Ayn Rand - Los que vivimos

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– ¡Kira, es una vergüenza! ¡No tienes ninguna consideración a tu posición social! ¡Traer un comunista a casa! ¡Lo que es yo, puedes estar segura de que no le dirigiré la palabra!

Galina Petrovna no discutió, sino que se limitó a suspirar amargamente.

– ¡Kira, pareces hecha adrede para empeorar todavía estos tiempos ya tan malos!

La comida consistía en mijo, un mijo mohoso. Todos lo notaron, pero nadie dijo nada para no quitar el apetito de los demás. Había que comerlo: no había otro. De modo que se comió en silencio. Cuando sonó la campanilla, Lidia, curiosa a pesar de sus convicciones, corrió a abrir la puerta.

– ¿Puedo ver a Kira, por favor? -preguntó Andrei quitándose la gorra.

– Desde luego -contestó fríamente Lidia.

Kira le presentó.

Alexander dijo: -¡Buenas noches!

Y no volvió a decir una palabra, mientras observaba al visitante con mirada irritada y tenaz; Lidia inclinó la cabeza y se marchó, pero Galina Petrovna sonrió cortésmente.

– ¡Estoy contenta, camarada Taganov, de que mi hija vaya a oír una verdadera ópera proletaria en uno de nuestros grandes teatros rojos!

Los ojos de Kira se encontraron con los de Andrei bajo la lamparilla de aceite, y Kira le agradeció la inclinación de cabeza serena y amable con que acogió las palabras de su madre.

Dos días por semana, las funciones de los Teatros Académicos del Estado eran "reservadas". Las localidades no se vendían al público, sino que se repartían a mitad de precio entre las Asociaciones Profesionales. En la galería del Teatro Mikhailovsky, entre elegantes trajes nuevos y uniformes militares, resonaban pesadamente alguna bota de fieltro y alguna mano callosa se quitaba tímidamente la gorra de cuero con guarda-oídos forrados de piel. Algunos tenían el aire desconfiado y tímido; otros miraban con aire desenvuelto, desafiando aquel impresionante esplendor; las esposas de los funcionarios de las Asociaciones pasaban altivas entre el gentío, muy erguidas y resplandecientes en sus vestidos a la última moda, con los cabellos rizados por el peluquero, las manos vistosamente manicuradas, y los zapatos relucientes. Brillantes automóviles se paraban ruidosamente ante la puerta, y de ellos salían gruesos abrigos de pieles que andaban con presteza con un ligero balanceo y tendían enguantadas manos que echaban algunas monedas a los harapientos vendedores de programas. Estos, sombras lívidas y heladas, patinaban obsequiosos por entre el público de las funciones "reservadas", más rico, más altivo y mejor alimentado que el público de pago de los demás días de la semana.

El teatro olía a terciopelo viejo, a mármol, a naftalina. Cuatro pisos de palcos subían hasta donde una inmensa araña sostenida por cadenas de cristal esparcía sobre el techo lejano pequeños arco iris.

Cinco años de revolución no habían afectado la solemne grandiosidad del teatro; sólo habían dejado una señal: el águila imperial había desaparecido de encima del palco que había pertenecido al zar.

Mientras andaban por las mullidas alfombras anaranjadas del pasillo, Kira evocaba las largas colas de seda, la blancura de los hombros desnudos, el deslumbrante esplendor de los brillantes que emulaba al de los cristales de la gran araña. Ahora había pocos brillantes, y los trajes eran oscuros, severos, con cuellos altos y mangas largas. Esbelta, muy erguida en su vestido de rica seda gris, Kira andaba como lo había visto hacer muchos años antes a las señoras, apoyando su brazo sobre el de su compañero en chaqueta de cuero. Y cuando se levantó el telón y la música invadió la oscura y silenciosa sala del teatro, ondeante, cada vez más fuerte, retumbando contra unas paredes que no podían retenerla, algo se detuvo en el pecho de Kira, que tuvo que abrir la boca para poder respirar. Detrás de aquellas paredes había lamparillas de aceite, hombres que hacían cola para subir al tranvía, banderas rojas y la dictadura del proletariado. En el escenario, bajo las columnas de mármol de un palacio italiano, las mujeres movían leve y graciosamente sus manos como cañas que ondeaban al ritmo de la música, se oía el crujido de largas colas de terciopelo bajo una luz cegadora, y joven, aturdido, ebrio de luz y de música, el Duque de Mantua cantaba el desafío de la juventud y de sus carcajadas a las caras grises, rugosas y cansadas que, en la penumbra, sólo por un momento lograban olvidar la hora, el día y el siglo en que vivían.

Kira miró una vez a Andrei: éste no miraba al escenario, sino a ella.

Durante un entreacto, en el salón de espera, se encontraron con la camarada Sonia del brazo de Pavel Syerov. Este vestía irreprochablemente, pero la camarada Sonia llevaba un traje de seda deslucido, con un descosido debajo del sobaco derecho. Sonia, al verles, rió de buena gana y dio a Kira una palmada en el hombro.

– ¿De modo que te has vuelto proletaria, ahora? ¿O es el camarada Taganov quien se nos ha vuelto burgués?

– Eres muy poco amable, Sonia -observó Pavel Syerov abriendo sus labios pálidos en una ancha sonrisa-. Felicito a la camarada Argounova por su inteligente elección.

– ¿Cómo sabe usted mi nombre? -preguntó Kira-. No sabía que nos conociéramos.

– Nosotros, camarada Argounova, sabemos muchas cosas -respondió él alegremente-, muchas cosas.

La camarada Sonia se rió, y agarrando enérgicamente del brazo a su compañero, desapareció entre la gente.

De vuelta a casa, Kira preguntó: -¿Le gusta la ópera, Andrei?

– No de una manera especial.

– ¡No sabe usted lo que pierde, Andrei!

– No creo perder gran cosa. Me ha parecido más bien algo tonto e inútil.

– ¿Y no puede usted gozar de las cosas inútiles sin más razón que la de su belleza?

– No; pero he disfrutado.

– ¿De la música?

.-No; de la manera como usted la escuchaba.

Ya en casa, en su colchón sobre el suelo, Kira se acordó con disgusto de que él no le había dicho nada de su traje nuevo.

Kira tenía jaqueca; estaba sentada junto a la ventana del aula con la frente apoyada en la mano y el codo apoyado sobre su brazo doblado. En el reflejo de la ventana podía ver una sola bombilla eléctrica bajo el techo y su cara de cansancio con los cabellos despeinados que le caían sobre la frente. Cara y bombilla parecían sombras absurdas sobre el fondo de un helado viento del Norte que soplaba al otro lado de la ventana, un viento siniestro y frío como sangre muerta. Los pies de Kira estaban helados por la corriente de aire frío que llegaba del vestíbulo. Le parecía que el cuello del vestido no era bastante estrecho. Nunca lección alguna le había parecido tan larga como aquélla. Era el 2 de diciembre. ¡Todavía faltaba aguardar tantos días, tantas lecciones! Se dio cuenta de que estaba golpeando levemente la ventana con sus dedos y que cada par de golpecitos era un nombre de dos sílabas. Sus dedos repetían incesantemente, contra su voluntad, un nombre que despertaba un eco en un punto de su sien, un nombre de tres letras que no deseaba oír, pero que estaba oyendo continuamente como alguna cosa que le pidiese auxilio dentro de ella misma.

Kira se encontró inesperadamente con que ya había terminado la clase, y saltó atravesando un largo y oscuro corredor hasta una puerta que se abría sobre una acera blanca. Salió a la nieve y se arrebujó todavía más en su abrigo, contra el viento helado.

– Buenas noches, Kira -le llamó por lo bajo una voz en la oscuridad.

Kira reconoció la voz. Sus pies, lo mismo que su corazón y que su aliento, se quedaron inmóviles.

En un ángulo oscuro, cerca de la puerta, Leo la estaba mirando.

– Leo… ¿cómo… has… podido?

– Necesitaba verte.

Su cara era pálida y sombría, sin una sonrisa. Oyeron unos pasos precipitados. Pavel Syerov pasó muy de prisa junto a ellos. De pronto se detuvo, escrutó en la oscuridad, echó una rápida ojeada a Kira, se encogió de hombros y se alejó a buen paso por la calle.

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