José Saramago - Las Intermitencias De La Muerte

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En un país cuyo nombre no será mencionado se produce algo nunca visto desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo letal, la gente deja de morir. La euforia colectiva se desata, pero muy pronto dará paso a la desesperación y al caos. Sobran los motivos. Si es cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo haya parado. El destino de los humanos será una vejez eterna. Se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los «acuerdos de caballeros» explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver… Arrancando una vez más de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del hombre ante la impostergable finitud de la existencia. Parábola de la corta distancia que separa lo efímero y lo eterno, Las intermitencias de la muerte bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no murió nadie».

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Sobre la mesa hay una lista de doscientos noventa y ocho nombres, algo menos que la media de costumbre, ciento cincuenta y dos hombres y ciento cuarenta y seis mujeres, un número igual de sobres y de hojas de papel de color violeta destinados a la próxima operación postal, o fallecimien-to-por-correo. La muerte añadió a la lista el nombre de la persona a quien se dirigía la carta que regresó a la procedencia, subrayó las palabras y posó la pluma en el portaplumas. Si tuviera nervios, podríamos decir que se encuentra ligeramente excitada y no sin motivos. Había vivido demasiado para considerar la devolución de la carta como un episodio sin importancia. Es fácil de entender, con un poco de imaginación será suficiente, que el puesto de trabajo de la muerte sea, por ventura, el más monótono de todos cuantos fueron creados desde que, por exclusiva culpa de dios, caín mató a abel. Después de tan deplorable acontecimiento, nada más empezar el mundo, que vino a demostrar qué difícil es vivir en familia, y hasta nuestros días, la cosa siguió repitiéndose, siglos, siglos y más siglos, reiterativa, sin pausa, sin interrupciones, sin solución de continuidad, diferente en las múltiples formas de pasar de la vida a la no vida, pero en el fondo siempre igual a sí misma, porque igual fue también el resultado. En realidad, nunca se ha visto que no muera quien tenga que morir. Y ahora, insólitamente, un aviso firmado por la muerte, de su propio puño y letra, un aviso en que se anunciaba el irrevocable e improrrogable fin de una persona, había sido devuelto a su origen, a esta sala donde la autora y signataria de la carta, sentada, envuelta en la melancólica mortaja que es su uniforme histórico, con una capucha por la cabeza, medita lo sucedido mientras los huesos de sus dedos, o sus dedos de huesos, tamborilean sobre la encimera de la mesa. Se sorprende un poco al desear que la carta otra vez enviada le venga nuevamente devuelta, que el sobre traiga, por ejemplo, la indicación de ausente en lugar incierto, porque eso sí sería una absoluta sorpresa para quien siempre consiguió descubrir dónde nos habíamos escondido, si de esa infantil manera alguna vez juzgamos poder escapar. No cree sin embargo que la supuesta ausencia le aparezca anotada en el reverso del sobre, aquí los archivos se van actualizando automáticamente con cada gesto y movimiento que hacemos, con cada paso que damos, cambio de casa, de estado, de profesión, de hábitos y costumbres, si fumamos o no fumamos, si comemos mucho, o poco, o nada, si somos activos o indolentes, si tenemos dolor de cabeza o acidez en el estómago, si sufrimos estreñimiento o diarreas, si se nos cae el pelo o nos toca el cáncer, si sí, si no, si tal vez, bastará abrir el cajón del fichero alfabético, procurar expediente adecuado, y ahí está todo. Y no nos sorprendamos si en el preciso instante en el que estuviéramos leyendo nuestro informe personal apareciera instantemente reflejado el golpe de angustia que de súbito nos ha petrificado. La muerte lo sabe todo a nuestro respecto, y quizá por eso sea triste. Si es cierto que nunca sonríe es porque le faltan los labios, y esta lección anatómica nos dice que, al contrario de lo que los vivos creen, la sonrisa no es una cuestión de dientes. Habrá quien diga, con humor menos macabro que de mal gusto, que lleva cincelada una especie de sonrisa permanente, pero eso no es verdad, lo que salta a la vista es una mueca de sufrimiento, porque el recuerdo del tiempo en que tenía boca, y la boca lengua, y la lengua saliva, le persigue continuamente. Con un breve suspiro se acercó una hoja de papel y comenzó a escribir la primera carta de este día, Querida señora, lamento comunicar que su vida terminará en el plazo irrevocable e improrrogable de una semana, le deseo que aproveche lo mejor que pueda el tiempo que le queda, su atenta servidora, muerte. Doscientas noventa y ocho hojas, doscientos noventa y ocho sobres, doscientas noventa y ocho descargas en la lista, no se podrá decir que un trabajo de éstos sea de morir, pero la verdad es que la muerte llegó al final exhausta. Con el gesto de la mano derecha que ya le conocemos hizo desaparecer las doscientas noventa y ocho cartas, luego, cruzando sobre la mesa los finos brazos, dejó caer la cabeza sobre ellos, no para dormir, que la muerte no duerme, sino para descansar. Cuando media hora más tarde, ya repuesta de la fatiga, la incorporó, la carta que había sido devuelta a procedencia y otra vez enviada, estaba nuevamente allí, ante sus órbitas atónitas y vacías.

Si la muerte soñó con la esperanza de alguna sorpresa que la distrajera de la pesadez de la rutina, estaba de suerte, aquí la tenía, y de las mejores. La primera devolución podría haber sido resultado de un simple accidente de camino, un rodezno fuera de eje, un problema de lubrificación, una carta azul celeste que tenía prisa por llegar y se puso delante, en fin, una de esas cosas inesperadas que pasan en el interior de las máquinas que, tal como sucede con el cuerpo humano, echan a perder los cálculos más exactos. El caso de la segunda devolución era diferente, mostraba con toda claridad que había un obstáculo en algún punto del camino que la debería haber llevado a la dirección del destinatario y que, al chocar con él, la carta regresaba. En el primer caso, dado que el retorno se verificó al día siguiente del envío, todavía se podía considerar la posibilidad de que el cartero, no habiendo encontrado a la persona a quien la carta debería ser entregada, en lugar de dejarla en el buzón o por debajo de la puerta, la hizo regresar al remitente, olvidándose de mencionar el motivo de la devolución. Serían demasiadas coincidencias, pero podría ser una buena explicación para lo sucedido. Ahora el caso ha cambiado de aspecto. Entre ir y venir la carta había tardado nada más que media hora, probablemente mucho menos, dado que ya se encontraba sobre la mesa cuando la muerte levantó la cabeza del duro amparo de los antebrazos, es decir, del cubito y del radio, que para eso mismo están entrelazados. Una fuerza ajena, misteriosa, incomprensible, parecía oponerse a la muerte de la persona, a pesar de que la fecha de su defunción estaba fijada, como para todo el mundo, desde el propio día de su nacimiento. Es imposible, dijo la muerte a la guadaña silenciosa, nadie en el mundo o fuera de él ha tenido nunca más poder que yo, yo soy la muerte, el resto es nada. Se levantó de la silla y se acercó al fichero, de donde volvió con el expediente sospechoso. No había ninguna duda, el nombre concordaba con el del sobre, la dirección también, la profesión era la de violonchelista, el estado civil en blanco, señal de que no estaba casado, ni viudo, ni divorciado, porque en los ficheros de la muerte nunca consta el estado de soltero, basta pensar lo estúpido que sería que naciera un niño, se le hiciera la ficha, y se escribiera, no la profesión, porque él todavía no sabrá cuál será su vocación, mas sí que el estado civil del recién nacido es el de soltero. En cuanto a la edad escrita en el expediente que la muerte tiene en las manos, se ve que, el violonchelista tiene cuarenta y nueve años. Ora bien, si todavía fuera necesaria una prueba del funcionamiento impecable de los archivos de la muerte, ahora mismo la vamos a tener, cuando, en una décima de segundo, o aún menos, ante nuestros ojos incrédulos, el número cuarenta y nueve fue sustituido por cincuenta. Hoy es el día del aniversario del violonchelista titular del expediente, flores le tenían que haber sido enviadas en vez de un anuncio de fallecimiento de aquí en ocho días. La muerte se levantó nuevamente, dio unas cuantas vueltas a la sala, dos veces paró ante donde se encontraba la guadaña, abrió la boca como para hablar con ella, pedirle una opinión, darle una orden, o simplemente decir que se sentía confusa, desconcertada, lo que, recordémoslo, no es nada de extrañar si pensamos en el tiempo que lleva en este oficio sin haber sufrido, hasta hoy, la menor falta de respeto del rebaño humano del que es soberana pastora. En este momento fue cuando la muerte tuvo el funesto presentimiento de que el accidente podría haber sido más grave de lo que a primera vista le había parecido. Se sentó a la mesa y comenzó a consultar, de delante hacia atrás, las listas mortuorias de los últimos ocho días. Enseguida, en la primera relación de nombres, la de ayer, y al contrario de lo que esperaba, vio que no constaba la del violonchelista. Siguió hojeando una, otra, otra, otra más, otra más todavía, y sólo en la octava lista, por fin, lo acabó encontrando. Erradamente pensó que el nombre debería encontrarlo en la lista de ayer, y ahora veía, con escándalo inaudito, que alguien que ya debería estar muerto hace dos días permanecía vivo. Y eso no era lo principal. El demonio del violonchelista, que desde que nació estaba destinado a morir joven, con apenas cuarenta y nueve primaveras, acababa de cumplir descaradamente los cincuenta, desacreditando así al destino, la fatalidad, la suerte, el horóscopo, el hado y todas las demás potencias que se dedican a contrariar, con todos los medios dignos e indignos, nuestra humanísima voluntad de vivir. Era realmente un descrédito total. Y ahora cómo voy a rectificar un desvío que no podía haber sucedido, si un caso así no tiene precedentes, si nada semejante está previsto en los reglamentos, se preguntaba la muerte, sobre todo porque él tenía que haber muerto con cuarenta y nueve años y no con los cincuenta que ya tiene. Se notaba que la pobre muerte estaba perpleja, desconcertada, que poco le faltaba para darse con la cabeza en las paredes de puro quebranto. En tantos millares de siglos de continua actividad, nunca tuvo un fallo operacional, y ahora, precisamente cuando había introducido algo nuevo en la relación clásica de los mortales con su auténtica y única causa mortis, su reputación, tan trabajosamente conquistada, acababa de sufrir el más duro de los golpes. Qué hacer, preguntó, imaginemos que el hecho de que él no muriera cuando debía lo haya colocado fuera de mi alcance, cómo voy a descalzarme esta bota. Miró a la guadaña, compañera de tantas aventuras y masacres, pero ella se hizo la desentendida -nunca respondía, y ahora, ausente del todo, como si se hubiera empachado del mundo, descansaba la lámina desgastada y herrumbrosa contra la pared blanca. Entonces fue cuando la muerte dio a luz su gran idea, Se suele decir que no hay una sin dos, ni dos sin tres, y que a la tercera va la vencida, veamos si realmente es como dicen. Hizo el gesto de despedida con la mano derecha, y la carta dos veces devuelta volvió a desaparecer. Ni dos minutos anduvo fuera. Ahí estaba, en el mismo lugar que antes. El cartero no pudo haberla introducido por debajo de la puerta, no tocó el timbre, y sin embargo, regresada, ahí estaba.

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