Ayn Rand - Los que vivimos
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Andrei curó de su herida en pocos meses. Le quedó una cicatriz en el pecho; la de la frente se la dejó más tarde otra batalla. Pero de esa otra batalla no le gustaba hablar y nadie supo lo que le aconteció después de ella.
La batalla de Perekop en 1920 dio por tercera y última vez la Crimea a los soviets. Cuando Andrei abrió los ojos vio una blanca niebla extendida sobre su pecho, una niebla pesada que le oprimía. Detrás de la niebla, algo rojo y resplandeciente se abría ■camino hacia él. Abrió la boca y vio una ligera columna de vapor que salía de sus labios y se disolvía en la niebla. Entonces pensó que hacía frío y que era el frío lo que le tenía clavado en el suelo con agudos dolores como de alfileres que le estuvieran punzando los músculos. Se sentó, y entonces comprendió que no era el frío de sus músculos, sino un negro boquete que se abría en su muslo, cubierto de sangre, y otra herida ensangrentada en su sien derecha. También se dio cuenta de que la niebla blanca no estaba tan cerca de su pecho como había creído: debajo de ella había espacio suficiente para que él pudiera tenerse en pie. Estaba muy lejos, alta en el cielo, y la roja aurora la cortaba como una débil línea allá bajo, mucho más lejos todavía.
Se levantó. El ruido de sus pasos sobre el terreno parecía demasiado fuerte en medio de un silencio sin fin. Echó hacia atrás sus cabellos que le cubrían los ojos, y se le ocurrió que la niebla que se cernía sobre él no era quizá otra cosa que el aliento helado de los hombres que le rodeaban. Pero sabía que aquellos hombres ya no respiraban. La sangre era purpúrea y parda, y Andrei no hubiera sabido decir dónde terminaban los cuerpos y dónde empezaba la tierra, ni si las manchas blancas eran masas de niebla o rostros humanos.
Vio un cuerpo bajo sus pies, y a su lado una cantimplora. La cantimplora estaba intacta, pero el cuerpo no. Se inclinó y una gota roja cayó de su sien a la cantimplora. Bebió.
Una voz le pidió: -Dame de beber, hermano.
Los restos de un hombre se arrastraron hacia él por una grieta del terreno. No llevaba uniforme. Sólo una camisa que había sido blanca y unas botas que seguían a la camisa, aunque no parecía que hubiera nada que las hiciera seguir.
Andrei comprendió que era un blanco: sostuvo la cabeza del hombre y acercó la cantimplora a sus labios, que eran del mismo color que la sangre sobre la tierra. El pecho del hombre se estremeció convulsivamente, y se oyó el borbotear del líquido al beber. En torno a ellos dos, no se movía nadie. Andrei no sabía quién había ganado la batalla de la noche anterior: no sabía si habían tomado Crimea, o si, cosa que para muchos era todavía más importante, habían capturado al capitán Karsavin, uno de los últimos hombres del Ejército Blanco que infundían temor, un hombre sobre quien pesaban muchas vidas de militares rojos y cuya cabeza estaba puesta a buen precio. Andrei quería andar. En algún sitio, aquel silencio debía terminar. En algún sitio encontraría hombres rojos o blancos, no lo sabía, pero echó a andar hacia el alba.
Caminaba sobre un terreno denso, húmedo de rocío fresco, pero limpio y desierto, por un camino que llevaba quién sabe dónde, cuando oyó pasos detrás de sí y un rumor como de pesados esquíes arrastrados por el barro. El hombre le seguía. Se apoyaba en un pedazo de madera y sus pies andaban sin levantarse de tierra. Andrei se paró a esperarle. Los labios del otro se abrieron en una sonrisa. Dijo: -¿Puedo seguirte, hermano? No estoy seguro… de encontrar la dirección. Andrei contestó:
– Tú y yo vamos por el mismo camino. Cuando encontremos hombres, todo habrá concluido para ti o para mí. -Probemos -dijo el otro. -Probemos -repuso, como un eco, Andrei. Anduvieron juntos en dirección al sol. Altas márgenes defendían el camino y sombras de secos matorrales pendían inmóviles sobre sus cabezas, con ramas delgadas que parecían dedos de esqueletos, abiertos y confusos en medio de la niebla. Las raíces serpenteaban a lo largo del camino y sus cuatro pies las iban rebasando en un esfuerzo silencioso. Ante ellos, el cielo llameaba entre la neblina. Sobre la frente de Andrei se veía una sombra de color rosa. Sobre su sien izquierda, gotitas de sudor transparentes como cristal; sobre su sien derecha, gotas rojas. El otro hombre respiraba como si dentro de su pecho se agitasen unos dados. -Mientras se puede andar… -dijo Andrei. -Se anda… -concluyó el otro.
Sus ojos se encontraron, como si quisieran mantenerse cogidos uno a otro; gotitas rojas iban siguiendo sus pasos sobre la tierra, espesa y húmeda, a uno y otro lado del camino. Luego el hombre cayó. Andrei se detuvo. -Sigue adelante -dijo el otro.
Andrei se echó al hombro el brazo de su compañero y siguió, tambaleándose ligeramente bajo el peso. -Estás loco -dijo el hombre.
– No se abandona a un buen soldado, sea el que fuera el color de su uniforme -replicó Andrei.
– Si nos encontramos con los míos -dijo el hombre-, procuraré que sean generosos contigo.
– Procuraré que obtengas una buena cama y la enfermería de la cárcel, si encontramos a los míos -dijo Andrei. Y siguió andando con cuidado para no caerse con aquel peso. Iba escuchando el corazón que latía débilmente contra su espalda. La niebla se había dispersado y el cíelo llameaba como una inmensa hoguera, en la que el oro no era ni derretido ni líquido, sino un aire ardiente. Contra el oro se veían las masas pardas de un pueblo a lo lejos. Entre las gibas de las casas, un largo poste se erguía hacia el cielo claro y fresco que se hubiera creído barrido durante la noche. En lo alto del poste ondeaba una bandera; ondeaba sobre el viento de la mañana como un ala negra sobre la aurora. Y los ojos de Andrei y los áridos ojos del hombre que llevaba sobre su espalda miraban fijamente aquella bandera con la misma pregunta muda y ansiosa…, pero estaban todavía demasiado lejos. Cuando vieron su color, Andrei se paró y dejó cuidadosamente al hombre en el suelo; luego tendió los brazos en un ademán de reposo y de saludo. La bandera era roja. El hombre dijo, en un extraño tono:
– Déjame aquí.
– No temas -dijo Andrei-, no somos tan crueles con los compañeros soldados.
– No -dijo el hombre-, no con los compañeros soldados. Entonces Andrei se dio cuenta de una manga que colgaba sobre el cinto del hombre y sobre ella vio las insignias de capitán. -Si tienes compasión de mí -dijo el hombre-, déjame. Pero Andrei había apartado de la frente del otro sus cabellos, y por primera vez contemplaba con atención un rostro joven e indómito que había visto en fotografías.
– No -dijo Andrei, muy lentamente-, no puedo hacerlo, capitán Karsavin.
– Estoy seguro de morir aquí.
– No se puede dejar nada a la suerte -dijo Andrei-, con enemigos como usted.
– No; no se puede -asintió el capitán.
Se levantó apoyándose en la mano. Su frente, que echó hacia atrás, estaba pálida. Miraba la aurora, dijo:
– Cuando era joven deseaba constantemente ver salir el sol, pero mi madre no me permitió nunca levantarme tan de mañana. Temía que me resfriase.
– Le dejaré descansar un poco -dijo Andrei. -Si tiene usted compasión, máteme -dijo el capitán Karsavin.
– No -dijo Andrei-, no puedo. Callaron.
– ¿Es usted un hombre? -preguntó Karsavin. -¿Qué quiere usted? -preguntó Andrei. -Su pistola.
Andrei miró fijamente aquellos ojos oscuros y serenos, y tendió la mano. El capitán se la estrechó. Al retirar la suya, Andrei dejó en manos del capitán su pistola.
Luego se irguió y marchó hacia el pueblo. Cuando oyó el disparo, no se volvió. Andaba seguro, la cabeza alta, los ojos puestos en la bandera roja que ondeaba sobre el suelo húmedo y blanco… pero ahora sólo por un lado del camino.
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