Finalmente, last but not least, la iglesia católica, apostólica y romana tenía muchos motivos para estar satisfecha consigo misma. Convencida desde el principio de que la abolición de la muerte sólo podría haber sido obra del diablo y de que para ayudar a Dios contra las obras del demonio nada es más poderoso que la perseverancia en las preces, puso de lado la virtud de la modestia que con no pequeño esfuerzo y sacrificio ordinariamente cultivaba, para felicitarse, sin reservas, por el éxito de la campaña nacional de oraciones cuyo objetivo, recordémoslo, fue rogar al señor Dios que providenciase el regreso de la muerte lo más rápidamente posible para ahorrarle a la pobre humanidad los peores horrores, fin de la cita. Las preces tardaron casi ocho meses en llegar al cielo, pero hay que pensar que sólo para llegar al planeta marte necesitamos seis, y el cielo, como es fácil de imaginar, deberá estar mucho más allá, a trece mil millones de años luz de distancia de la tierra, en números redondos. En la legítima satisfacción de la iglesia había, sin embargo, una sombra negra. Discutían los teólogos, y no se ponían de acuerdo, acerca de las razones que indujeron a Dios a mandar regresar súbitamente a la muerte, sin ni siquiera dar tiempo de llevar la extremaunción a los sesenta mil moribundos que, privados de la gracia del último sacramento, habían expirado en menos que cuesta decirlo. La duda de que Dios tendría autoridad sobre la muerte o, por el contrarío, la muerte sería el superior jerárquico de Dios, torturaba en sordina las mentes y los corazones del santo instituto, donde aquella osada afirmación de que Dios y la muerte eran las dos caras de la misma moneda fue considerada, más que una herejía, abominable sacrilegio. Esto era lo que se vivía por dentro. A los ojos del mundo lo que le preocupaba realmente a la iglesia era su participación en el funeral de la reina madre. Ahora que los sesenta y dos mil muertos comunes ya descansaban en sus últimas moradas y no entorpecían el tráfico de la ciudad, llegaba la hora de llevar a la veneranda señora, convenientemente encerrada en su ataúd de plomo, al panteón real. Como los periódicos no se olvidaron de escribir, se pasaba una página de la historia.
Es posible que sólo una educación esmerada, de esas que ya son raras, a la vez, quizá, que el respeto más o menos supersticioso que en las almas timoratas suele infundir la palabra escrita, haya llevado a los lectores, aunque motivos no les falten para manifestar explícitas señales de mal contenida impaciencia, a no interrumpir lo que tan profusamente venimos relatando y querer que se les diga qué estuvo haciendo la muerte desde la noche fatal en que anunció su regreso. Dado el importante papel que desempeñaron en estos antes nunca vistos sucesos, bien está que explicáramos con abundancia de pormenores cómo respondieron al súbito y dramático cambio de situación los hogares del feliz ocaso, los hospitales, las compañías de seguros, la maphia y la iglesia católica, sin embargo, a no ser que la muerte, teniendo en cuenta la enorme cantidad de difuntos que era necesario enterrar en las horas inmediatas, hubiera decidido, en un inesperado y loable gesto de simpatía, prolongar su ausencia durante algunos días más a fin de dar tiempo a que la vida girara en sus antiguos ejes, otra gente fallecida de fresca data, es decir, en los primeros días de la restauración del régimen, a la fuerza tendría que juntarse a los infelices que durante meses habían malvivido entre aquí y allí, y de esos nuevos muertos, como impone la lógica, deberíamos tener que hablar. Pero no sucedió tal, la muerte no fue tan generosa. El motivo de la pausa de ocho días, en la que nadie murió y que empezó creando la falaz ilusión de que nada había cambiado, resultaba simplemente de las actuales pautas de relación entre la muerte y los mortales, o sea, que todos recibirían aviso de antemano de que aún disponían de una semana de vida hasta el vencimiento de la libranza, por decirlo de alguna manera, para resolver sus asuntos, hacer testamento, pagar los impuestos atrasados y despedirse de la familia y de los amigos más cercanos. En teoría parecía una buena idea, pero la práctica no tardaría en demostrar que no lo era tanto. Figúrense una persona, de esas que gozan de espléndida salud, de esas que nunca han tenido un dolor de cabeza, optimistas por principio y por claras y objetivas razones, y que, una mañana, al salir de casa para el trabajo, encuentra en la calle al diligente cartero de su zona, que le dice, Menos mal que lo veo, señor fulano, traigo una carta para usted, e inmediatamente ve aparecer en sus manos un sobre de color violeta al que en principio tal vez no le diera especial atención, ya que podría tratarse de una impertinencia más de los señores de la publicidad directa, de no ser por la extraña caligrafía con que su nombre está escrito, igualita a la del famoso fax publicado en el periódico. Si el corazón le da un salto del susto, si lo invade el presentimiento lúgubre de una desgracia sin remedio, y quiere, por eso, negarse a recibir la carta, no lo conseguirá, será entonces como si alguien, sujetándolo suavemente por el codo, lo estuviera ayudando a bajar el escalón, a evitar la piel del plátano en el suelo, a doblar la esquina sin tropezar con los propios pies. Tampoco merece la pena romperla en pedazos, ya se sabe que las cartas de la muerte son por definición indestructibles, ni un soplete de acetileno funcionando a máxima potencia sería capaz de entrar en ellas, y el ardid ingenuo de fingir que se le cae de la mano sería igualmente inútil porque la carta no se deja soltar, queda como pegada a los dedos, y si, por un milagro, lo contrario pudiera suceder, de más es sabido que aparecería enseguida un ciudadano de buena voluntad para recogerla y correr tras el falso distraído diciéndole, Creo que esta carta le pertenece, tal vez sea importante, y él debería responder melancólicamente, Sí, es importante, muchas gracias por su atención. Aunque esto sólo podía haber sucedido al principio, cuando todavía pocos sabían que la muerte estaba utilizando el servicio postal público como mensajero de sus fúnebres situaciones. En pocos días, el color violeta se iba a convertir en el más execrable de todos los colores, más todavía que el negro, pese a que éste signifique luto, lo que es fácilmente comprensible si pensamos que el luto se lo ponen los vivos y no los muertos, incluso cuando a éstos los entierren vestidos de traje negro. Imagínense la perturbación, el desconcierto, la perplejidad de quien iba a su trabajo y ve de repente cómo le salta la muerte en la figura de un cartero que nunca llamará dos veces, éste tiene suficiente, si la casualidad no lo lleva a encontrarse con el destinatario en la calle, con introducir la carta en el buzón del inquilino en cuestión o pasarla, deslizándola, por debajo de la puerta. El hombre está allí inmóvil, en medio de la acera, con su estupenda salud, su sólida cabeza, tan sólida que ni siquiera ahora le duele a pesar del terrible choque, de repente el mundo ha dejado de pertenecerle o él de pertenecer al mundo, pasaron a estar prestados el uno al otro durante ocho días, nada más que ocho días, lo dice esta carta color violeta que resignadamente acaba de abrir, los ojos nublados de lágrimas, apenas consigue descifrar lo que está escrito, Querido señor, lamento comunicarle que su vida acabará en el plazo irrevocable e improrrogable de una semana, aproveche lo mejor que pueda el tiempo que le queda, su atenta servidora, muerte. La firma viene con inicial minúscula, lo que, como sabemos, representa, de alguna forma, su certificado de origen. Duda el hombre, señor fulano le llamó el cartero, luego es de sexo masculino, y más tarde lo confirmamos nosotros, duda el hombre si deberá regresar a casa y desahogar con la familia la irremediable pena, o si, por el contrario, tendrá que tragarse las lágrimas y proseguir su camino, ir hasta donde el trabajo lo espera, cumplir todos los días que le restan, entonces podrá preguntar, Muerte, dónde está tu victoria, sabiendo no obstante que no recibirá respuesta, porque la muerte nunca responde, y no es porque no quiera, es sólo porque no sabe lo que ha de decir delante del mayor dolor humano.
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