José Saramago - Las Intermitencias De La Muerte

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En un país cuyo nombre no será mencionado se produce algo nunca visto desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo letal, la gente deja de morir. La euforia colectiva se desata, pero muy pronto dará paso a la desesperación y al caos. Sobran los motivos. Si es cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo haya parado. El destino de los humanos será una vejez eterna. Se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los «acuerdos de caballeros» explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver… Arrancando una vez más de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del hombre ante la impostergable finitud de la existencia. Parábola de la corta distancia que separa lo efímero y lo eterno, Las intermitencias de la muerte bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no murió nadie».

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Eran casi las veinte horas y treinta minutos cuando el director general llamó al responsable de informativos para comunicarle que esa noche el telediario se abriría con la lectura de un comunicado del gobierno al país, del que, como es habitual, se encargaría el presentador correspondiente, tras lo cual, él mismo, director general, leería otro documento, complementario del primero. Si al responsable de informativos el procedimiento le pareció anormal, desusado, fuera de lo corriente, no lo dio a entender, se limitó a pedir los documentos para ser introducidos en el teleprompter, ese meritorio aparato que permite crear la pretenciosa ilusión de que el comunicante se está dirigiendo directa y únicamente a cada una de las personas que lo escuchan. El director general respondió que en este caso el teleprompter no iba a ser utilizado, Haremos la lectura a la moda antigua, dijo, y añadió que entraría en el estudio a las veinte horas y cincuenta y cinco minutos exactos, momento en que entregaría el comunicado del gobierno al presentador, a quien ya le habrían sido dadas instrucciones rigurosas para sólo abrir la carpeta que lo contenía en el momento de su lectura. El responsable de informativos pensó que, ahora sí, había motivo para mostrar un cierto interés por el asunto, Es tan importante, preguntó, En media hora lo sabrá, Y la bandera, señor director general, quiere que mande que la coloquen tras el sillón donde ha de sentarse, No, nada de banderas, no soy ni jefe del gobierno ni ministro, Ni rey, sonrió el jefe de informativos con aires de lisonjera complicidad, como si quisiera dar a entender que rey, sí, lo era, pero de la televisión nacional. El director general hizo como que no lo había oído, Puede irse, dentro de veinte minutos estaré en el estudio, No habrá tiempo para que lo maquillen, No quiero ser maquillado, la lectura será bastante breve y los telespectadores, en ese momento, tendrán más cosas en que pensar que si mi cara está maquillada o no, Muy bien, lo que usted mande, En todo caso, tome precauciones para que los focos no me hagan ojeras, no me gustaría que me vieran en la pantalla con aspecto de desenterrado, hoy menos que en ninguna otra ocasión.

A las veinte horas y cincuenta y cinco minutos el director general entró en el estudio, le entregó al presentador la carpeta con el comunicado del gobierno y se sentó en el lugar que le estaba destinado. Atraídas por lo insólito de la situación, la noticia, como era de esperar, había circulado, había en el estudio muchas más personas de lo que era habitual. El realizador ordenó silencio. A las veintiuna horas exactas surgió, acompañada por su inconfundible sintonía, la fulgurante cabecera del telediario, una variada y velocísima secuencia de imágenes con las que se pretendía convencer al telespectador de que aquella televisión, a su servicio veinticuatro horas al día, estaba, como antiguamente se decía de la divinidad, en todas partes y a todas partes mandaba noticias. En el mismo instante en que el presentador acabó de leer el comunicado del gobierno, la cámara número dos puso al director general en la pantalla. Se notaba que estaba nervioso, que tenía la garganta cerrada. Carraspeó un poco para limpiarse la voz y comenzó a leer, señor director general de la televisión nacional, estimado señor, para los efectos que las personas interesadas estimen convenientes le informo de que a partir de la medianoche de hoy se volverá a morir tal como sucedía, sin protestas notorias, desde el principio de los tiempos y hasta el día treinta y uno de diciembre del año pasado, debo explicarle que la intención que me indujo a interrumpir mi actividad, la de parar de matar, a envainar la emblemática guadaña que imaginativos pintores y grabadores de otros tiempos me pusieron en la mano, fue ofrecer a esos seres humanos que tanto me detestan una pequeña muestra de lo que para ellos sería vivir siempre, es decir, eternamente, aunque, aquí entre nosotros dos, señor director general de la televisión nacional, tenga que confesarle mi total ignorancia acerca de si las dos palabras, siempre y eternamente, son tan sinónimas cuanto en general se cree, ahora bien, pasado este periodo de algunos meses que podríamos llamar de prueba de resistencia o de tiempo gratuito y teniendo en cuenta los lamentables resultados de la experiencia, ya sea desde un punto de vista moral, es decir, filosófico, ya sea desde un punto de vista pragmático, es decir, social, he considerado que lo mejor para las familias y para la sociedad en su conjunto, tanto en sentido vertical, como en sentido horizontal, es hacer público el reconocimiento de la equivocación de que soy responsable y anunciar el inmediato regreso a la normalidad, lo que significa que a todas aquellas personas que ya deberían estar muertas, pero que, con salud o sin ella, han permanecido en este mundo, se les apagará la candela de la vida cuando se extinga en el aire la última campanada de la medianoche, nótese que la referencia a la campanada de la medianoche es meramente simbólica, no vaya a ser que a alguien se le pase por la cabeza la idea estúpida de parar los relojes de los campanarios o de quitarle el badajo a las campanas pensando que de esa manera detendría el tiempo y podría contradecir lo que es mi decisión irrevocable, esta de devolver el supremo miedo al corazón de los hombres la mayor parte de las personas que antes se encontraban en el estudio ya había desaparecido, y las que todavía quedaban cuchicheaban unas con otras, sus murmullos siseaban sin que al realizador, él mismo con la boca abierta de puro pasmo, se le ocurriera mandar callar con ese gesto furioso que era su costumbre usar en circunstancias obviamente mucho menos dramáticas luego resígnense y mueran sin discutir porque de nada les valdría, sin embargo, hay un punto en que siento que tengo la obligación de reconocer mi error, y tiene que ver con el injusto y cruel procedimiento que venía siguiendo, que era quitarle la vida a las personas a traición, sin aviso previo, sin decir agua va, comprendo que se trataba de una indecente brutalidad, cuántas veces no di tiempo ni siquiera para que hicieran testamento, es cierto que en la mayoría de los casos les mandaba una enfermedad que abriera camino, pero las enfermedades tienen algo curioso, los seres humanos siempre esperan librarse de ellas, de modo que ya cuando es demasiado tarde acaban sabiendo que ésa iba a ser la última, en fin, a partir de ahora todo el mundo estará prevenido de la misma manera y tendrá un plazo de una semana para poner en orden lo que todavía le queda de vida, hacer testamento y decir adiós a la familia, pidiendo perdón por el mal hecho o haciendo las paces con el primo con el que estaba de relaciones cortadas desde hace veinte años, dicho esto, señor director general de la televisión nacional, sólo me queda pedirle que haga llegar hoy mismo a todos los hogares del país este mi mensaje autógrafo, que firmo con el nombre con que generalmente se me conoce, muerte.

El director general se levantó del sillón cuando vio que ya no estaba en pantalla, dobló la copia de la carta y se la guardó en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta. Notó que se le acercaba el realizador, pálido, con el rostro descompuesto, Así que era esto, decía en un murmullo casi inaudible, así que era esto. El director general asintió en silencio y se dirigió a la salida. No oyó las palabras que el locutor comenzó a balbucear, Acaban de escuchar, y después las noticias que habían dejado de tener importancia porque nadie en el país les estaba dando la menor atención, en las casas en que había un enfermo terminal las familias se reunieron en torno a la cabecera del infeliz, aunque no podían decirle que moriría de ahí a tres horas, no podían decirle que ya podía aprovechar el tiempo para hacer el testamento al que siempre se había negado o si quería que llamaran al primo para hacer las paces, tampoco podían practicar la hipocresía habitual como era preguntar si se sentía mejor, se quedaban contemplando la pálida y blanda cara, después miraban el reloj a hurtadillas, a la espera de que el tiempo pasara y de que el tren del mundo regresara a los carriles habituales para hacer el viaje de siempre. Y no fueron pocas las familias que habiéndole pagado ya a la maphia para que les retirara el triste despojo, y suponiendo, en el mejor de los casos, que no se iban a poner a llorar el dinero perdido, veían como, si hubieran tenido un poco más de caridad y paciencia, les habría salido gratis el despeje. En las calles había enormes alborozos, se veían personas paradas, aturdidas, desorientadas, sin saber hacia qué lado huir, otras lloraban desconsoladamente, otras abrazadas, como si hubieran decidido comenzar allí las despedidas, otras discutían si la culpa de todo esto no la tendría el gobierno, o la ciencia médica, o el papa de roma, un escéptico protestaba que no había memoria de que la muerte hubiera escrito jamás una carta y que era necesario hacerle con urgencia el análisis de la caligrafía porque, decía, una mano compuesta de trochos de huesos nunca podría escribir de la misma manera que lo hubiera hecho una mano completa, auténtica, viva, con sangre, venas, nervios, tendones, piel y carne, y que si era cierto que los huesos no dejan impresiones digitales en el papel y por tanto por ahí no se podría identificar al autor de la carta, un examen de ADN tal vez lanzase alguna luz sobre esta inesperada manifestación epistolar de un ser, si la muerte lo es, que había estado en silencio toda la vida. En este mismo momento el primer ministro está hablando con el rey por teléfono, le explica las razones por las que había decidido no darle conocimiento de la carta de la muerte, y el rey responde que sí, que comprende perfectamente, entonces el primer ministro le dice que siente mucho el funesto desenlace que la última campanada de la medianoche impondrá a la periclitante vida de la reina madre, y el rey encoge los hombros, que para poca vida, más vale ninguna, hoy ella, mañana yo, sobre todo ahora que el príncipe heredero da señales de impaciencia, pregunta cuándo llegará su turno de ser rey constitucional. Después de terminada esta conversación íntima, con toques de inusual sinceridad, el primer ministro dio instrucciones a su jefe de gabinete para convocar a todos los miembros del gobierno a una reunión de máxima urgencia, los quiero aquí en tres cuartos de hora, a las diez en punto, dijo, tenemos que discutir, aprobar y poner en marcha los paliativos necesarios para aminorar las confusiones y guirigáis de todas las especies que la nueva situación inevitablemente creará en los próximos días, Se refiere a la cantidad de personas fallecidas que va a ser necesario evacuar en ese plazo cortísimo, señor primer ministro, Eso es lo menos importante, querido amigo, para resolver los problemas de esa naturaleza están las funerarias, es más, para ellas ha acabado la crisis, deben de estar muy contentas calculando lo que van a ganar, así que ellas enterrarán a los muertos, como les compete, mientras nosotros nos ocupamos de los vivos, por ejemplo, organizando equipos de psicólogos que ayuden a las personas a superar el trauma de volver a morir cuando estaban convencidas de que iban a vivir siempre, Realmente debe de ser duro, yo mismo lo había pensado, No pierda tiempo, los ministros que traigan a los secretarios de estado respectivos, los quiero aquí a todos a las diez en punto, si alguno le pregunta, dígale que es el primero en ser convocado, son como niños pequeños que quieren caramelos. El teléfono sonó, era el ministro del interior, Señor primer ministro, estoy recibiendo llamadas de todos los periódicos, dijo, exigen que les sean entregadas copias de la carta que acaba de ser leída en televisión en nombre de la muerte y que yo deplorablemente desconocía, No lo deplore, si decidí asumir la responsabilidad de guardar el secreto fue para que no tuviéramos que aguantar doce horas de pánico y de confusión, Qué hago, entonces, No se preocupe con este asunto, mi gabinete va a distribuir la carta ahora mismo entre todos los medios de comunicación social, Muy bien, señor primer ministro, El gobierno se reúne a las diez en punto, traiga a sus secretarios de estado, Los subsecretarios también, No, que ésos se queden guardando la casa, siempre he oído que mucha gente junta no se salva, Sí, señor primer ministro, Sea puntual, la reunión comenzará a las diez y un minuto, Tenga la seguridad de que seremos los primeros en llegar, señor primer ministro, Recibirá su medalla, Qué medalla, Es una manera de hablar, no me haga caso.

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