado de afeitarse. En cambio se frotaba las manos con desconfianza, y sabía respetar la autoridad en todas ocasiones.

– ¡Alexander Dimitrievitch, señor -lloriqueaba-, ésta no es una vida para usted! Pero si nos uniéramos…, me encargaría de todo el trabajo…

Formaron una sociedad. Alexander Dimitrievitch tenía que fabricar jabón; el contable de las luengas barbas tenía que venderlo; ocupaba en el mercado Alexandrovsky una esquina excelente.

– ¿Qué? ¿Que cómo se hace?

No hay nada más sencillo -exclamó con entusiasmo-. Yo le daré la mejor receta para preparar jabón. El jabón es la mercancía que hace falta ahora. ¡La gente lo ha echado de menos durante tanto tiempo! Con este negocio iremos viento en popa: verá usted cómo nos quitarán el jabón de las manos. Sé un lugar estupendo donde nos facilitarán grasa rancia de cerdo. No es buena para comer, pero sirve a las mil maravillas para hacer jabón.

Alexander Dimitrievitch gastó el poco dinero que le quedaba en la adquisición de grasa rancia de cerdo; luego la derritió en un gran caldero de cobre, sobre la estufa de la cocina. Cerrando los ojos, se inclinó sobre el humeante caldero, con los brazos arremangados hasta el codo, y fue removimiento la mezcla con una paleta de madera. Como no había otra estufa para calentar el piso tenía que mantener abierta la puerta de la cocina. El nauseabundo vaho subía hasta el agrietado techo como si fuera el vapor de una lavandería. Galina Petrovna cortaba la grasa de cerdo sobre la mesa, levantando delicadamente su dedo meñique y aclarándose ruidosamente la garganta.

Lidia tocaba el piano. Lidia se había alabado siempre de dos cosas: de su magnífica cabellera, que peinaba durante media hora todas las mañanas, y de sus aptitudes musicales, que ejercitaba durante tres horas al día.

Galina Petrovna le pedía que tocase Chopin, y Lidia tocaba Chopin. Aquella música deliciosa, delicada como los pétalos de una rosa que caen levemente en la oscuridad de un antiguo parque, resonaba a través de los vapores del jabón. Galina Petrovna no sabía de qué eran las lágrimas que caían sobre su cuchillo: creía que era la grasa de cerdo que le irritaba los ojos. Kira estaba sentada a la mesa con un libro. El olor de la grasa le punzaba la garganta como si se le clavaran alfileres, pero no hacía caso. Tenía que aprender y recordar lo que decía el libro para poder hacer aquel puente que tenía que construir algún día. Pero a menudo se detenía para contemplarse la palma de la mano derecha. Furtivamente se pasaba la palma de la mano por la mejilla, muy poco a poco, desde la sien hasta la barbilla. Parecía que este gesto desmentía todas sus antiguas protestas contra el sentimentalismo. Se ruborizaba, pero nadie se daba cuenta, a través de aquel humo que invadía la estancia.

El jabón quedó en forma de blandos cuadrados empapados de agua, de un color pardo sucio. Alexander Dimitrievitch, con un botón viejo de metal de su chaqueta de yachting, imprimió un ancla sobre cada pedazo de jabón.

– Es una gran idea: "Marca de fábrica" -dijo el contable-. Le llamaremos "Jabón Argounov". Un hermoso nombre revolucionario.

Una libra de jabón le salía a Alexander Dimitrievitch más cara de lo que costaba en el mercado.

– No importa -dijo el socio-, todavía es mejor así. Si tienen que pagarlo más caro, lo apreciarán más. Es jabón fino. No es lo que vende el viejo Jukov.

El contable tenía un cajón con unas correas para colgarlo de los hombros. Colocó cuidadosamente los cuadrados pardos de jabón en su establecimiento ambulante y se marchó silbando al mercado Alexandrovsky.

En el vestíbulo del Instituto, Kira vio a la camarada Sonia. Estaba echando un discurso a un grupo de cinco estudiantes jóvenes. La camarada Sonia estaba siempre rodeada de muchachos jóvenes y hablaba constantemente agitando los brazos como si fueran alas protectoras.

– … y el camarada Syerov es el mejor combatiente de las filas de estudiantes proletarios. Lo que hizo el camarada Syerov no puede igualarse. El camarada Syerov, el héroe de Melitopol…

Un muchacho pecoso, que llevaba sobre la nuca una gorra de soldado, se detuvo un momento al atravesar rápidamente el vestíbulo y gritó:

– ¿Con que el héroe de Melitopol? ¿Habéis oído hablar alguna vez de Andrei Taganov?

Con certero tiro, escupió sobre uno de los botones de la chaqueta de cuero de Sonia la cáscara de una pepita de girasol, y se alejó indiferente.

La camarada Sonia no contestó. Kira se dio cuenta de que la expresión de su rostro no era precisamente de agrado.

En uno de los pocos momentos en que la camarada Sonia estaba sola, Kira le preguntó:

– ¿Qué clase de hombre es Andrei Taganov?

La camarada Sonia se rascó la cabeza sin sonreír.

– Un perfecto revolucionario, supongo. Por lo menos hay quien le llama así. Con todo, no corresponde a la idea que yo tengo del buen proletario que no cede nunca, ni intenta nunca ser sociable con sus compañeros, ni aun de tarde en tarde… y si tienes algún proyecto en relación con su dormitorio, camarada Argounova…

¡psch!, no hay ni sombra de esperanza. Es de este tipo de santos que duermen con la bandera roja. Fíate de una que le conoce.

Rió a grandes carcajadas al ver la cara que ponía su interlocutora, y se alejó diciendo por encima del hombro:

– ¡Bah!, ¡es una pequeña vulgaridad proletaria! ¡No te hará daño!

Andrei Taganov volvió a la clase de primer año, en la sala llena de público. Se abrió paso a codazos hasta llegar a Kira, que había divisado entre la gente, y murmuró:

– Tengo entradas para mañana por la noche. Teatro Mikhailovsky. Rigoletto. -¡Oh.Andrei!

– ¿Puedo ir a buscarla?

– Número 14, cuatro piso. -Estaré a las siete y media.

– ¿Puedo darle las gracias?

– No.

– Siéntese, le haré sitio.

– No puedo; tengo que marcharme. Tengo una conferencia. Con cuidado, se abrió nuevamente paso hasta la puerta, sin hacer ruido, y antes de marcharse se volvió a contemplar la cara sonriente de la muchacha.

Kira formuló su ultimátum a Galina Petrovna. -Mamá, necesito un traje. Voy a la Opera mañana. Galina Petrovna dejó caer la cebolla que estaba mondando, y Lidia soltó por un momento su bordado.

– ¿Con quién? -balbució Lidia. -Un muchacho del Instituto.

– ¿Guapo?

– A su manera.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Galina Petrovna.

– Andrei Taganov.

– ¿Taganov? No le he oído nunca nombrar… ¿De buena familia?

Kira sonrió y se encogió de hombros.

En un fondo de baúl se encontró un vestido. Un viejo traje de Galina Petrovna, de mórbida seda gris oscura. Después de varias y largas discusiones entre Galina Petrovna y Lidia, después de dieciocho horas en que dos pares de hombros permanecieron inclinados bajo la lamparilla de aceite y dos pares de manos trabajaron febrilmente con dos agujas, quedó listo el traje para Kira: un vestido sencillo, de manga corta, con un cuello de camisa, porque no había con qué adornarlo.

Antes de comer, Kira dijo: -Fijaos en él cuando venga. Es un comunista.

– ¿Un com…?

Galina Petrovna dejó caer el salero en la cazuela de mijo. -¡Kira! ¡Tú no… tú no vas a tener amistad con un comunista -dijo Lidia con la respiración entrecortada- después de haber gritado tanto que les tienes odio!

– Este me gusta.

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