Ayn Rand - Los que vivimos
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Andrei Taganov tenía diecinueve años. Andaba de prisa, hablaba poco a poco, nunca iba al baile. Recibía y daba órdenes, y carecía de amigos. Contemplaba con iguales ojos, seguros y equilibrados, a los funcionarios en abrigo de pieles y a los mendigos en harapos y botas de fieltro, y desconocía la compasión. Pavel Syerov estaba de dependiente en una mercería. Los domingos se reunía en el café de la esquina con una ruidosa compañía de amigos: repantigado en un sillón, blasfemaba contra el camarero si éste no le servía todo lo aprisa que él deseaba. Prestaba fácilmente su dinero, y nadie le rehusaba un préstamo a él. Cuando acompañaba a una muchacha al baile, se ponía zapatos de charol y se perfumaba el pañuelo con agua de colonia. Le gustaba coger por la cintura a las mozas, y decía, en tono afectado: -Nosotros, querida, no somos gente del pueblo: somos caballeros.
En 1916, a consecuencia de una disputa por una mujer, Pavel Syerov perdió su colocación en la mercería. Era el tercer año de la guerra, los precios estaban altos, y el trabajo andaba escaso. Pavel Syerov atravesó el portal de la fábrica Pulitovsky por las mañanas de invierno, cuando era todavía temprano y estaba tan oscuro que las lámparas que iluminaban la entrada le hacían abrir a la fuerza los ojos hinchados de sueño, y él apenas podía contener los bostezos detrás del cuello levantado de su gabán. Al principio, Pavel evitó sus antiguos compañeros, porque le daba vergüenza que supiesen dónde trabajaba. Algo más tarde, los evitó porque le avergonzaba reconocer que aquéllos habían sido sus amigos. Hacía circular folletos blancos, pronunciaba discursos en reuniones clandestinas, y recibía órdenes de Andrei Taganov, únicamente "porque él lleva ya mucho tiempo allí; pero sólo hasta que yo le alcance". Los obreros querían a Pavlusha; cuando por casualidad se cruzaba con alguno de sus antiguos amigos, pasaba altivamente junto a él, como si hubiera heredado un título, y hablaba de la superioridad del proletariado sobre la acobardada pequeña burguesía según las teorías de Carlos Marx. En febrero de 1917, Andrei Taganov condujo a las masas por las calles de Petrogrado. Llevaba su primera bandera roja, recibía su primera herida, y daba muerte a un hombre, un policía, por primera vez en su vida. La única cosa que le impresionó fue la bandera.
Pavel Syerov no vio cómo la revolución de febrero surgía triunfante del suelo de la ciudad. Estaba encerrado en su casa, porque tenía un resfriado.
Pero en octubre de 1917, cuando el Partido cuyos carnets llevaban Andrei y Pavel asumió el poder, ambos se echaron a la calle. Andrei Taganov, con sus cabellos al viento, luchaba en el sitio del Palacio de Invierno. Pavel Syerov se acreditó por haber logrado que cesase el saqueo del palacio del Gran Duque, después que ya habían desaparecido muchos de los tesoros allí guardados.
En 1919, Andrei Taganov, en uniforme del Ejército Rojo, marchaba alineado con gentes en otros uniformes distintos, arrebatados por los almacenes acá y acullá, por las calles de Petrogrado hacia los depósitos, y luego hacia el frente de la guerra civil. Desfilaba solemne, en un silencioso triunfo, como si fuera a una boda.
La mano de Andrei empuñaba la bayoneta como había manejado el hierro de la fábrica, y apretaba el gatillo con la misma seguridad con que había manipulado las palancas de sus máquinas.
En el lecho voluptuoso del barro de las trincheras, su cuerpo era joven y elástico como una vida madurada al sol. Sonreía poco a poco y disparaba de prisa.
En 1920, la suerte de Melitopol pendía de un hilo entre el Ejército Rojo y el Blanco. El hilo se rompió una oscura noche de primavera. La rotura se estaba esperando. Uno y otro ejército tenían sus últimas posiciones en un valle estrecho y silencioso. En el Ejército Blanco, una división cinco veces superior a la adversaria, había un deseo desesperado de conservar Melitopol a todo trance, y reinaba un vago y murmurador resentimiento contra los oficiales, una especie de sorda simpatía secreta por la bandera roja que ondeaba en las trincheras del otro lado, a pocos centenares de metros de allí.
En el Ejército Rojo reinaba una disciplina de hierro y se trabajaba desesperadamente.
Estaban inmóviles, a pocos centenares de metros de distancia, dos trincheras de bayonetas que centelleaban débilmente como el agua bajo un cielo oscuro, hombres prontos y silenciosos, rígidos, esperando.
Negras rocas se alzaban sobre el fondo del cielo por el Norte; negras rocas se alzaban sobre el fondo del cielo al Sur; pero entre unas y otras había un valle en que quedaba todavía algunas briznas de hierba entre las motas de tierra removida, y espacio suficiente para disparar, gritar, morir, y decidir el destino de los que estaban detrás de las rocas de uno y otro lado. Las bayonetas no se movían en las trincheras, y las briznas de hierba no se movían tampoco porque no había viento ni, de las trincheras, les llegaba ni un hálito que pudiera hacerlas ondear.
Andrei Taganov estaba en posición de firmes, muy erguido, pidiendo a su comandante permiso para desarrollar el plan que acababa de exponer. El comandante le dijo:
– Es la muerte. Diez contra uno, camarada Taganov. -No importa, camarada comandante -replicó Andrei. -¿Estás seguro de que vas a poder hacerlo? -Está hecho, camarada comandante. Están maduros. Sólo falta un empujón. -El proletariado te da las gracias, camarada Taganov.
Entonces los de la trinchera de enfrente le vieron salir de las líneas: levantó los brazos contra el cielo oscuro y su cuerpo se destacó, alto y delgado. Luego siguió andando con los brazos en alto hacia las trincheras blancas. Sus pasos eran seguros. No llevaba prisa. Bajo sus pies crujían los restos de la hierba y este crujido llenaba el valle. Los blancos le miraban con ojos desorbitados, aguardando en silencio.
A pocos pasos de su trinchera, se detuvo. No podía ver los numerosos fusiles que estaban apuntando a su pecho, pero sabía que estaban. Rápidamente se quitó del cinto la funda de la pistola y la arrojó al suelo.
– ¡Hermanos! -gritó-, ¿por qué nos combatís? ¿Nos dais la muerte porque queremos daros la vida? ¿Apuntaréis vuestras bayonetas contra nuestros vientres porque deseamos que los vuestros estén llenos? ¿Porque queremos que tengáis pan blanco todos los días y os queremos dar la tierra en que lo podáis hacer crecer? ¿Porque queremos abrir la puerta de vuestra pocilga y haceros hombres como lo erais cuando nacisteis? ¿Pero cómo habéis olvidado ya que lo sois? ¡Hermanos! Si combatimos contra vuestros fusiles, es por vuestra propia vida. Cuando nuestras banderas rojas -las nuestras o las vuestras- se alzarán… Se oyó un tiro: un golpe seco como si se rompiese algo en el valle; una llamita azul salió del fusil de un oficial, un fusil empuñado muy estrechamente, bajo unos labios violáceos. Andrei Taganov vaciló, sus brazos se agitaron en el cielo y cayó sobre las motas de tierra.
Luego silbaron otros tiros en las trincheras blancas, pero no obtuvieron respuesta. El cuerpo de un oficial fue arrojado fuera de una trinchera y un soldado agitó las manos hacia los rojos, gritando: -¡Camaradas!
Se oyeron fuertes hurras, se oyó la fuerte pisada de los pies sobre el valle y se vieron banderas rojas que ondeaban al viento y manos que levantaban el cuerpo de Andrei. Su cara era blanca, sobre la tierra negra, y su pecho caliente estaba cubierto de sangre. Entonces Pavel Syerov del Ejército Rojo salió a las trincheras blancas, donde rojos y blancos se estrechaban las manos y erguido sobre un montón de piedra gritó: -Camaradas, dejad que salude en vosotros el despertar de la conciencia de clase. Un paso más en la Historia, un nuevo adelanto hacia el comunismo. Se acabó con los malditos explotadores burgueses. Saquead a los saqueadores, camaradas. Quien no trabaja no come. ¡Proletarios del mundo entero, unios! Como dijo Carlos Marx, nosotros, los…
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