La impaciencia de Teo se tradujo en una avidez sexual desordenada. Sin duda pensaba que la frecuencia aumentaba las posibilidades. Cipriano trataba de aleccionarla cada noche:
– Querida, más importante que el número de coitos es tu estado de recepción. Acéptame relajada, receptiva. No olvides que en cada cópula yo introduzco en tu vagina centenares o millares de semillas que buscan un lugar donde fructificar. Pero la fecundación no depende tanto del número como del terreno que tú prepares para recibirlas.
Teo pareció aplacada de momento pero lo suyo era una monomanía. No pensaba en otra cosa y se valía de cualquier pretexto para sacarlo a relucir. Él le había dicho: muchos problemas se resuelven esperando, olvidándose de ellos. Y ella procuraba hacerlo así pero, en lugar de los pensamientos, era la angustia por desembarazarse de ellos lo que la martirizaba. Teo se confiaba a su marido:
– Constantemente pienso que no debo pensar en ello pero con esta obsesión puedo llegar a volverme loca.
– ¿Por qué no me concedes un plazo? ¿Por qué no decides esperar unos años antes de tomar una determinación? Dentro de cuatro tendrás veintisiete, la edad más adecuada para procrear.
Teo callaba. Tácitamente le concedía el plazo pero, poco a poco, iba perdiendo la fe en él y, con la fe, su encandilamiento sexual. Apenas buscaba ya “la cosita” y, si lo hacía, era sin el ardor de antaño, desganada. Sabía que el hijo tenía que venir por esa vía pero llevaba más de un año intentándolo y no venía. Salcedo se daba cuenta del descorazonamiento de su esposa e intentó distraerla ocupándola en el taller, pero Teo se aburría allí. Entonces pensó que, ahora que se aproximaba la época del esquileo, Teo podría pasar en La Manga una larga temporada ayudando a su padre, mas, antes que la faena del esquileo comenzase, llegó la noticia: Telesforo Mozo, el pastor de su suegro, pretendía llevar el rebaño a medias. No se trataba ya de un hatajo más o menos grande sino de partir las ovejas que pastoreaba por la mitad. Segundo Centeno ni lo pensó. Despidió a Telesforo, se amancebó con la Benita, la hija del pastor de Wamba, Gildardo Albarrán, y relegó a la legítima a la condición de criada y esquiladora por seis reales al mes.
Ante la gravedad del problema, Teo se instaló en La Manga. Advirtió enseguida el reconcomio de Petronila aunque ésta no pronunciase palabra y anduviera todo el día por la casa con la mirada huida, haciendo visajes y aspavientos.
Pero don Segundo volvía sobre el tema cada mañana. La obligaba a hacer la cama adulterina todavía caliente y a lavar la ropa interior de la pareja. El resto del día lo pasaba Petronila pelando borregos.
No decía palabra. Se sentaba a esquilar en el tajuelo y no abría la boca por mucho que “ la Reina del Páramo” se esforzara en entablar conversación con ella. Una noche, Teo salió a dar un paseo y le pareció ver entre dos luces la silueta furtiva de un hombre escondiéndose entre las encinas. Habló a su padre seriamente: no debía exponerse así. Debería cambiar de actitud. No había hombre que aceptara con los brazos cruzados su despido y la vejación reiterada de su hija. Por su parte, Gildardo Albarrán se movía ahora por la finca con la misma libertad que si fuera suya. Se reunía con don Segundo en la sala, entraba en la casa por la puerta principal y charlaban largo rato como iguales, eso sí sin que Gildardo pidiera nada. Visto lo del Telesforo y aleccionado por su fracaso, sabía que al señor Centeno era preferible entrarle por las buenas que por las malas.
Así las cosas, la vieja aspiración de Teo se atenuaba. Se preocupaba menos de ser madre que de conservar a su padre. Y cuando Cipriano la visitaba, una vez por semana, tenía ocasión de departir con él como en los buenos tiempos:
paseando por el monte, levantando de las encinas bandos de torcaces con los buches repletos de bellotas, o viendo apeonar a las becadas en el calvero. Cipriano creía en la terapia de la distracción y confiaba en que Teo volviese a su vida normal y le concediera un plazo razonable antes de dar por fracasado su matrimonio. Pero dormía mal. Al regatearle Teo el cobijo de su axila, la cabeza se le enfriaba, se le desgobernaba en la noche, durante el sueño y, al levantarse, le mortificaba la tortícolis. Volvía a ser el niño desprotegido que había sido. Y utilizaba gorras, sombreros y hasta capuchas forradas de piel, como sucedáneos. Al propio tiempo trataba de llenar la prolongada ausencia de Teo con frecuentes visitas a sus tíos. Doña Gabriela, muy satisfecha en su condición de esposa sin descendencia, no entendía la actitud de su sobrina. Hay otras cosas en la vida, instituciones, enfermos, niños con hambre, colegios de caridad, decía. Buscar a toda costa un ser de nuestra propia sangre para volcar en él nuestra afectividad es una conducta egoísta. Y, en el fondo, Cipriano le daba la razón, pero no dejaba de comprender que desdoblarse fuese la máxima aspiración de toda mujer en este mundo.
Una mañana, antes de salir para la Judería, un correo urgente de Peñaflor le dio cuenta de que su suegro, don Segundo, había sido asesinado. Le habían seccionado la garganta con un hocino. El Telesforo Mozo, su autor, se había entregado a la autoridad en Valladolid y al ser preguntado por los móviles del crimen había dicho:
Me dejó en la calle tirado como a un perro y quebró la condición de mi hija. Era un sujeto que no merecía vivir.
Cipriano partió para La Manga sin demora. Le dio tiempo de enterrar a su suegro en el atrio de la iglesia de Peñaflor y hacerse cargo de los papeles que don Segundo guardaba en el escritorio. La Petronila, asustada, había huido de casa; en cambio compareció Gildardo Albarrán llamándose a la parte, no porque la ley le amparase, sino porque tenía testigos de que don Segundo había hecho de su hija una barragana sin su consentimiento.
Teo mostró una entereza admirable.
El esquileo se había acabado y esto la aliviaba. Por otra parte, la cruenta muerte de su padre le parecía horrible pero a cambio no había sufrido, lo que no dejaba de ser un consuelo.
Cipriano previó graves complicaciones y un aumento de trabajo hasta desenredar aquello, pero su tío Ignacio, como de costumbre, lo simplificó. El testamento del señor Centeno era claro. Teo era la única heredera, Petronila usufructuaria de un pequeño fundo y arrendataria de la vivienda mientras durara el plazo del alquiler, la Benita, la barragana, volvió con su padre a Wamba y Estacio del Valle, el fiel corresponsal de Villanubla, quedó encargado de resolver el problema de los pastores puesto que los rebaños de don Segundo, como le decía Cipriano Salcedo en su misiva, habían pasado a ser propiedad de Teodomira Centeno, su consorte.
Teo se quitó unas libras de encima con el luto, un luto distinguido y respetuoso que le indujo a ponerse sobre el escote un collar de perlas negras que contrastaba con la palidez de su tez. También Cipriano Salcedo se resumió en sí mismo ataviado con un coleto sin mangas, negro, a la moda, y un cuello tan alto que le cubría medio pescuezo, por encima del cual asomaba el borde rizado del cabezón de la camisa. Pero el luto no enderezó las relaciones de la pareja.
Teo volvió a sus apremios maternales mientras Cipriano le insistía que le diera un plazo y asumiera un poco de sensatez. En su afán por facilitarle argumentos, Cipriano le recordó que su padre contaba con ocho años más que su tío Ignacio y había que imaginar que entre los dos nacimientos los abuelos habrían mantenido el mismo tipo de relaciones íntimas que antes y después.
Sin embargo, persuadido de que todo era inútil, visitó una tarde, por su cuenta, al doctor Galache.
Hubiera preferido hacerlo al que ayudó a traerle al mundo, al doctor Almenara, pero éste había fallecido once años atrás. El doctor Galache le sometió a reconocimiento y le dijo que todo era correcto, que estaba íntegro y que, con vistas a enriquecer la calidad del esperma, ingiriese una infusión de verbena y madreselva después de las comidas.
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