José Saramago - Las Intermitencias De La Muerte

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En un país cuyo nombre no será mencionado se produce algo nunca visto desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo letal, la gente deja de morir. La euforia colectiva se desata, pero muy pronto dará paso a la desesperación y al caos. Sobran los motivos. Si es cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo haya parado. El destino de los humanos será una vejez eterna. Se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los «acuerdos de caballeros» explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver… Arrancando una vez más de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del hombre ante la impostergable finitud de la existencia. Parábola de la corta distancia que separa lo efímero y lo eterno, Las intermitencias de la muerte bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no murió nadie».

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El sobre se encontraba en la mesa del director general de la televisión cuando la secretaria entró en el despacho. Era de color violeta, luego fuera de lo común, y el papel, de tipo gofrado, imitaba la textura del lino. Parecía antiguo y daba la impresión de que ya había sido utilizado antes. No tenía ninguna dirección, tanto de remitente, lo que a veces sucede, como de destinatario, lo que no sucede nunca, y estaba en un despacho cuya puerta, cerrada con llave, acababa de ser abierta en ese momento, y donde nadie podría haber entrado durante la noche. Al darle la vuelta para ver si había algo escrito por detrás, la secretaria se sintió pensando, con una difusa sensación de lo absurdo que era pensarlo y haberlo sentido, que el sobre no estaba allí en el momento en que introdujo la llave e hizo funcionar el mecanismo de la cerradura. Qué disparate, murmuró, no reparé en que estaba aquí cuando salí ayer. Pasó los ojos por el despacho para ver si todo se encontraba en orden y se retiró a su lugar de trabajo. En su calidad de secretaria, y de confianza, estaba autorizada a abrir aquel o cualquier otro sobre, y más si no tenía ninguna indicación de carácter restrictivo, como serían las de personal, reservado o confidencial, pero no lo hizo, y no comprendía por qué. Dos veces se levantó de su sillón y entreabrió la puerta del despacho. El sobre seguía allí. Me estoy volviendo maniática, será efecto del calor, pensó, que venga ya él y se acabe el misterio. Se refería al jefe, al director general que tardaba. Eran las diez y cuarto cuando finalmente apareció.

No era persona de muchas palabras, llegaba, daba los buenos días e inmediatamente entraba en su despacho, donde la secretaria tenía orden de pasar sólo cinco minutos después, el tiempo que él consideraba necesario para ponerse cómodo y encender el primer cigarro de la mañana. Cuando la secretaria entró, el director todavía tenía puesto el abrigo y no fumaba. Sostenía con las dos manos una hoja de papel del mismo color que el sobre, y las dos manos temblaban. Volvió la cabeza hacia la secretaria que se aproximaba, pero fue como si no la reconociese. De repente extendió un brazo con la mano abierta para hacerla detenerse y le dijo con una voz que parecía salir de otra garganta, Salga inmediatamente, cierre la puerta y no deje entrar a nadie, a nadie, me ha oído, sea quien sea. Solícita, la secretaria quiso saber si había algún problema, pero él le interrumpió la palabra con violencia, No me ha oído decirle que salga, preguntó. Y casi gritando, Salga ahora, ya. La pobre señora se retiró con lágrimas en los ojos, no estaba habituada a que la tratase de este modo, es cierto que el director, como todo el mundo, tiene sus defectos, pero es una persona generalmente bien educada, a las secretarias no suele faltarles al respeto. Es por algo que viene en la carta, no tiene otra explicación, pensó mientras buscaba un pañuelo para enjugarse las lágrimas. No se equivocaba. Si se atreviera a entrar otra vez en el despacho vería al director general andando rápidamente de un lado para otro, con expresión de desvarío en la cara, como si no supiera qué hacer y al mismo tiempo tuviera la conciencia clara de que sólo él, y nadie más, podría hacerlo. El director miró el reloj, miró la hoja de papel, murmuró en voz muy baja, casi en secreto, Todavía hay tiempo, todavía hay tiempo, después se sentó para releer la carta misteriosa mientras se pasaba con gesto mecánico la mano libre por la cabeza, como si quisiera cerciorarse de que todavía la tenía en su lugar, de que no la había perdido engullida por la vorágine de miedo que le retorcía el estómago. Acabó de leerla, se quedó con los ojos perdidos en el vacío, pensando, Tengo que hablar con alguien, después acudió a su mente, en su socorro, la idea de que tal vez se tratara de una broma, de una broma de pésimo gusto, un telespectador descontento, como hay tantos, y para colmo con imaginación morbosa, quien tiene responsabilidades directivas en la televisión sabe muy bien que por ahí no todo es un mar de rosas, Pero no es a mí a quien se le escribe para desahogarse, pensó. Como es natural, este pensamiento le indujo a descolgar el teléfono para preguntarle a la secretaria, Quién ha traído esta carta, No lo sé, señor director, cuando llegué y abrí la puerta de su despacho, como hago siempre, ya estaba ahí, Pero eso es imposible, durante la noche nadie tiene acceso a este despacho, Así es, señor director, Entonces cómo se lo explica, No me lo pregunte a mí, señor director, hace unos momentos quise decirle lo que había pasado, pero ni siquiera me dio tiempo, Reconozco que fui un poco brusco, perdone, No tiene importancia, señor director, pero me ha dolido. El director general volvió a perder la paciencia, Si le dijera lo que tengo aquí, entonces iba a saber lo que es doler. Y colgó. Volvió a mirar el reloj, después se dijo a sí mismo, Es la única salida, no veo otra, hay decisiones que no me compete tomar a mí. Abrió una agenda, buscó el número que le interesaba, lo encontró, Aquí está, dijo. Las manos seguían temblándole, le costó acertar con los números y más aún acertar con la voz cuando del otro lado le respondieron, Páseme con el despacho del primer ministro, pidió, soy el director de televisión, el director general. Atendió el jefe de gabinete, Buenos días, señor director, encantado de oírlo, en qué puedo serle útil, Necesito que el primer ministro me reciba lo más rápidamente posible para un asunto de extrema urgencia, Puede decirme de qué se trata para que se lo transmita al señor primer ministro, Lo lamento, pero es imposible, el asunto, además de urgente, es estrictamente confidencial, No obstante, si me da una idea, Tengo en mi poder, aquí, delante de estos ojos que la tierra se han de comer, un documento de trascendente importancia nacional, si esto que le estoy diciendo no es suficiente, si no es bastante para que me ponga ahora mismo en comunicación con el primer ministro dondequiera que se encuentre, temo mucho por su futuro personal y político, Así de serio es, Sólo le digo que, a partir de este momento, cada minuto que pase es de su exclusiva responsabilidad, Voy a ver qué puedo hacer, el señor primer ministro está muy ocupado, Pues entonces desocúpelo, si quiere ganar una medalla, Inmediatamente, Me quedo a la espera, Puedo hacerle otra pregunta, Por favor, qué más quiere saber todavía, Por qué ha dicho estos ojos que la tierra se han de comer, eso era antes, No sé lo que usted era antes, pero sé lo que es ahora, un rematado idiota, páseme al primer ministro, ya. La insólita dureza de las palabras del director general muestra hasta qué punto su espíritu se encuentra alterado. Es como si se hubiera apoderado de él una especie de obnubilación, no se reconoce, no comprende cómo es posible que haya insultado a alguien por el simple hecho de expresar una pregunta absolutamente razonable, tanto en los términos como en la intención. Tengo que pedirle disculpas, pensó arrepentido, mañana podré necesitarlo. La voz del primer ministro sonó impaciente, Qué pasa, preguntó, los problemas de la televisión, por lo que sé, no son asunto mío, No se trata de la televisión, señor primer ministro, tengo una carta, Sí, ya me han dicho que tiene una carta, y qué quiere que haga, Sólo le pido que la lea, nada más, el resto, usando sus propias palabras, no es asunto mío, Lo noto nervioso, Sí, señor primer ministro, estoy más que nervioso, Y qué dice esa misteriosa carta, No se lo puedo decir por teléfono, La línea es segura, Incluso así no le diré nada, toda cautela es poca, Entonces mándemela, Se la entregaré en mano, no quiero correr el riesgo de enviarla con un mensajero, Yo le mando alguien de aquí, mi jefe de gabinete, por ejemplo, persona más cercana será difícil, Señor primer ministro, por favor, no estaría aquí incomodándolo si no tuviera un motivo muy serio, necesito que me reciba, Cuándo, Ahora mismo, Estoy ocupado, Señor primer ministro, por favor, Bien, ya que insiste, venga, espero que el misterio valga la pena, Gracias, voy corriendo. El director general colgó el teléfono, metió la carta en el sobre, se la guardó en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta y se levantó. Las manos ya no le temblaban, pero la frente la tenía bañada en sudor. Se limpió la cara con el pañuelo, después llamó a la secretaria por el teléfono interior, le dijo que iba a salir, que pidiera su coche. El hecho de haberle pasado la responsabilidad a otra persona lo calmaba un poco, dentro de media hora su papel en este asunto habrá terminado. La secretaria abrió la puerta, El coche le espera, señor director, Gracias, no sé cuánto tiempo tardaré, tengo un encuentro con el primer ministro, pero esta información es sólo para usted, Quédese tranquilo, señor director, no diré nada, Hasta luego, Hasta luego, señor director, que todo salga bien, Como están las cosas, ya no sabemos ni lo que está bien ni lo que está mal, Tiene razón, A propósito, cómo se encuentra su padre, En la misma situación, señor director, sufrir, no parece sufrir, pero parece que está a punto de expirar, de extinguirse, ya lleva dos meses en ese estado, y, en vistas de lo que sucede, lo único que puedo hacer es esperar mi turno para que me acuesten en una cama junto a la suya, Quién sabe, dijo el director, y salió.

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