José Saramago - Las Intermitencias De La Muerte

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En un país cuyo nombre no será mencionado se produce algo nunca visto desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo letal, la gente deja de morir. La euforia colectiva se desata, pero muy pronto dará paso a la desesperación y al caos. Sobran los motivos. Si es cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo haya parado. El destino de los humanos será una vejez eterna. Se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los «acuerdos de caballeros» explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver… Arrancando una vez más de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del hombre ante la impostergable finitud de la existencia. Parábola de la corta distancia que separa lo efímero y lo eterno, Las intermitencias de la muerte bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no murió nadie».

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La muerte examina el expediente y no encuentra nada que no hubiese visto antes, o sea, la biografía de un músico que ya debería estar muerto hace más de una semana y que, pese a eso, continúa tranquilamente viviendo en su modesto domicilio de artista, con aquel su perro negro que sube al regazo de las señoras, el piano y el violonchelo, su sed nocturna y su pijama de rayas. Tiene que haber una forma de resolver este tropiezo, pensó la muerte, lo preferible, claro está, sería que el asunto se pudiera despachar sin hacer demasiado ruido, pero si las altas instancias sirven para algo, si no están ahí sólo para recibir honras y loores, ahora tienen una buena ocasión para demostrar que no son indiferentes para con quien, aquí abajo, en la planicie, lleva a cabo el trabajo duro, que alteren el reglamento, que decreten medidas excepcionales, que autoricen, si es necesario llegar a tanto, una acción de legalidad dudosa, lo que sea menos permitir que semejante escándalo continúe. Lo curioso del caso es que la muerte no tiene ni la más mínima idea de quiénes son, en concreto, las tales altas instancias que supuestamente le deben resolver el tropiezo. Es verdad que, en una de las cartas publicadas en la prensa, si no me equivoco en la segunda, mencionó una muerte universal que haría desaparecer no se sabía cuándo todas las manifestaciones de vida del universo hasta el último microbio, pero eso, aparte de tratarse de una obviedad filosófica porque nada puede durar siempre, ni siquiera la muerte, era el resultado, en términos prácticos, de una deducción de sentido común que desde hace mucho circulaba entre las muertes sectoriales, aunque le faltase la confirmación de un conocimiento confirmado por el examen y la experiencia. Demasiado hacían ellas conservando la creencia en una muerte general que hasta hoy no ha dado el más simple indicio de su imaginario poder. Nosotras, las sectoriales, pensó la muerte, somos las que realmente trabajamos en serio, limpiando el terreno de excrecencias, y, de verdad, no me sorprendería nada que, si el cosmos llega a desaparecer, no sea tanto como consecuencia de una proclamación solemne de la muerte universal, retumbando entre las galaxias y los agujeros negros, y sí como efecto último de la acumulación de muertecitas particulares y personales que son de nuestra responsabilidad, una a una, como si la gallina del proverbio, en lugar de llenarse la barriga grano a grano, grano a grano estúpidamente la fuera vaciando, así me parece que sucederá con la vida, que ella misma va preparando su fin, sin necesitarnos, sin esperar que le demos un empujoncito. Es más que comprensible la perplejidad de la muerte. La habían puesto en este mundo hace tanto tiempo que ya no consigue recordar de quién recibió las instrucciones indispensables para el regular desempeño de la operación que le incumbía. Le pusieron el reglamento en las manos, le apuntaron la palabra matarás como único faro de sus actividades y, sin que probablemente se diera cuenta de la macabra ironía, le dijeron que viviera su vida. Ella se puso a vivirla creyendo que, en caso de duda o de algún improbable error, siempre iba a tener las espaldas cubiertas, siempre habría alguien, un jefe, un superior jerárquico, un guía espiritual, a quien pedir consejo y orientación.

No es verosímil, sin embargo, y aquí entramos en el frío y objetivo examen que la situación de la muerte y del violonchelista viene requiriendo, que un sistema de información tan perfecto como el que ha mantenido estos archivos al día a lo largo de milenios, actualizando continuamente los datos, haciendo aparecer y desaparecer expedientes de acuerdo se naciera o muriera, no es verosímil, repetimos, que un sistema así sea primitivo y unidireccional, que la fuente informativa, dondequiera que se encuentre, no esté recibiendo continuamente, a su vez, los datos resultantes de las actividades cotidianas de la muerte en funciones. Y, si efectivamente los recibe y no reacciona a la extraordinaria noticia de que alguien no ha muerto cuando debía, una de dos, o el episodio, contra nuestras lógicas y naturales expectativas, no le interesa y por tanto no se siente con la obligación de intervenir para neutralizar la perturbación surgida en el proceso, o entonces se subentenderá que la muerte, al contrario de lo que ella misma pensaba, tiene carta blanca para resolver, como bien entienda, cualquier problema que le surja en su día a día de trabajo. Fue necesario que esta palabra, duda, hubiese sido dicha aquí una y dos veces para que en la memoria de la muerte se despertara finalmente cierto pasaje del reglamento que, por estar escrito en letra pequeña en un pie de página, no atraía la atención del estudioso y mucho menos quedaba en ella fijado. Dejando a un lado el expediente del violonchelista, la muerte volvió al libro. Sabía que lo que buscaba no lo iba a encontrar en los apéndices ni en las adendas, que tenía que estar en la parte inicial del reglamento, la más antigua, y por tanto la menos consultada, como en general sucede con los textos históricos básicos, y allí fue a dar con ella. Rezaba así, En caso de duda, la muerte en funciones deberá, en el más corto plazo posible, tomar las medidas que su experiencia le aconseje a fin de que sea irremisiblemente cumplido el desiderátum que en todas y en cualquier circunstancia siempre deberá orientar sus acciones, es decir, poner término a las vidas humanas cuando se les extinga el tiempo que les fue prescrito al nacer, aunque para ese efecto se torne necesario recurrir a métodos menos ortodoxos en situaciones de una anormal resistencia del sujeto al fatal designio o de la concurrencia de factores anómalos obviamente imprevisibles en la época en que este reglamento está siendo elaborado. Más claro, agua, la muerte tiene las manos libres para actuar como mejor le parezca. Lo que, así lo muestra el examen a que procedemos, no era ninguna novedad. Y, si no, veamos. Cuando la muerte, por su cuenta y riesgo, decidió suspender su actividad a partir del día uno de enero de este año, no se le pasó por la cabeza la idea de que una instancia superior de la jerarquía podría pedirle cuentas del bizarro despropósito, como igualmente no pensó en la altísima probabilidad de que su pintoresca invención de cartas color violeta fuese vista con malos ojos por la referida instancia u otra de más arriba. Son éstos los peligros del automatismo de las prácticas, de la rutina aletargante, de la praxis cansada. Una persona, o la muerte, para el caso da lo mismo, va cumpliendo escrupulosamente su trabajo, día tras día, sin problemas, sin dudas, poniendo toda su atención en seguir las pautas establecidas, y si, al cabo de algún tiempo, nadie se le presenta metiendo la nariz en la manera como desempeña sus obligaciones, cierto y sabido es que esa persona, y así le sucedió a la muerte, acabará comportándose, sin que de tal se dé cuenta, como si fuera reina y señora de lo que hace, y no sólo eso, también de cuándo y de cómo deberá hacerlo. Esta es la única explicación razonable de por qué la muerte no consideró necesario pedir autorización a la jerarquía cuando tomó y puso en marcha las transcendentes decisiones que conocemos y sin las cuales este relato, feliz o infelizmente, no podría haber existido. Es que ni siquiera pensó en eso. Y ahora, paradójicamente, en el justo momento en que no cabe en sí de alegría por haber descubierto que el poder de disponer de las vidas humanas es suyo y de él no tendrá que dar satisfacciones a nadie, ni hoy ni nunca, es la ocasión en que los humos de la gloria amenazan con obnubilarla, cuando no consigue evitar esa recelosa reflexión propia de la persona que, habiendo estado a punto de ser sorprendida en falta, de forma milagrosa consigue escapar en el último instante, De la que me he librado.

A pesar de todo, la muerte que ahora se levanta de la silla es una emperatriz. No debería estar en esta helada sala subterránea, como si fuera una enterrada viva, y sí en la cima de la montaña más alta presidiendo los destinos del mundo, mirando con benevolencia el rebaño humano, viendo cómo se mueve y se agita en todas las direcciones sin comprender que todas van a dar al mismo destino, que un paso atrás lo aproximará tanto a la muerte como un paso adelante, que todo es igual a todo porque todo tendrá un único fin, ese en que una parte de ti siempre tendrá que pensar y que es la marca oscura de tu irremediable humanidad. La muerte sostiene en la mano el expediente del músico. Es consciente de que tendrá que hacer algo con él, pero todavía no sabe qué. En primer lugar deberá calmarse, pensar que no es ahora más muerte de lo que era antes, que la única diferencia entre hoy y ayer es que tiene mayor certeza de serlo. En segundo lugar, el hecho de finalmente poder ajustar sus cuentas con el violonchelista no es motivo para olvidarse de enviar las cartas del día. Lo pensó y al instante doscientos ochenta y cuatro expedientes aparecieron sobre la mesa, la mitad eran de hombres, la mitad de mujeres, y con ellos doscientas ochenta y cuatro hojas de papel y doscientos ochenta y cuatro sobres. La muerte volvió a sentarse, apartó a un lado el expediente del músico y comenzó a escribir. Una esfera de cuatro horas habría dejado caer el último grano de arena precisamente cuando acababa de firmar la carta doscientas ochenta y cuatro. Una hora después los sobres estaban cerrados, listos para ser expedidos. La muerte buscó la carta que tres veces fue enviada y tres veces vino devuelta y la colocó sobre la pila de sobres color violeta, Te voy a dar una última oportunidad, dijo. Hizo el gesto habitual con la mano izquierda y las cartas desaparecieron. No habían pasado cinco segundos cuando la carta del músico, silenciosamente, reapareció sobre la mesa. Entonces la muerte dijo, Así lo quisiste, así lo tendrás. Tachó en el expediente la fecha de nacimiento y la puso un año más tarde, a continuación enmendó la edad, donde estaba escrito cincuenta corrigió por cuarenta y nueve. No puedes hacer eso, dijo la guadaña, Ya está hecho, Habrá consecuencias, Sólo una, Cuál, La muerte, por fin, del maldito violonchelista que se está divirtiendo a mi costa, Pero él, el pobre, ignora que ya tenía que estar muerto, Para mí es como si lo supiera, Sea como sea, no tienes poder ni autoridad para enmendar los expedientes, Te equivocas, tengo todos los poderes y toda la autoridad, soy la muerte, y toma nota de que nunca lo he sido tanto como a partir de este día, No sabes en lo que te estás metiendo, le avisó la guadaña, En todo el mundo, sólo hay un lugar donde la muerte no se puede meter, Qué lugar, Ese al que llaman urna, caja, tumba, ataúd, féretro, túmulo, catafalco, ahí no entro yo, ahí sólo entran los vivos, después de que yo los mate, claro, Tantas palabras para una sola y triste cosa, Es la costumbre de esta gente, nunca acaban de decir lo que quieren.

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