Ayn Rand - Los que vivimos
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– Irse a casa, Kira -dijo Andrei.
Syerov dejó caer su cigarrillo.
– A menos -añadió Andrei- que tenga usted que asistir a alguna clase. Si volviéramos a necesitarla, la mandaré llamar. Kira dio media vuelta y salió. Andrei se sentó sobre un ángulo de la mesa y cruzó las piernas.
Pavel Syerov sonrió. Andrei no le miraba. Pavel Syerov se aclaró la voz y dijo:
– Naturalmente, Andrei, muchacho, supongo que no pensarás que… porque era amiga tuya… -No lo pienso -replicó Andrei.
– Yo no indago ni critico tus actos. Aun cuando piense que no es de buena disciplina anular la orden de un camarada comunista frente a una persona extraña.
– ¿Y en virtud de qué disciplina la mandaste llamar para un interrogatorio?
– Lo siento, amigo. Me equivoqué. Pero mi intención era únicamente ayudarte. -No te he pedido que me ayudaras.
– He aquí cómo están las cosas, Andrei. La vi con él ayer tarde, junto a la puerta. Le reconocí por las fotografías. La G. P. U. lleva dos meses buscándole. -¿Por qué no me lo has dicho?
– Es que… no estaba exactamente seguro de que fuera él… podía haberme equivocado… y…
– Y en este caso, tu ayuda habría sido útil… para ti mismo. -Pero, ¿qué dices, amigo mío? ¡Supongo que no vas a atribuirme miras personales! Tal vez he rebasado mis atribuciones en estas pequeñas misiones de la G. P. U. que te corresponden a ti, pero mi único propósito era el de ayudar a un compañero proletario en su cometido. Ya sabes que nada puede desviarme del cumplimiento de mi deber… ni aun un sentimiento de afecto.
– Una infracción a la disciplina del Partido es una infracción a la disciplina del Partido, sea quien sea el que la cometiese. Pavel Syerov miró con demasiada fijeza a Andrei, al tiempo que contestaba:
– Es lo que yo he dicho siempre.
– No hay que desplegar demasiado celo en el cumplimiento de los deberes propios.
– No cabe duda de que no. Es tan malo como mostrarse demasiado negligente.
– De ahora en adelante todos los interrogatorios públicos, aquí, debo hacerlos yo. -Como quieras, amigo.
– Y si alguna vez te parece que no estoy en condiciones de cumplir con mi deber, puedes dar cuenta al Partido y pedir mi destitución.
– Andrei, ¿cómo puedes decir semejante cosa? No vayas a creer que yo discuto, ni por un momento, tu importancia inestimable en el Partido. ¿Acaso no he sido siempre tu mayor admirador? ¿No eres tú el héroe de Melitopol? ¿No somos antiguos amigos? ¿No hemos luchado acaso en una misma trinchera, tú y yo, hombro contra hombro, bajo la bandera roja? -Así es, en efecto -dijo Andrei.
En el año 1896 la casa de ladrillo de la fábrica Putilovsky, en uno de los arrabales de San Petersburgo, no tenía conducción de agua. Las cincuenta familias de obreros que llenaban los tres pisos del edificio tenían en total cincuenta barriles, en los que guardaban el agua para sus menesteres. Cuando nació Andrei Taganov, un vecino bondadoso subió un barril de la planta baja. El agua estaba helada. El vecino rompió el hielo con un hacha y vació el barril. Las manos pálidas y temblorosas de la joven madre pusieron en el barril una vieja almohada, y aquélla fue la primera cama de Andrei.
Su madre se inclinó sobre el barril y rió, rió con una risa feliz e histérica hasta que cayeron lágrimas sobre las manecitas rosadas del pequeño. Su padre no se enteró del nacimiento hasta tres días después. Había pasado una semana fuera, y los vecinos murmuraban acerca de ello.
En 1906 los vecinos no tenían ya razón de murmurar. El padre de Andrei no hacía ningún misterio ni de la bandera roja que llevaba por las calles de San Petersburgo ni de los folletos blancos con que sembraba los sitios más concurridos por el gentío, ni de las palabras que su voz potente profería como si fueran un viento que esparciera una simiente, ¡las primeras palabras que entonaban un himno a la gloria de la primera revolución rusa! Andrei tenía diez años. Desde un rincón de la cocina contemplaba los botones de metal de los uniformes de la policía. Los agentes llevaban negros bigotes y fusiles de veras. Su padre se ponía lentamente la chaqueta. Le besó a él; besó a la madre. Los brazos de ésta estrechaban al padre como si fueran tentáculos, pero una mano robusta la separaba. La mujer cayó al suelo. Los policías, al marcharse, dejaron la puerta abierta. Sus pasos resonaban por la escalera. La mujer se desplomó en el rellano.
Andrei tenía que escribir las cartas de su madre. A ninguno de los dos le habían enseñado a escribir, pero Andrei había aprendido solo. Las cartas iban dirigidas a su padre, y en el sobre, en la grande e insegura letra de Andrei, iba el nombre de una población de la Siberia. Al cabo de algún tiempo, la madre de Andrei cesó de dictarle cartas. Su padre no volvió jamás. Andrei repartía en una cesta la ropa que su madre lavaba. El muchacho hubiera cabido perfectamente en la cesta; pero, sin embargo, era fuerte. En su nuevo cuarto de planta baja había siempre una espuma blanca, parecida a una nube, que llenaba la cuba de madera en que se afanaban las enrojecidas manos de su madre, y un acre vapor, parecido también a una nieve, flotaba bajo el techo. No podía ver que fuera estaba la primavera; pero, aunque no hubiera habido el vapor, tampoco la habría visto, porque la ventana se abría a la altura de la acera, y a ellos sólo les estaba permitido vislumbrar los relucientes chanclos nuevos de los transeúntes, que crujían sobre la nieve que empezaba a derretirse. Sólo una hojita verde que alguien dejaba caer de vez en cuando les daba la visión de la primavera.
Cuando murió su madre, Andrei tenía doce años. Hubo quien dijo que la había matado la cuba de madera siempre demasiado llena, y hubo quien dijo que lo que la había matado había sido la despensa siempre demasiado vacía.
Andrei encontró trabajo en la fábrica. Pasaba los días junto a la máquina y sus ojos eran fríos como el acero de ésta, sus manos firmes como sus palancas, y sus nervios tensos como las correas de transmisión. Por la noche se acurrucaba en el suelo detrás de una barricada de cajas vacías, en un rincón del que se había apoderado; necesitaba la barricada porque los usufructuarios de los otros tres rincones, cuando querían dormir, no toleraban la luz de su bujía. Y la dueña de la casa, Agrafena Vlassovna, tampoco aprobaba que se leyese; de modo que Andrei ponía la bujía sobre el pavimento, el libro junto a la bujía, y leía atentamente, envolviéndose los pies en papeles de periódico. La nieve que golpeaba la ventana parecía gemir, los tres inquilinos de los otros rincones roncaban, Agrafena Vlassovna escupía en sueños, la bujía goteaba, y todo el mundo dormía menos Andrei, que estaba leyendo.
Hablaba muy poco, difícilmente sonreía, y nunca daba limosna a los mendigos.
Alguna vez, los domingos, encontraba por la calle a Pavel Syerov. Se conocían como se conocían todos los muchachos de la vecindad, pero raras veces hablaban. Pavel se ponía cosmético en el pelo, y su madre le llevaba a la iglesia. Andrei no iba nunca. El padre de Pavel era dependiente en la mercería de la esquina; durante seis días de la semana se ponía pomada en los bigotes, y el domingo se emborrachaba y pegaba a su mujer. A Pavel le gustaba el jabón perfumado, cuando podía robárselo al farmacéutico, y se ponía el más blanco de sus cuellos planchados para ir a aprender doctrina cristiana con el párroco. En 1915, Andrei estaba junto a la máquina, y sus ojos eran más fríos que el acero, sus manos más firmes que las palancas, y sus nervios más fríos y más firmes que sus ojos y que sus manos. Su tez estaba bronceada por el fuego de los hornos, y sus músculos, y, detrás de sus músculos, su voluntad, eran templados como el metal que manejaba. Los folletos blancos que su padre había sembrado reaparecían ahora en sus manos, pero no los echaba a la multitud en alas de violentos discursos, sino que los distribuía en secreto a manos secretas, y las palabras que acompañaban la entrega no se decían en voz alta, sino que eran sólo murmullos. Su nombre figuraba en las listas de un Partido del que apenas unos pocos sabían hablar, y desde la fábrica Pulitovs-ky transmitía por conductos misteriosos e invisibles las consignas de un hombre que se llamaba Lenin.
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