José Saramago - Las Intermitencias De La Muerte

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En un país cuyo nombre no será mencionado se produce algo nunca visto desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo letal, la gente deja de morir. La euforia colectiva se desata, pero muy pronto dará paso a la desesperación y al caos. Sobran los motivos. Si es cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo haya parado. El destino de los humanos será una vejez eterna. Se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los «acuerdos de caballeros» explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver… Arrancando una vez más de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del hombre ante la impostergable finitud de la existencia. Parábola de la corta distancia que separa lo efímero y lo eterno, Las intermitencias de la muerte bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no murió nadie».

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Este episodio de calle, únicamente posible en un país pequeño donde todo el mundo se conoce, es de sobra elocuente acerca de los inconvenientes del sistema de comunicación instituido por la muerte para la rescisión del contrato temporal al que llamamos vida o existencia. Podría tratarse de una sádica manifestación de crueldad, como tantas que vemos todos los días, pero la muerte no tiene ninguna necesidad de ser cruel, para ella, con quitarle la vida a las personas basta y sobra. No pensó, es lo que es. Y ahora, absorbida como está en la reorganización de sus servicios de apoyo, tras la larga parada de siete meses, no tiene ojos ni oídos para los clamores de desesperación y angustia de los hombres y de las mujeres que, uno a uno, van siendo avisados de su muerte próxima, desesperación y angustia que, en algunos casos, están causando efectos precisamente contrarios a los que habían sido previstos, es decir, las personas condenadas a desaparecer no resuelven sus asuntos, no hacen testamento, no pagan los impuestos que adeudan, y, en cuanto a las despedidas de la familia y de los amigos más cercanos, las dejan para el último minuto, lo que, como es evidente, no alcanza ni para el más melancólico de los adioses. Poco informados acerca de la naturaleza profunda de la muerte, cuyo otro nombre es fatalidad, los periódicos se han excedido en furiosos ataques contra ella, acusándola de inclemente, cruel, tirana, malvada, sanguinaria, vampira, emperatriz del mal, drácula con falda, enemiga del género humano, desleal, asesina, traidora, serial killer otra vez, y hasta hubo un semanario, de los de humor, que, exprimiendo todo lo que pudo el espíritu sarcástico de sus creativos, consiguió llamarla hija de puta. Felizmente, el sentido común todavía perdura en algunas redacciones. Uno de los periódicos más respetables del reino, decano de la prensa nacional, publicó un sesudo editorial en el que se apelaba a un diálogo abierto y sincero con la muerte, sin reservas mentales, con el corazón en la mano y el espíritu fraterno, en caso, como era obvio, de conseguir descubrir dónde se alojaba, su madriguera, su cubil, su cuartel general. Otro periódico sugirió a las autoridades policiales que investigaran en las papelerías y fábricas de papel, porque los consumidores humanos de sobres color violeta, si los hubiera, y serían poquísimos, habrían mudado de gusto epistolar en vista de los acontecimientos recientes, siendo por tanto facilísimo cazar a la macabra cliente cuando se presentara a renovar la provisión. Otro periódico, rival acérrimo de este último, se apresuró a clasificar la idea de crasa estupidez, dado que sólo a un idiota rematado se le podría ocurrir que la muerte, un esqueleto envuelto en una sábana, como todo el mundo sabe, saldría por su propio pie, repiqueteando los calcáneos en las piedras de la calle, para ir al correo a echar cartas. No queriéndose quedar detrás de la prensa, la televisión aconsejó al ministro del interior que pusiera agentes de guardia en los buzones o cajas postales, olvidándose, por lo visto, de que la primera carta, la que les fue dirigida, apareció en el despacho del director general estando cerrada la puerta con dos vueltas de llave y las ventanas con los cristales intactos. Tal como el suelo, las paredes y el techo no presentaban ni una simple fenda por donde pudiera caber una hoja de afeitar. Tal vez fuese realmente posible convencer a la muerte de que tratara con más compasión a los infelices condenados, pero para eso era necesario empezar por encontrarla y nadie sabía cómo ni dónde.

Fue entonces cuando a un médico forense, persona bien informada sobre todo cuanto, de manera directa o indirecta, tuviera que ver con su profesión, se le ocurrió la idea de mandar que viniera del extranjero un famoso especialista en reconstrucción de rostros a partir de calaveras, para que el dicho especialista, partiendo de representaciones de la muerte en pinturas y grabados antiguos, en especial las que muestran el cráneo descubierto, tratara de restituir la carne donde hacía falta, reajustara los ojos en las órbitas, distribuyera en adecuadas proporciones cabello, pestañas y cejas, difundiera por la cara los colores apropiados, hasta que ante él surgiera la cabeza perfecta y acabada de la que se harían mil copias fotográficas que otros tantos investigadores portarían en la cartera para compararlas con cuantas caras de mujer se encontraran de frente. Lo malo fue que, acabada la intervención del especialista extranjero, sólo una visión poco entrenada admitiría como iguales las tres calaveras elegidas, obligando por tanto a que los investigadores, en lugar de una fotografía, tuvieran que trabajar con tres, lo que, obviamente, dificultaría la tarea de cazar a la muerte, como, ambiciosamente, la operación fue denominada. Una única cosa quedó demostrada sin ningún tipo de dudas, a saber, que ni la iconografía más rudimentaria, ni la nomenclatura más enrevesada, ni la simbólica más oscura se habían equivocado. La muerte, en todos sus trazos, atributos y características, era, inconfundiblemente, una mujer. A esta misma conclusión, como seguro que recordarán, ya había llegado el eminente grafólogo que estudió el primer manuscrito de la muerte cuando se refería a una autora, no a un autor, pero eso tal vez haya sido la consecuencia del simple hábito, dado que, excepto algunos idiomas, pocos, en que, no se sabe por qué, se prefirió optar por el género masculino o neutro, la muerte siempre ha sido una persona de sexo femenino. Aunque esta información ya se hubiera dado antes, conviene, para que no se olvide, insistir en el hecho de que los tres rostros, siendo todos de mujer, y de mujer joven, eran diferentes unos de otros en determinados puntos, pese a las también flagrantes similitudes que en ellos unánimemente se reconocían. Porque, no siendo creíble la existencia de tres muertes distintas, por ejemplo, trabajando por turnos, dos de ellas tendrían que ser excluidas, aunque también podría suceder, para complicar más aún la situación, que el modelo esquelético de la verdadera y real muerte no correspondiera con ninguno de los tres que fueron seleccionados. De acuerdo con la frase hecha, iba a ser lo mismo que disparar un tiro en la oscuridad y confiar en que la benévola casualidad tuviera tiempo de colocar el objetivo en la trayectoria de la bala.

Se inició la investigación, como no podría ser de otra manera, en los archivos del servicio oficial de investigación donde se reunían, clasificadas y ordenadas por características básicas, dolicocéfalos de un lado, braquicéfalos al otro, las fotografías de todos los habitantes del país, tanto naturales como foráneos. Los resultados fueron decepcionantes. Claro está que, en principio, siendo los modelos elegidos para la reconstitución facial, tal como antes referimos, obtenidos de grabados y pinturas antiguas, no se esperaba encontrar la imagen humana de la muerte en sistemas de identificación modernos, hace poco más de un siglo instituidos, pero, por otro lado, considerando que la misma muerte existe desde siempre y no se vislumbra ningún motivo para que necesite cambiar de cara a lo largo de los tiempos, sin olvidar que debería serle difícil realizar su trabajo de modo cabal y al abrigo de sospechas si viviese en clandestinidad, es perfectamente lógico admitir la hipótesis de que se hubiera inscrito en el registro civil bajo un nombre falso, puesto que, como es más que sabido, para la muerte nada es imposible. Fuese como fuese, lo cierto es que, pese a que los investigadores recurrieran a los talentos de las artes informáticas cruzando datos, ninguna fotografía de una mujer concretamente identificada coincidió con cualquiera de las tres imágenes virtuales de la muerte. No hubo pues otro remedio, que ya había sido previsto para caso de necesidad, que regresar a los métodos de investigación clásica, a la artesanía policial de cortar y coser, difundiendo por todo el país a los mil agentes de autoridad que, de casa en casa, de tienda en tienda, de oficina en oficina, de fábrica en fábrica, de restaurante en restaurante, de bar en bar, y hasta incluso en lugares reservados para el ejercicio oneroso del sexo, pasarían revista a todas las mujeres, excluyendo a las adolescentes y las de edad madura o provecta, pues las tres fotografías que llevaban en el bolsillo no dejaban dudas de que la muerte, de llegar a ser encontrada, sería una mujer de alrededor de los treinta y seis años de edad y hermosa como pocas. De acuerdo con el patrón obtenido, cualquiera podía ser la muerte, sin embargo, ninguna lo era en realidad. Después de ingentes esfuerzos, de patearse leguas y leguas por calles, carreteras y caminos, después de subir escaleras que todas juntas los llevarían hasta el cielo, los agentes lograron identificar a dos de esas mujeres, que si en algo diferían de los retratos existentes en los archivos era porque se beneficiaron con intervenciones de la cirugía estética que, por asombrosa coincidencia, por una extraña casualidad, habían acentuado las semejanzas de sus rostros con los rostros de los modelos reconstituidos. No obstante, un examen minucioso de las respectivas biografías eliminó, sin margen de error, cualquier posibilidad de que algún día se hubieran dedicado, ni siquiera en sus horas libres, a las mortíferas actividades de la parca, ni como profesionales, ni como simples aficionadas. En cuanto a la tercera mujer, identificada gracias al álbum de fotografías de la familia, ésa, murió el año pasado. Por simple exclusión de partes, no podría ser la muerte quien de ella precisamente había sido víctima. Y no parece necesario decir que mientras las investigaciones transcurrieron, y duraron algunas semanas, los sobres de color violeta siguieron llegando a casa de sus destinatarios. Era evidente que la muerte no se apeaba de su compromiso con la humanidad.

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