Ayn Rand - Los que vivimos

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– … champaña, radio, jazz… -susurró Leo. Y Kira le hizo eco:

– Como La canción de la copa rota…

Un hombre, soplándose las manos ateridas, gemía: -¡ Sacarina, ciudadanos!

Un soldado masticaba pepitas de girasol y cantaba " la Manza nea".

Los pasquines les iban siguiendo como si surgiesen lentamente de casa en casa: rojo, anaranjado, blanco, brazos, martillos, ruedas, palancas, piojos, aeroplanos.

El rumor de la ciudad moría detrás de ellos. Una fábrica proyectaba sobre el cíelo sus negras chimeneas. En la calle, colgando de una cuerda tendida de tejado a tejado, una inmensa bandera luchaba ruidosamente contra el viento, se retorcía en furiosas contorsiones gritando al viento y a los caminos:

"Proletarios… Nuestra colectiv… unión de cías… lucha lib… porvenir…"

Luego sus ojos se encontraron y su mirada fue como un juramento.

Leo sonrió y dijo: -No podía pedírtelo. Pero sabía que vendrías. Se pararon ante una empalizada en una calle no adoquinada. Leo pagó al cochero. Y empezaron a andar, poco a poco. Leo, cautelosamente, estuvo mirando hasta que el trineo desapareció detrás de la esquina. Entonces dijo:

– Tenemos que andar dos millas antes de llegar al mar. ¿Tienes frío? -No.

Le tomó la mano. Fueron siguiendo la empalizada por una acera de madera. Un perro ladró. Un árbol desnudo silbó en el viento. Dejaron la acera. La nieve les llegaba a los tobillos. Una vez en campo abierto anduvieron por una oscuridad sin fin. Ella iba decidida y serena: decidida y serena como cuando se come, se duerme, se respira o se actúa frente a lo inevitable. El la llevaba de la mano. Detrás de ellos resplandecía en el cielo la luz roja de la ciudad. Frente a ellos el cielo se inclinaba hacia la tierra y la tierra se elevaba hacia el cielo. Y la divisoria entre cielo y tierra eran sus cuerpos.

La nieve subía hasta sus pantorrillas. El viento soplaba contra ellos. Andaban encorvados hacia adelante y sus abrigos parecían velas que luchasen contra un huracán; el frío endurecía sus mejillas. Más allá de la nieve estaba el mundo, más allá de la nieve estaba aquella cosa fantástica y completa ante la cual se inclinaba con reverencia la ciudad que dejaban detrás; el extranjero. Más allá de la nieve empezaba la vida.

Cuando se detuvieron la nieve terminó bruscamente. Vieron un vacío negro, sin cielo ni horizonte. De un punto dado, por debajo de ellos, les llegó un rumor de latigazos y de chasquidos; parecía que alguien vaciase cubos de agua a intervalos regulares. Leo murmuró:

– El mar está tranquilo.

La llevaba lejos, siguiendo un sendero resbaladizo y las huellas de alguien. Kira distinguió una sombra vaga que se levantaba en el abismo, un árbol, un puntito de luz como el de una cerilla que se apaga. En el barco no había luces. No se dio cuenta de la gruesa figura que seguía el sendero hasta que el rayo de luz de una linterna dio en la cara de Leo, pasó por su hombro, luego por el de ella y desapareció. Detrás de la luz quedaron una barba negra y una mano que sostenía un fusil. Pero éste estaba inclinado hacia el suelo.

La mano de Leo rebuscó en su bolsillo, luego entregó algo a aquel hombre.

– Otro billete -murmuró Leo-, esta joven va conmigo.

– No nos quedan camarotes.

– No importa. Basta con el mío.

Pasaron sobre unas vigas que se balanceaban suavemente; surgió, quién sabe de dónde, otra figura, y les acompañó hasta una puerta; Leo condujo a Kira por una escalera que llevaba a su camarote. En el puente inferior había una luz y se veían sombras furtivas; un hombre de cuidada barba, con la cruz de San Jorge sobre el pecho, les contemplaba en silencio; en el quicio de una puerta una mujer envuelta en una capa de brocado descolorido les observaba con temor, estrechando entre sus manos temblorosas una cajita de madera.

El guía abrió la puerta y con un movimiento de cabeza señaló el interior del camarote.

Este se componía únicamente de una cama encajada en el nicho, y un espacio algo mayor que la cama entre el cobertor gris oscuro de la cama y la pared húmeda y descasillada. Una columna atravesaba uno de los rincones, formando una especie de mesa. Sobre ésta estaba una linterna humeante y una mancha de luz amarillenta y trémula. El pavimento subía y bajaba suavemente, como si respirase. La ventanilla estaba cerrada. Leo cerró también la puerta y dijo:

– Quítate el abrigo.

Ella obedeció. Leo colgó el abrigo de un clavo en la pared y dejó el suyo al lado; echó su gorra encima de la mesa. Atada a los brazos y a los hombros, llevaba una pesada maleta negra. Era la primera vez que se veían sin abrigo. Ella se sintió desnuda y se alejó un poco.

El camarote era tan pequeño que incluso el aire que la envolvía parecía formar parte de Leo. Retrocedió lentamente hasta la mesa, en el rincón.

El contempló las pesadas botas de fieltro, demasiado pesadas para aquel cuerpo grácil, envuelto en un traje negro. Ella siguió su mirada. Se quitó las botas y las arrojó lejos. Leo se sentó sobre la cama. Ella, junto a la mesa, escondía sus piernas cubiertas de groseras medias negras de algodón bajo el banco, las manos detrás de la espalda, los brazos muy juntos a las caderas, los hombros encorvados, el cuerpo ligeramente recogido como si se estremeciese de frío, el blanco triángulo de su escote abierto, luminoso, en la penumbra.

– Mi tía de Berlín -dijo Leo- me odia, pero quería a mi padre, y mi padre… murió.

– Sacúdete la nieve de las botas, Leo -dijo ella-. Se está derritiendo por el pavimento.

– De no haber sido tú, hubiera embarcado hace tres días. Pero no podía marcharme sin verte. Por esto aguardé. Aquel barco desapareció. Naufragado o capturado, nadie lo sabe. No llegaron a Alemania. ¡De modo que me salvaste la vida… quizá! Cuando oyeron un ruido sordo y los maderos crujieron más fuertemente y la llama de la linterna vaciló contra el viento. Leo se puso en pie, apagó la luz y abrió la ventanilla. Juntos los rostros, observaron cómo la luz roja de la ciudad se iba alejando. Por fin desapareció. Sólo quedaban algunas llamitas entre cielo y tierra, que no se movieron, sino que poco a poco se transformaban en estrellas, luego en puntos y por fin desaparecían. Kira miró a Leo: los ojos de éste estaban desmesuradamente abiertos, llenos de una emoción que ella no había visto nunca. Lentamente, triun-falmente, le preguntó:

– ¿Te das cuenta de lo que estamos abandonando? Luego sus manos agarraron los hombros de Kira y sus labios se apoderaron de los de ella. Kira tuvo la sensación de caerse de espaldas en el vacío: cada uno de sus músculos sentía el peso de cada uno de los de él.

Luego él la dejó. Cerró la ventana y encendió la linterna. La cerilla crepitó con una llama azul. Leo encendió el cigarrillo y se paró junto a la puerta, sin mirar a Kira, fumando. Ella se sentó junto a la mesa, sumisa, sin una pregunta, sus ojos fijos en los de él.

Leo aplastó el cigarrillo contra la pared y se acercó a Kira; con las manos en los bolsillos, permaneció silencioso. Su boca dibujaba un arco irónico, su cara no tenía expresión.

Kira se levantó, dócil, como si los ojos de él arrastrasen. Leo dijo:

– Desnúdate.

Kira no dijo una palabra, y sin apartar sus ojos de los de él, obedeció.

Capítulo diez

Cuando Kira despertó, la cabeza de Leo descansaba sobre su pecho y un marinero les estaba contemplando. Se subió la sábana hasta la barbilla, y Leo despertó a su vez. Los dos se quedaron atónitos.

Era por la mañana. La puerta estaba abierta y el marinero estaba en el umbral. Sus hombros eran demasiado anchos para la puerta y su puño se cerraba sobre una pistola que llevaba al cinto: su chaqueta de cuero se abría sobre una camiseta rayada, y su boca se abría en una amplia sonrisa sobre dos hileras de dientes blanquisimos. Se inclinaba ligeramente, porque su gorra azul tocaba al dintel de la puerta; en la gorra se veía la estrella roja de cinco puntas de los soviets. Murmuró, sin dejar de sonreír: -Siento estorbaros, ciudadanos.

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