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José Saramago: Las Intermitencias De La Muerte

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José Saramago Las Intermitencias De La Muerte

Las Intermitencias De La Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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En un país cuyo nombre no será mencionado se produce algo nunca visto desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo letal, la gente deja de morir. La euforia colectiva se desata, pero muy pronto dará paso a la desesperación y al caos. Sobran los motivos. Si es cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo haya parado. El destino de los humanos será una vejez eterna. Se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los «acuerdos de caballeros» explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver… Arrancando una vez más de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del hombre ante la impostergable finitud de la existencia. Parábola de la corta distancia que separa lo efímero y lo eterno, Las intermitencias de la muerte bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no murió nadie».

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Durante los tres días siguientes, excepto el tiempo necesario para correr a la sala subterránea, escribir las cartas a toda prisa y enviarlas al correo, la muerte fue, más que la sombra, el propio aire que el músico respiraba. La sombra tiene un grave defecto, se le pierde el sitio, no se da con ella en cuanto le falta una fuente luminosa. La muerte viajó a su lado en el taxi que lo llevaba a casa, entró cuando él entró, contempló con benevolencia las locas efusiones del perro a la llegada del amo, y después, tal como haría una persona convidada a pasar allí una temporada, se instaló. Para quien no necesita moverse, es fácil, lo mismo le da estar sentado en el suelo como subido a la parte alta de un armario. El ensayo de la orquesta había acabado tarde, dentro de poco será de noche. El violonchelista dio de comer al perro, después se preparó su propia cena con el contenido de dos latas que abrió, calentó lo que era para calentar, después puso un mantel sobre la mesa de la cocina, puso los cubiertos y la servilleta, echó vino en una copa y, sin prisa, como si pensara en otra cosa, se metió el primer tenedor lleno de comida en la boca. El perro se sentó al lado, algún resto que el dueño deje en el plato y pueda serle dado a mano será su postre. La muerte mira al violonchelista. Por principio, no distingue entre personas feas y personas guapas, acaso porque, no conociendo de sí misma otra cosa que la calavera que es, tiene la irresistible tendencia de hacer aparecer la nuestra diseñada debajo de la cara que nos sirve de muestrario. En el fondo, en el fondo, manda la verdad que se diga, a los ojos de la muerte todos somos de la misma manera feos, incluso en el tiempo en que habíamos sido reinas de belleza o reyes de lo que masculinamente le equivalga. Le aprecia los dedos fuertes, calcula que las pulpas de la mano izquierda poco a poco se habrán ido endureciendo, tal vez hasta ser levemente callosas, la vida tiene de estas y otras injusticias, véase este caso de la mano izquierda, que tiene a su cargo el trabajo más pesado del violonchelo y recibe del público muchos menos aplausos que la mano derecha. Acabada la cena, el músico lavó los platos, dobló cuidadosamente por las marcas el mantel y la servilleta, los guardó en un cajón del armario y antes de salir de la cocina miró a su alrededor para ver si algo había quedado fuera de su lugar. El perro le siguió hasta la sala de la música, donde la muerte los esperaba. Al contrario de la suposición que hicimos en el teatro, el músico no tocó la suite de bach. Un día, conversando con algunos colegas de la orquesta que en tono ligero hablaban de la posibilidad de la composición de retratos musicales, retratos auténticos, no tipos, como los de samuel goldenberg y schmuyle, de mussorgsky, tuvo la ocurrencia de decir que su retrato, en caso de existir en la música, no lo encontrarían en ninguna composición para violonchelo, y sí en un brevísimo estudio de chopin, opus veinticinco, número nueve, en sol bemol mayor. Quisieron ellos saber por qué, y él respondió que no conseguía verse a sí mismo en nada más que hubiera sido escrito en una pauta y que ésa le parecía la mejor de las razones. Y que en cincuenta y ocho segundos chopin había dicho todo cuanto se podría decir sobre una persona a la que no podía haber conocido. Durante algunos días, como amable divertimiento, los más graciosos le llamaron cincuenta y ocho segundos, pero el apodo era demasiado largo para perdurar, y también porque no se puede mantener ningún diálogo con alguien que había decidido demorar cincuenta y ocho segundos en responder a lo que le preguntaban. El violonchelista acabaría ganando la amigable contienda. Como si hubiera percibido la presencia de un tercero en su casa, a quien, por motivos no explicados, debiera hablar de sí mismo, y para no tener que hacer el largo discurso que hasta la vida más simple necesita para decir de sí misma algo que merezca la pena, el violonchelista se sentó ante el piano, y, tras una breve pausa para que la asistencia se acomodara, atacó la composición. Tumbado junto al atril y ya medio adormecido, el perro no pareció prestar importancia a la tempestad sonora que se había desencadenado sobre su cabeza, quizá por haberla oído otras veces, quizá porque no añadía nada a lo que sabía del dueño. La muerte, sin embargo, que por deber de oficio tantas otras músicas había escuchado, en particular la marcha fúnebre del mismo chopin o el adagio assai de la tercera sinfonía de beethoven, tuvo por primera vez en su larguísima vida la percepción de lo que podrá llegar a ser una perfecta conjunción entre lo que se dice y el modo en que se está diciendo. Poco le importaba que aquél fuera el retrato musical del violonchelista, lo más probable es que las alegadas semejanzas, tanto las efectivas como las imaginadas, las hubiese fabricado él en su cabeza, lo que a la muerte le impresionaba era que le pareció oír en aquellos cincuenta y ocho segundos de música una transposición rítmica y melódica de todas y cada una de las vidas humanas, corrientes o extraordinarias, por su trágica brevedad, por su intensidad desesperada, y también a causa de ese acorde final que era como un punto de suspensión dejado en el aire, en el vacío, en cualquier parte, como si, irremediablemente, alguna cosa todavía hubiera quedado por decir. El violonchelista había caído en uno de los pecados humanos que menos se perdonan, el de la presunción, cuando imaginó ver su propia y exclusiva figura en un retrato en que al final se encontraban todos, presunción que, en cualquier caso, si nos fijamos bien, si no nos quedamos en la superficie de las cosas, igualmente podría ser interpretada como una manifestación de su radical opuesto, o sea, de la humildad, dado que, siendo ése el retrato de todos, también yo tendría que estar retratado en él. La muerte duda, no acaba de decidirse entre la presunción o la humildad, y, para desempatar, para salir de dudas, se entretiene observando al músico, esperando que la expresión de la cara le revele lo que falta, o tal vez las manos, las manos son dos libros abiertos, no por las razones, supuestas o auténticas, de la quiromancia, con sus líneas del corazón y de la vida, de la vida, sí, han oído bien, queridos señores, de la vida, sino porque hablan cuando se abren o se cierran, cuando acarician o golpean, cuando enjugan una lágrima o disimulan una sonrisa, cuando se posan sobre un hombro o expresan un adiós, cuando trabajan, cuando están quietas, cuando duermen, cuando despiertan, y entonces la muerte, terminada la observación, concluye que no es verdad que el antónimo de presunción sea humildad, incluso aunque lo juren a pies juntillas todos los diccionarios del mundo, pobres diccionarios, que tienen que gobernarse ellos y gobernarnos a nosotros con las palabras que existen, cuando son tantas las que todavía faltan, por ejemplo, esa que sería el contrario activo de la presunción, sin embargo, en ningún caso la rebajada cabeza de la humildad, esa palabra que vemos claramente escrita en la cara y en las manos del violonchelista, pero que es incapaz de decirnos cómo se llama.

Resultó ser domingo el día siguiente. Estando el tiempo de buena cara, como sucede hoy, el violonchelista suele ir a dar un paseo por la mañana por uno de los parques de la ciudad en compañía de su perro y de uno o dos libros. El animal nunca se aleja mucho, incluso cuando el instinto lo hace andar de árbol en árbol olisqueando las meadas de los congéneres. Alza la pata de vez en cuando, pero se queda por ahí en lo que a la satisfacción de sus necesidades excretoras se refiere. Ésta, complementaria por decirlo de alguna manera, la resuelve disciplinadamente en el patio de la casa donde vive, por eso el violonchelista no tiene que ir detrás recogiéndole los excrementos en un saquito de plástico con la ayuda de la pala diseñada especialmente para ese fin. Se trataría de un notable ejemplo de los resultados de una buena educación canina de no darse la circunstancia extraordinaria de que fue una idea del propio animal, que es de la opinión de que un músico, un violonchelista, un artista que se esfuerce por llegar a tocar dignamente la suite número seis opus mil doce en re mayor de bach, es de la opinión, decíamos, que no está bien que un músico, un violonchelista, un artista haya venido al mundo para levantar del suelo las cacas todavía humeantes de su perro o de cualquier otro. No es apropiado, bach, por ejemplo, dijo éste un día conversando con su dueño, nunca lo hizo. El músico le respondió que desde entonces los tiempos han cambiado mucho, pero no tuvo otro remedio que reconocer que bach, en efecto, nunca lo había hecho. Aunque es amante de la literatura en general, basta con mirar los estantes del medio de su biblioteca para comprobarlo, el músico tiene una predilección especial por los libros sobre astronomía y ciencias naturales o de la naturaleza, y hoy se le ha ocurrido traerse un manual de entomología. Por falta de preparación previa no espera sacarle mucho provecho, pero se distrae leyendo que en la tierra hay casi un millón de especies de insectos y que éstos se dividen en dos grupos, el de los pterigotos, que están provistos de alas, y los apterigotos, que no las tienen, y que se clasifican en ortópteros, como la langosta, blatoideos, como la cucaracha, mantídeos, como la santateresa, neurópteros, como la crisopa, odonatos, como la libélula, efemerópteros, como la efímera, tricópteros, como la friganeal, isópteros, como la termita, sifonápteros, como la pulga, anopluros, como el piojo, malófagos, como el piojo de las aves, heterópteros, como la chinche, homópteros, como el pulgón, dípteros, como la mosca, himenópteros, como la avispa, lepidópteros, como la calavera, coleópteros, como el escarabajo, y, finalmente, tisanuros, como el pececillo de plata. Según se puede ver en la imagen del libro, la calavera es una mariposa, y su nombre en latín es acherontia Átropos. Es nocturna, exhibe en la parte dorsal del tórax un dibujo semejante a una calavera humana, alcanza doce centímetros de envergadura y es de una coloración oscura, con las alas posteriores amarillas y negras. Y le llaman Átroposs, es decir, muerte. El músico no sabe, y no podría imaginarlo nunca, que la muerte mira, fascinada, por encima de su hombro, la fotografía en color de la mariposa. Fascinada y también confundida. Recordemos que la parca encargada de tratar del paso de la vida de los insectos a su no vida, o sea, de matarlos, es otra, no es ésta, y que, aunque en muchos casos el modus operandi sea el mismo para ambas, las excepciones también son numerosas, baste decir que los insectos no mueren por causas tan comunes a la especie humana como, por ejemplo, la neumonía, la tuberculosis, el cáncer, el síndrome de inmunodeficiencia adquirido, vulgarmente conocido por sida, los accidentes de tráfico o las afecciones cardiovasculares. Hasta aquí, cualquier persona lo entiende. Lo que cuesta más comprender, lo que está confundiendo a esta muerte que sigue mirando por encima del hombro del violonchelista es que una calavera humana, diseñada con extraordinaria precisión, haya aparecido, no se sabe en qué época de la creación, en el lomo peludo de una mariposa. Es cierto que en el cuerpo humano también aparecen a veces unas maripositas, pero eso nunca ha pasado de un artificio elemental, son simples tatuajes, no venían con la persona en el nacimiento. Probablemente, piensa la muerte, hubo un tiempo en que todos los seres vivos eran una cosa sola, pero después, poco a poco, con la especialización, se encontraron divididos en cinco reinos, a saber, las móneras, las protistas, los hongos, las plantas y los animales, en cuyo interior, a los reinos nos referimos, infinitas macroespecializaciones y microespecializaciones se sucedieron a lo largo de las eras, no siendo de extrañar que, en medio de tal confusión, de tal atropello biológico, algunas particularidades de unas hubiesen aparecido repetidas en otras. Eso explicaría, por ejemplo, no ya la inquietante presencia de una calavera blanca en el dorso de esta mariposa acherontia Átropos, que, curiosamente, más allá de la muerte, tiene en su nombre el nombre de un río del infierno, sino también las no menos inquietantes semejanzas de la raíz de la mandrágora con el cuerpo humano. No sabe una persona qué pensar ante tanta maravilla de la naturaleza, ante asombros tan sublimes. Sin embargo, los pensamientos de la muerte, que sigue mirando por encima del hombro del violonchelista, han tomado otro camino. Ahora está triste porque compara lo que habría sido utilizar las mariposas de la calavera como mensajeras de la muerte en lugar de esas estúpidas cartas color violeta que al principio le parecieron la más genial de las ideas. A una mariposa de éstas nunca se le habría ocurrido la idea de volver atrás, lleva marcada su obligación en la espalda, nació para esto. Además, el efecto espectacular sería totalmente diferente, en lugar de un vulgar cartero que nos entrega una carta, veríamos doce centímetros de mariposa revoloteando sobre nuestras cabezas, el ángel de la oscuridad exhibiendo sus alas negras y amarillas, y de repente, después de rasar el suelo y trazar el círculo de donde ya no saldremos, ascender verticalmente ante nosotros y colocar su calavera delante de la nuestra. Es más que evidente que no regatearíamos aplausos a la acrobacia. Por aquí se ve cómo la muerte que tiene a su cargo a los seres humanos todavía tiene mucho que aprender. Claro que, como bien sabemos, las mariposas no se encuentran bajo su jurisdicción. Ni ellas, ni las demás especies animales, prácticamente infinitas. Tendría que negociar un acuerdo con la colega del departamento zoológico, esa que tiene bajo su responsabilidad la administración de los productos naturales, pedirle prestadas unas cuantas mariposas acherontia Átropos, aunque lo más probable, lamentablemente, teniendo en cuenta la abisal diferencia de extensión de los respectivos territorios y de las poblaciones correspondientes, sería que la referida colega le respondiera con un soberbio, maleducado y perentorio no, para que aprendamos que la falta de camaradería no es una palabra vana, incluso en la gerencia de la muerte. Piénsese en ese millón de insectos de que hablaba el manual de entomología elemental, imagínese, si tal es posible, el número de individuos existentes en cada una, y díganme si no se encontrarían más bichitos de ésos en la tierra que estrellas tiene el cielo, o el espacio sideral, si preferimos darle un nombre poético a la convulsa realidad del universo en el que somos un hilo de mierda a punto de disolverse. La muerte de los humanos, en este momento una ridiculez de siete mil millones de hombres y mujeres bastante mal distribuidos por los cinco continentes, es una muerte secundaria, subalterna, ella misma tiene perfecta consciencia de su lugar en la escala jerárquica de tánatos, como tuvo la honradez de reconocer en la carta enviada al periódico que le había puesto el nombre con la inicial en mayúscula. No obstante, siendo la puerta de los sueños tan fácil de abrir, tan asequible para cualquiera que ni impuestos nos exigen por el consumo, la muerte, esta que ya ha dejado de mirar por encima del hombro del violonchelista, se complace imaginando lo que sería tener a sus órdenes un batallón de mariposas alineadas sobre la mesa, ella haciendo la llamada una a una y dando las instrucciones, vas a tal lado, buscas a tal persona, le pones la calavera por delante y regresas aquí. Entonces el músico creería que su mariposa acherontia Átropos había levantado el vuelo de la página abierta, sería ése su último pensamiento y la última imagen que llevaría prendida en la retina, ninguna mujer gorda vestida de negro anunciándole la muerte, como se dice que vio marcel proust, ningún mostrenco envuelto en una sábana blanca, como afirman los moribundos de vista penetrante. Una mariposa, nada más que el suave run run de las alas de seda de una mariposa grande y oscura con una pinta blanca que parece una calavera.

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