Estos señores han precisado seis y hasta nueve años para desdoblarse.
La suya es una reproducción morosa que forma parte de su naturaleza.
En cuanto a usted, debe tener calma, señora: déjese vivir, distráigase, no se piense y yo le aseguro que cuando se cumpla el plazo reproductor de los Salcedo usted quedará encinta. Yo se lo prometo solemnemente si sabe esperar, si recibe a su esposo con entusiasmo, con la ilusión de concebir. Ninguna mujer se ha quedado encinta, que yo sepa, con gemidos y lloriqueos.
Haga un esfuerzo.
El doctor Galache se incorporó. En su recetario escribió rápidamente unas palabras enigmáticas.
Añadió:
– Los varones de la familia Salcedo padecen una particularidad que los médicos de hoy llamamos semen renuente. Contra esto, la mejor medicina es la paciencia. No apresurarse, esperar a que se cumpla el plazo. Pero, por si acaso, yo voy a ayudarles. El señor Salcedo debe tomar todas las noches un preparado de escorias de plata y acero para aumentar la eyaculación.
Es eficaz y no le producirá efectos secundarios. En cuanto a usted, señora, va a hacerme este favor: propóngase una abstinencia sexual de cuatro días seguidos cada mes y, en la noche del quinto, a la hora aproximada de la coyunda, y en lugar de ésta, bébase un zumo caliente de salvia con sal. Es la mejor manera de preparar el cuerpo para concebir.
Teo salió de la consulta remozada. El consejo del doctor aventó sus aprensiones por completo. Hacía ya año y medio de la muerte de su padre y, al llegar a casa, se colocó un vivo blanco en el escote.
Parecía que no pero aquella cintita suavizaba el luto, le volvía menos rígido y esterilizador, la animaba. Después, en los días que siguieron a la consulta, se preocupó de cumplir los consejos del doctor minuciosamente. Llevaba a la mesa el preparado de escorias de plata y acero para Cipriano y, cada mes, puntualmente, hacía un alto de cuatro días en su relación carnal y, el quinto, ingería un zumo caliente de salvia con sal.
Cipriano, que había conseguido ahuyentar la torva imagen de la sapina en celo, ya no era un ser sexualmente nulo y hasta experimentaba ciertos apremios cada vez que se presentaban los días de abstinencia.
– ¿Estás loco? ¿Es que ya no recuerdas la recomendación de Galache?
Le volvía la espalda y él se quedaba solo, desprotegido, como cada noche. Teo seguía sin prestarle el cálido cobijo de su axila para conciliar el sueño y Cipriano lo sustituía por una almohada doblada, metiendo la cabeza en el doblez. Llegó a habituarse a la innovación. Ahora dormían, pues, espalda contra espalda y cada vez que Teo daba media vuelta, sacaba la ropa de su lado y Cipriano se enfriaba. Pero todo lo daba por bien empleado viendo a su esposa instalada en la normalidad.
Por si fuera poco, Teo se decidió a iniciar una vida más activa. Bajaba temprano a la tienda y ayudaba a Elvira Esteban en el mostrador. Avanzaba el otoño y Valladolid se aprestaba a capear el duro invierno mesetario adquiriendo zamarros y ropillas aforradas. Era curioso observar, pasada la novedad, que las ropillas aforradas habían quedado como prendas invernales imprescindibles en Castilla. Por la noche, Teo le daba a Cipriano el parte del día y cuenta de la caja. De esta manera, Teo se fue habituando a la actividad comercial y cogiendo gusto a las anotaciones.
La paz del hogar devolvió a Cipriano la libertad y un mes más tarde, doblado septiembre, asistió a un nuevo sermón del doctor Cazalla sobre el egoísmo católico, en oposición a la incondicional entrega de Cristo en su pasión. Estuvo muy duro el Doctor aquella tarde.
Habló del escándalo de los monasterios que disponían de vasallos, de los prelados que se creían señores y de los obispos entregados a la gula y la concupiscencia. Por una vez Cazalla fue directo al grano, no se anduvo con rodeos.
Entre el auditorio corría un murmullo de protesta e incredulidad, pero, en ese instante, sabiamente, el Doctor mentó a Cisneros, confesor de la Reina Católica, un hombre que en su día se había alzado contra estos excesos, y cuya conducta -dijo- deberíamos imitar los creyentes.
Cipriano pasó por casa de su tío Ignacio y le pidió un ejemplar del “Enchiridion”, de Erasmo.
Tenía la sospecha de que el Doctor no había mencionado a Erasmo deliberadamente y había utilizado en cambio el nombre de Cisneros como pantalla, por la sencilla razón de que el pueblo guardaba de éste buena memoria. Abrió el libro después de cenar y lo leyó lentamente, procurando exprimir cada renglón. Cuando languidecía la luz del quinqué, Cipriano lo cerró.
Lo había terminado. Le invadía una sensación de desaliento. Era consciente de su escasa formación para entrar en debate sobre los puntos esenciales de la obra: la eficacia del bautismo, la confesión auricular o el libre albedrío.
Pero notaba la inquietud inicial del disidente, el desasosiego, la necesidad de hacer preguntas. Durmió mal, intranquilo, sabedor de que existía otro mundo distinto de aquel en que se había instalado y que, tal vez, tenía el deber de conocer.
Muy de mañana partió para Pedrosa. Confió a Teo a la tía Gabriela. Ella la acompañaría durante su ausencia. Él llevaba varias noches pensando en Pedro Cazalla y, ahora que carecía de director espiritual, se dijo que tal vez pudiera él desempeñar tal diligencia. Aborrecía a los directores blandos, amigos de secreteos de confesionario, y Pedro Cazalla le parecía un hombre roblizo y abierto que no necesitaba que se lo pidiera para asumir su dirección.
Por primera vez tomaron el camino de Villalar, entre los rastrojos hollados e interminables.
Faltaba aquí, en la perspectiva, el geométrico acompañamiento de la viña. Cipriano se preguntaba si el cura dispondría de un camino adecuado para cada situación. Por de pronto, la decadencia del rastrojo, su desolación, marchaba acorde con sus inquietudes del momento. Salcedo le confesó al cura que había leído el “Enchiridion” después de escuchar un duro sermón de su hermano contra los abusos del clero.
– ¿Una cosa le llevó a otra?
– Algo así. Deseaba saber dónde se había inspirado.
– Y ¿encontró por fin la fuente?
– El hermano de vuestra paternidad puso de pantalla a Cisneros, pero en realidad había bebido en Erasmo. La cosa estaba clara.
Seguramente lo hizo para acallar los rumores de protesta del auditorio.
Pedro Cazalla miraba con curiosidad su perfil apocado:
– ¿Y qué impresión le produjo la lectura del “Enchiridion”?
– De flaqueza y desaliento -dijo Salcedo-. El libro es crudo como vuestra reverencia sabe.
– ¿Qué edición leyó?
– La del canónigo de Palencia Fernández Madrid.
– ¡Oh! -exclamó Cazalla sorprendido-. El “Enchiridion” es mucho más áspero que todo eso.
Alonso Fernández le quitó el aguijón, lo maquilló. Hizo de él un librito amable para leer en familia.
Alentado por el silencio y la soledad, Cipriano confió a Cazalla sus escrúpulos y dudas. Siempre los había padecido. Desde niño desconfió de sus buenas obras. Repetía sus oraciones una y otra vez ante el temor de haber caído en la rutina, de no estar pensando en lo que decía.
– ¿Por qué se tortura de esa manera vuesa merced? -dijo-. Confíe en Cristo, en los méritos de su pasión. ¿Qué valor tienen nuestros actos comparados con ella?
A Cipriano le sosegaban las palabras de Cazalla, su mirada profunda, el tono persuasivo de su voz:
– Me gustaría creerlo así -murmuró.
– ¿Por qué tan poca fe? Si Cristo murió por nuestros pecados ¿cómo va a exigirnos luego reparación por ellos?
Clareaban los rastrojos de cebada, casi blancos en el crepúsculo; a Salcedo también le sonaban a Erasmo las palabras del otro Cazalla y se lo dijo así. Pedro Cazalla sonrió y encogió los hombros:
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