Ayn Rand - Los que vivimos
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– No hay más luz que la de la lamparilla de ahí fuera -dijo Kira-. Siéntate ahí, sobre la cama de Lidia. Andrei se sentó y ella se acomodó en su colchón sobre el suelo. La luz que venía de la ventana señalaba un cuadro blanco en el suelo y sobre él se proyectaba la sombra de Andrei. En el rincón, bajo los iconos de Lidia, vacilaba una lucecita. -Se trata de lo de esta mañana -dijo Andrei-, de Syerov. -¿Ah, sí?
– Quería decirle que no tiene usted que preocuparse. El no tiene ninguna autoridad para interrogarla. Nadie más que yo puede dar orden de hacerlo. Y esa orden yo no la daré. -Gracias, Andrei.
– Sé lo que piensa de nosotros. Es usted honrada, pero no se meta en política. No es una adversaria militante. Tengo confianza en usted.
– No sé las señas de aquel hombre, Andrei.
– No le pregunto a quién conoce. Sólo le pido que no se deje arrastrar por ellos.
– Andrei, ¿sabe usted quién es aquel hombre? -¿Le sabría mal que cambiáramos de conversación, Kira? -No, pero ¿me permite una pregunta? -Sí; ¿de qué se trata? -¿Por qué hace usted esto por mí?
– Porque tengo confianza en usted y creo en nuestra amistad. Pero no me pregunte por qué creo en ella; ni yo mismo lo sé. -Yo sí lo sé. Es porque, ¿ve usted?, si tuviéramos alma, que no tenemos, y nuestras almas, la suya y la mía, se encontrasen, lucharían en un combate a muerte. Pero después de haberse destrozado mutuamente se darían cuenta de que sus raíces son las mismas. No sé si me puede comprender, porque, ¿sabe usted?, yo no creo en el alma.
– Yo tampoco, pero la comprendo a usted. ¿Y cuáles son estas raíces?
– ¿Cree usted en Dios, Andrei?
– No.
– Yo tampoco. Pero ésta es una de mis preguntas favoritas. Una pregunta al revés, ¿comprende? -¿Qué quiere usted decir?
– Si pregunto a la gente si cree en la vida, no entienden lo que les pregunto. Es una pregunta equivocada; puede tener tanta significación que acaba por no querer decir nada. Por esto les pregunto si creen en Dios. Y si me contestan que sí, entonces sé que no creen en la vida. -¿Por qué?
– Porque, ¿ve usted? Dios, sea el Dios que fuere y de la gente que fuere, es la concepción individual más alta que se puede imaginar. Y todo aquel que pone su más alta concepción por encima de sí mismo y de sus propias posibilidades, se estima poco y no da importancia a su vida. No es un don frecuente, ¿sabe usted?, este de mirar con reverencia la vida propia de uno y desear cuanto hay de más alto, más grande y mejor… para sí mismo. Imaginar un cielo, no soñarlo, sino pedirlo. -Es usted una muchacha muy rara.
– ¿Ve usted? Usted y yo creemos en la vida. Pero usted desea combatir por ella, matar por ella, tal vez morir por ella si es necesario. Yo me contento con vivirla.
Detrás de la puerta cerrada, Lidia, cansada de contar sacarina, descansaba tocando el piano. Tocaba Chopin. Andrei dijo, de pronto: -¿Sabe usted que es muy hermoso? -¿Quó es lo que es muy hermoso? -La música.
– Creía que no le interesaba.
– Nunca me había interesado, pero ahora, en este momento, me gusta.
Permanecieron sentados en la oscuridad, escuchando. Abajo, en la calle, un camión dobló la esquina. Los cristales de la ventana temblaron con un rápido estremecimiento tenso. El cuadro luminoso con la sombra de Andrei se levantó del pavimento, pasó rápido como un ala por las paredes y volvió de nuevo a caer a sus pies.
Cuando hubo cesado la música volvieron al comedor. Lidia estaba sentada ante el piano. Andrei dijo, vacilando: -Era muy hermoso, Lidia Alexandrovna. ¿Quiere usted volver a tocarlo?
– Lo siento -dijo Lidia levantándose bruscamente-; estoy cansada.
Y salió del comedor con el aire de una Juana de Arco. María Petrovna se acurrucó en su silla como si quisiera ocultarse a los ojos de Andrei Taganov. Cuando su tos atrajo la atención del joven, murmuró:
– Siempre he dicho que nuestra juventud no sigue con bastante fidelidad el ejemplo de los comunistas. Cuando Kira le acompañó a la puerta, Andrei dijo:
– Creo que no volveré más, Kira. Mi presencia estorba a su familia. Por lo demás, lo comprendo perfectamente.
¿Nos veremos en el Instituto?
– Sí -dijo Kira-; gracias, Andrei.
Buenas noches.
Leo estaba de pie en la escalinata del palacio vacío. Cuando oyó a Kira que corría por encima de la nieve, no se movió. Permaneció inmóvil, con las manos en los bolsillos. Cuando ella llegó junto a él, sus ojos se encontraron en una mirada que era algo más que un beso. Luego, los brazos de él la estrecharon con una pasión que tenía la violencia del odio, como si quisiera destruirla. Luego dijo: -¡Kira!
En el tono de Leo había algo que desagradó a Kira. Ella se quitó la boina, se puso de puntillas y tomó entre los suyos los labios del joven, mientras sus dedos se hundían en su cabellera. -¡Me voy, Kira! -dijo él.
Ella le miró con calma, con la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro de él y una pregunta, no una comprensión, en los ojos.
– Esta noche me voy… para siempre… a Alemania. -Leo… -dijo ella, y sus ojos estaban desmesuradamente abiertos, pero no asustados.
El habló como si mordiese cada palabra, como si todo su odio y toda su desesperación procedieran de estos sonidos y no de lo que significaban:
– Soy un fugitivo, Kira. Un anturevolucionario. Tengo que dejar a Rusia antes de que me encuentren. He recibido dinero… de mi tía… que está en Berlín. Lo esperaba. Me lo han traído de contrabando.
– ¿El barco sale esta noche? -preguntó Kira. -Es un barco de contrabandistas. Hacen el contrabando de carne humana fuera de esta trampa de lobos. Y se llevan almas desesperadas como la mía. Si no nos cogen, llegaremos a Alemania. Si nos cogen, bien… no creo que todos seamos condenados a muerte, pero no sé de nadie que haya escapado de ella.
– Leo, tú no vas a querer dejarme -dijo ella.
El la miró, y en sus ojos hubo una expresión de odio, más elocuente que la de ternura. Dijo:
– Alguna vez me he sorprendido yo mismo dándome cuenta de que deseaba que detuvieran el barco y me volvieran a Rusia.
– Yo voy contigo, Leo -dijo Kira.
El, sin mostrar estupefacción, le preguntó: -¿Ya ves el riesgo que corres?
– Sí.
– ¿Ya sabes que si no llegamos a Alemania está en juego tu vida, y si llegamos, quizá también?
– Sí.
– El barco zarpa dentro de una hora. Está lejos. Hay que ir en seguida; no queda tiempo para llevarse equipaje.
– Estoy dispuesta.
– No puedes decir nada a nadie, no puedes ni telefonear " adiós ".
– No es necesario.
– Está bien. Vamos.
Tomó su gorra y se puso en marcha, ligero, silencioso, sin mirarla, como si no tuviera en cuenta su presencia. Llamó un trineo. Las únicas palabras que pronunció fueron las señas que murmuró al cochero.
Los rápidos patines cortaron la nieve y el viento sutil hirió el rostro de los fugitivos.
Junto a una casa en ruinas dieron la vuelta a una esquina: ladrillos cubiertos de nieve habían rodado lejos, hasta la carretera; la luz de una lámpara, en el interior de la casa, hacía resaltar las habitaciones vacías; en un punto, los rayos de la luna dibujaban el esqueleto de una casa de hierro. Un vendedor de periódicos gritaba sin convicción: - ¡Pravda! ¡Krasnaia Gazeta!
– Más allá… -susurró Leo- hay autos… y calles… y luces… Un viejo estaba en el umbral de una puerta y la nieve se posaba sobre el ala de su deslucido sombrero: el hombre, con la cabeza inclinada sobre una caja de dulces hechos en casa, dormía. Kira susurró:
– … carmín para los labios, medias de seda… Un perro, bajo el oscuro escaparate de una cooperativa, olisqueaba un cubo lleno de basura.
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