José Saramago - Las Intermitencias De La Muerte

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En un país cuyo nombre no será mencionado se produce algo nunca visto desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo letal, la gente deja de morir. La euforia colectiva se desata, pero muy pronto dará paso a la desesperación y al caos. Sobran los motivos. Si es cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo haya parado. El destino de los humanos será una vejez eterna. Se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los «acuerdos de caballeros» explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver… Arrancando una vez más de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del hombre ante la impostergable finitud de la existencia. Parábola de la corta distancia que separa lo efímero y lo eterno, Las intermitencias de la muerte bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no murió nadie».

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Los representantes de las empresas funerarias, entierros, incineraciones y traslados, servicio permanente, se reunirán a la misma hora en la sede de la corporación. Confrontados con el desmesurado y nunca antes experimentado desafío profesional que representará la muerte simultánea y el subsecuente despacho fúnebre de miles de personas en todo el país, la única solución seria que se les plantea, además de altamente beneficiosa desde el punto de vista económico gracias al abaratamiento racional de costos, será poner en juego, de forma conjunta y ordenada, los recursos de personal y los medios tecnológicos de que disponen, en suma, la logística, estableciendo de camino cuotas proporcionales de participación en la tarta, como graciosamente dirá el presidente de la asociación del ramo, con discreto, aunque sonriente, aplauso de la compañía. Habrá que tener en cuenta, por ejemplo, que la producción de cajas, tumbas, ataúdes, féretros y catafalcos para uso humano se encuentra estancada desde el día en que las personas dejaron de morir y que, en el improbable caso de que todavía queden existencias en alguna carpintería de gerencia conservadora, será como la pequeña rosette de malherbe, que, convertida en rosa, no puede durar más que la brevedad de una mañana. La cita literaria fue obra del presidente, que, sin venir mucho a cuento, pero provocando los aplausos de la asistencia, dijo a continuación, Sea como sea, ha terminado para nosotros la vergüenza de andar enterrando a perros, gatos y canarios domésticos, Y papagayos, dijo una voz desde el fondo, Y papagayos, asintió el presidente, Y pececitos tropicales, recordó otra voz, Eso fue sólo después de la polémica que levantó el espíritu que paira sobre el agua del acuario, corrigió el secretario de la mesa, a partir de ahora se los darán a los gatos, por aquello de lavoisier, cuando dijo que en la naturaleza nada se cría y nada se pierde, todo se transforma. No se llegó a saber a qué extremos podrían llegar los alardes de almanaque de las funerarias allí reunidas porque uno de sus representantes, preocupado con el tiempo, veintidós horas y cuarenta y cinco minutos en su reloj, levantó el brazo para proponer que se telefonease a la asociación de carpinteros para preguntarles cómo estaban de ataúdes, Necesitamos saber con qué podremos contar a partir de mañana, concluyó. Como era de esperar, la propuesta fue calurosamente acogida, pero el presidente, disimulando mal el despecho porque la idea no fue suya, observó, Lo más seguro es que no haya nadie en los carpinteros a estas horas, Permítame que lo dude, señor presidente, las mismas razones que nos han reunido aquí habrán hecho que ellos se reúnan. Acertaba de lleno el proponente. De la corporación de los carpinteros respondieron que habían alertado a los respectivos asociados nada más oír la lectura de la carta de la muerte, llamando la atención para la conveniencia de restablecer en el plazo más corto posible la fabricación de cajería fúnebre, y que, de acuerdo con las informaciones que estaban recibiendo continuamente, no sólo muchas empresas habían convocado a sus trabajadores, sino que también se encontraban ya en plena elaboración la mayor parte de ellas. Va contra el horario de trabajo, dijo el portavoz de la corporación, pero, considerando que se trata de una situación de emergencia nacional, nuestros abogados tienen la seguridad de que el gobierno no tendrá otro remedio que cerrar los ojos y que además nos lo agradecerá, lo que no podremos garantizar, en esta primera fase, es que los ataúdes que ofrezcamos tengan la misma calidad de acabado a que teníamos acostumbrados a nuestros clientes, los pulimentos, los barnices y los crucifijos exteriores tendrán que quedarse para la fase siguiente, cuando la presión de los entierros comience a disminuir, de todos modos somos conscientes de la responsabilidad de ser una pieza fundamental en este proceso. Se oyeron nuevos y todavía más calurosos aplausos en la reunión de los representantes de las funerarias, ahora sí, ahora había un motivo para felicitarse mutuamente, ningún cuerpo quedaría sin entierro, ninguna factura sin cobrar. Y los sepultureros, preguntó el de la propuesta, Los sepultureros harán lo que se les mande, respondió irritado el presidente. No era así exactamente. Por otra llamada telefónica se supo que los sepultureros exigían un aumento sustancial del salario y el pago por triplicado de las horas extraordinarias. Eso es cosa de los ayuntamientos, que se las arreglen como puedan, dijo el presidente. Y si llegamos al cementerio y no hay nadie para abrir sepulturas, preguntó el secretario. La discusión prosiguió encendida. A las veintitrés horas y cincuenta minutos el presidente tuvo un infarto de miocardio. Murió con la última campanada de la medianoche.

Mucho más que una hecatombe. Durante siete meses, que fueron tantos los que duró la tregua unilateral de la muerte, se fueron acumulando en una nunca vista lista de espera más de sesenta mil moribundos, para ser exactos sesenta y dos mil quinientos ochenta, que descansaron en paz por obra de un instante único, de un segundo de tiempo cargado de una potencia mortífera que exclusivamente encontraría comparación en ciertas reprobables acciones humanas. A propósito, no nos resistiremos a recordar que la muerte, por sí misma, sola, sin ninguna ayuda exterior, siempre ha matado mucho menos que el hombre. Tal vez algún espíritu curioso se esté preguntando cómo hemos conseguido obtener la precisa cantidad de sesenta y dos mil quinientas ochenta personas que cerraron los ojos al mismo tiempo y para siempre. Fue muy fácil. Sabiéndose que el país donde todo esto pasa tiene alrededor de diez millones de habitantes y que la tasa de mortalidades es más o menos de diez por mil, dos simples operaciones de aritmética, de las más elementales, la multiplicación y la división, a la par de una cuidadosa ponderación de las proporciones intermedias mensuales y anuales, nos han permitido obtener, cifra arriba o cifra abajo, una estrecha horquilla numérica en la que la cantidad indicada se presenta como media razonable, y si decimos razonable es porque también hubiéramos podido adoptar los números colaterales de sesenta y dos mil quinientas setenta y nueve o de sesenta y dos mil quinientas ochenta y una personas si la muerte del presidente de la corporación de funerarias, por inesperada y a última hora, no hubiera introducido en nuestros cálculos un factor de perturbación. De todos modos, confiamos en que la verificación de los óbitos, iniciada en las primeras horas del día siguiente, confirme la exactitud de las cuentas hechas. Otro espíritu curioso, de los que siempre interrumpen al narrador, se preguntará cómo podían saber los médicos a qué direcciones deberían acudir para ejecutar una obligación sin cuyo cumplimiento un muerto no está legalmente muerto, aunque sea indiscutible que muerto está. En ciertos casos, excusado sería decirlo, fueron las propias familias del difunto las que llamaron a su médico asistente o de cabecera, pero ese recurso forzosamente tendría un alcance muy reducido, dado que lo que se pretendía era oficializar en tiempo récord una situación anómala, para que no se confirmara, una vez más, el dicho que asevera que una desgracia nunca viene sola, lo que, aplicado a la situación, significaría que tras la muerte súbita, putridez en casa. Fue entonces cuando se demostró que no es por casualidad por lo que un primer ministro llega a tan altas funciones, y que, como no se ha cansado de afirmar la infalible sabiduría de las naciones, cada pueblo tiene el gobierno que se merece, debiendo con todo observarse, en este particular, y para completa clarificación del asunto, que si es verdad que los primeros ministros, para bien o para mal, no son todos iguales, tampoco es menos verdad que los pueblos no son siempre lo mismo. En una palabra, tanto en un caso como en otro, depende. O es según, si se prefiere decirlo en dos palabras. Como se verá, cualquier observador, incluso uno no especialmente propenso a la imparcialidad de los juicios, no tendría la menor duda en reconocer que el gobierno supo estar a la altura de la gravedad de la situación. Todos recordaremos que en la alegría de aquellos primeros y deliciosos días de inmortalidad, al final tan breves, a que este pueblo inocentemente se entregó, una señora, viuda de poco tiempo, tuvo la ocurrencia de celebrar esa felicidad nueva colgando del florido balcón de su comedor, ese que daba a la calle principal, la bandera nacional. También recordaremos cómo el abanderamiento, en menos de cuarenta y ocho horas, como un reguero de pólvora, como una nueva epidemia, se extendió por todo el país. Pasados estos siete meses de continuas y mal sufridas desilusiones, pocas banderas habían sobrevivido, e, incluso ésas, reducidas a melancólicos harapos, con los colores comidos por el sol y deslucidos por la lluvia, además de lamentablemente descompuesta la arquitectura del emblema. Dando prueba de un admirable espíritu previsor, el gobierno, entre otras medidas de urgencia destinadas a suavizar los daños colaterales del inopinado regreso de la muerte, recuperó la bandera de la patria como indicativo de que allí, en aquel piso tercero izquierda, había un muerto a la espera. Así industriadas, las familias que habían sido heridas por la odiosa parca mandaron a la tienda a uno de los suyos para comprar el símbolo, lo colocaron en la ventana y, mientras apartaban las moscas de la cara del fallecido, se pusieron a esperar al médico que vendría a certificar el óbito. Reconózcase que la idea, además de eficaz, era de la más extrema elegancia. Los médicos de cada ciudad, villa, aldea o simple lugar, en coche, a bicicleta o a pie, sólo tenían que recorrer las calles con el ojo atento a la bandera, subir a la casa señalada y, habiendo comprobado la defunción a vista desarmada, sin ayuda de instrumentos, porque otros exámenes del cuerpo más profundos eran imposibles debido a la urgencia, dejaban un papel firmado con que tranquilizar a las funerarias acerca de la naturaleza específica de la materia prima, es decir, que si a esta enlutada casa venían en busca de liebre, no sería gato lo que se llevarían. Como ya se habrá percibido, la buena ocurrencia de utilizar la bandera nacional tiene una doble finalidad y una doble ventaja. Habiéndole servido de guía a los médicos, ahora iba a ser farol para los empaquetadores del difunto. En el caso de las ciudades mayores y sobre todo en la capital, metrópolis desproporcionada en relación al pequeño tamaño del país, la división del espacio urbano en cantones, para establecer las cuotas proporcionales de participación en la tarta, como con fino espíritu dijo el desafortunado presidente de la asociación de funerarias, facilitó enormemente la tarea de los portadores de carga humana en su carrera contra el tiempo. Otro efecto subsecuente de la bandera, no previsto, no esperado, pero que demostró hasta qué punto podemos estar equivocados cuando nos dedicamos a cultivar el escepticismo de tipo sistemático, fue el virtuoso gesto de unos cuantos ciudadanos respetuosos de las más arraigadas tradiciones de esmerada conducta social y que todavía usaban sombrero, de descubrirse al pasar ante las engalanadas ventanas, dejando en el aire la duda admirable de si lo hacían por el fallecido o por el símbolo vivo y sagrado de la patria.

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