Naturalmente habría que preguntar si el gobierno se estaba limitando a asistir impávido al drama cotidiano vivido por los diez millones de habitantes del país. La respuesta es doble, afirmativa por un lado, negativa por otro. Afirmativa, aunque sólo en términos bastante relativos, porque morir es, a fin de cuentas, lo que de más normal y corriente hay en la vida, asunto de pura rutina, episodio de la interminable herencia de padres a hijos, por lo menos desde adán y eva, y muy mal harían los gobiernos de todo el mundo para con la precaria tranquilidad pública si declararan tres días de luto nacional cada vez que muere un mísero viejo en el asilo de indigentes. Y es negativa porque no se puede, incluso teniendo un corazón de piedra, permanecer indiferente ante la demostración palpable de que la semana de espera establecida por la muerte había tomado proporciones de verdadera calamidad colectiva, no sólo para la media de trescientas personas a cuya puerta la triste suerte llamaba diariamente, sino también para el resto de la gente, nada más y nada menos que nueve millones novecientas noventa y nueve mil setecientas personas de todas las edades, fortunas y condiciones que veían todas las mañanas, al despertar de una noche atormentada por las más horribles pesadillas, la espada de damocles suspendida por un hilo sobre sus cabezas. En cuanto a los trescientos habitantes que han recibido la fatídica carta de color violeta, las maneras de reaccionar a la implacable sentencia variaban, como es lógico, según el carácter de cada uno. Aparte de esas personas, ya antes mencionadas, que, impelidas por una idea distorsionada de venganza a la que con justa razón se le podría aplicar el neologismo de prepóstuma, decidieron faltar al cumplimiento de sus deberes cívicos y familiares, no haciendo testamento ni pagando los impuestos atrasados, hubo otras muchas que, poniendo en práctica una interpretación más que viciosa del carpediem horaciano, malbarataron el poco tiempo de vida que todavía les quedaba entregándose a reprensibles orgías de sexo, droga y alcohol, tal vez pensando que, incurriendo en tan desmedidos excesos, podrían atraer sobre sus cabezas un colapso fulminante o, a falta de eso, un rayo divino que, matándolas allí mismo, las librara de las garras de la muerte propiamente dicha, jugándole una mala partida que tal vez le sirviera de enmienda. Otras personas, estoicas, dignas, valerosas, optaban por la radicalidad absoluta del suicidio, creyendo también que de esa manera estaban dándole una lección de civilidad al poder de tánatos, eso a que antiguamente llamábamos una bofetada sin manos, de las que, de acuerdo con las honestas convicciones de la época, eran más dolorosas porque tenían su origen en el foro ético y moral y no en algún movimiento de primario esfuerzo físico. Tenemos que decir que todas estas tentativas se malograron, a excepción de algunas personas obstinadas que reservaron su suicidio para el último día del plazo. Una jugada maestra, ésta sí, para la que la muerte no encontró respuesta.
Honra le sea dada, la primera institución en tener una percepción muy clara de la gravedad de la situación anímica del pueblo en general fue la iglesia católica, apostólica y romana, a la que, puesto que vivimos en un tiempo dominado por la hipertrofiada utilización de siglas en la comunicación cotidiana, tanto privada como pública, no le quedaría mal la abreviatura simplificadora de icar. También es verdad que sería necesario estar ciega del todo para no ver cómo, casi de un momento a otro, se le llenaban los templos de gente angustiada que iba en busca de una palabra de esperanza, de un consuelo, de un bálsamo, de un analgésico, de un tranquilizante espiritual. Personas que hasta entonces vivían conscientes de que la muerte es cierta y que de ella no hay forma de escapar, pero que al mismo tiempo pensaban que, habiendo tanta gente para morir, ya sería mala suerte que les tocara, ahora se pasan el tiempo espiando tras la cortina de la ventana para ver si viene el cartero o temblando al volver a casa, donde la temible carta color violeta, peor que un sanguinario monstruo de fauces abiertas, podría estar esperando para saltarle encima. En las iglesias no se paraba ni un momento, las largas filas de pecadores contritos, constantemente refrescadas como si fueran cadenas de montaje, daban dos vueltas a la nave central. Los confesores de guardia no bajaban los brazos, a veces distraídos por la fatiga, otras veces con la atención de súbito despierta por un pormenor escandaloso del relato, cuando acababan imponían una penitencia pro forma, tantos padrenuestros, tantas avemarías, y despachaban una apresurada absolución. En el breve intervalo entre el confesado que se retiraba y el penitente que se arrodillaba, le daban un bocado al sandwich de pollo que sería todo su almuerzo, mientras imaginaban compensaciones para cenar. Los sermones versaban invariablemente sobre el tema de la muerte como única puerta al paraíso celeste, donde, se decía, nunca ha entrado nadie que esté vivo, y los predicadores, en su afán consolador, no dudaban en recurrir a los métodos de la más alta retórica y a los trucos de la más baja catequesis para convencer a los aterrados feligreses de que, a fin de cuentas, se podían considerar más afortunados que sus ancestros, puesto que la muerte les había concedido tiempo suficiente para preparar las almas para la ascensión al edén. Algunos curas hubo, sin embargo, que, dentro de la maloliente penumbra del confesionario, tuvieron que hacer de tripas corazón, Dios sabe con qué costo, porque también ellos esa mañana habían recibido el sobre color violeta y por eso tenían razones de sobra para dudar de las virtudes lenitivas de lo que en aquel momento estaban diciendo.
Lo mismo les pasaba a los terapeutas de la mente que el ministerio de la salud, corriendo para imitar las disposiciones terapéuticas de la iglesia, envió para auxilio de los más desesperados. Y no fueron pocas las veces que un psicólogo, en el preciso momento en que aconsejaba al paciente que dejara salir las lágrimas como mejor remedio de aliviar el dolor que le atormentaba, rompía en convulsivo llanto pensando que también él podría ser el destinatario de un sobre idéntico en la primera entrega postal de mañana. Acababan los dos la sesión en un lloro sin freno, abrazados por la misma desgracia, pero pensando el terapeuta de la mente que si le sucediera tal infortunio, todavía tendría ocho días, ciento noventa y dos horas para vivir. Unas orgías de sexo, droga y alcohol, como había oído decir que se organizaban, lo ayudarían a pasar al otro mundo, aunque corras el riesgo de que, lá no assento etéreo onde subiste, se venga a agravar la nostalgia de éste.
Se dice, lo dice la sabiduría de las naciones, que no hay reglas sin excepción, y realmente así deberá ser, porque incluso en el caso de las reglas que todos consideraríamos máximamente inexpugnables como son, por ejemplo, las de muerte soberana, en que, por simple definición del concepto, sería inadmisible que se pudiera presentar cualquier absurda excepción, aconteció que una carta de color violeta fue devuelta al remitente. Se podrá objetar que semejante cosa no es posible, que la muerte, precisamente por estar en todas partes, no puede estar en alguna en particular, de donde resulta, por tanto, en este caso, la imposibilidad, tanto material como metafísica, de situar y definir lo que solemos entender como procedencia, o sea, en la acepción que aquí nos interesa, significa el lugar de donde vino. Igualmente se objetará, aunque con menos pretensión especulativa, que, habiendo estado mil agentes de la policía buscando a la muerte durante semanas, pasando el país entero, casa por casa, con peine fino, como si de un piojo esquivo y hábil en sortear obstáculos se tratara, y no habiéndola visto ni olido, es obvio que si hasta el momento en que nos encontramos no nos ha sido dada ninguna explicación de cómo las cartas llegan al correo, menos aún se nos dirá por qué misteriosos canales ahora le ha llegado a las manos la carta devuelta. Reconocemos humildemente que han faltado explicaciones, éstas y con certeza muchas más, confesamos que no estamos en condiciones de darlas a gusto de quien las requiere, salvo si, abusando de la credibilidad del lector, y saltando sobre el respeto que se debe a la lógica de los sucesos, uniésemos nuevas irrealidades a la congénita irrealidad de la fábula, comprendemos sin costo que tales faltas perjudican seriamente su credibilidad, aunque nada de esto significa, repetimos, nada de esto significa que la carta color violeta a que nos referimos no haya sido efectivamente devuelta al remitente. Hechos son hechos, y éste, tanto si se quiere como si no, pertenece a la clase de los irrebatibles. No puede haber mejor prueba de lo que se dice que la imagen de la propia muerte que tenemos delante de los ojos, sentada en una silla y envuelta en su sábana, y un aire de total desconcierto en la orografía de su ósea cara. Mira recelosa el sobre violeta, le da vueltas para ver si en él encuentra alguna de las anotaciones que los carteros suelen escribir en casos semejantes, como no aceptado, cambió de dirección, ausente en lugar desconocido y por tiempo indeterminado, fallecido, Qué estupidez la mía, murmuró, cómo podría haber fallecido si la carta que lo tenía que matar volvió atrás. Había pensado las últimas palabras sin darle atención, pero inmediatamente las recuperó para repetirlas en voz alta, con expresión soñadora, Volvió atrás. No es necesario ser cartero para saber que volver atrás no es lo mismo que ser devuelta, que volver atrás puede decir únicamente que la carta violeta no llegó a su destino, que en un punto cualquiera del recorrido pasó algo que la hizo desandar el camino, volver hacia el lugar de donde había venido. Ahora bien, las cartas sólo pueden ir a donde las llevan, no tienen piernas ni alas, y, por lo que se sabe, no están dotadas de iniciativa propia, si la tuvieran apostamos que se negarían a llevar las noticias terribles de que tantas veces tienen que ser portadoras. Como esta mía, admitió la muerte con imparcialidad, informar a alguien de que va a morir en una fecha precisa es la peor de las noticias, es como estar en el corredor de la muerte desde hace una cantidad de años y de repente viene el carcelero y dice, Aquí tienes la carta, prepárate. Lo curioso del asunto es que todas las demás cartas de la última expedición fueron entregadas a sus destinatarios, y si ésta no lo fue, habrá sido por cualquier fortuita casualidad, pues así como han existido casos de que una misiva de amor tardara, sólo Dios sabe con qué consecuencias, cinco años en llegar a un destinatario que residía a dos manzanas de distancia, menos de un cuarto de hora andando, también podría suceder que ésta hubiera pasado de una cinta transportadora a otra sin que nadie se diera cuenta y luego regresara al punto de partida como quien, habiéndose perdido en el desierto, no tiene nada más en que confiar que el rastro que dejó tras de sí. La solución será mandarla otra vez, le dijo la muerte a la guadaña que tenía al lado, apoyada en la pared blanca. No se espera que una guadaña responda, y ésta no rehuyó la norma. La muerte prosiguió, Si te hubiera mandado a ti, con ese tu gusto por los métodos expeditivos, la cuestión ya estaría resulta, pero los tiempos han cambiado mucho últimamente, hay que actualizar los medios y los sistemas, estar al tanto de las nuevas tecnologías, por ejemplo, utilizar el correo electrónico, he oído decir que es lo más higiénico, que no deja caer borrones ni mancha los dedos, además, es rápido, en el mismo momento que la persona abre el outlook express de la microsoft ya está atrapada, el inconveniente es que me obligaría a trabajar con dos archivos separados, el de los que utilizan ordenador y el de los que no lo utilizan, de cualquier modo tenemos mucho tiempo para decidir, están apareciendo nuevos modelos, nuevos designs, tecnologías cada vez más perfectas, tal vez un día decida experimentar, pero hasta entonces, seguiré escribiendo con pluma, papel y tinta, tiene el encanto de la tradición, y la tradición pesa mucho en esto de morir. La muerte miró fijamente el sobre de color violeta, hizo un gesto con la mano derecha, y la carta desapareció. Así sabemos que, contrariamente a lo que tantos creían, la muerte no lleva las cartas al correo.
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