La muerte apareció bajo la luz del día en una calle estrecha, con muros a un lado y a otro, ya casi fuera de la ciudad. No se ve puerta o portón por donde pueda haber salido, tampoco se nota ningún indicio que nos permita reconstituir el camino que desde la fría sala subterránea la ha traído hasta aquí. El sol no molesta a las órbitas vacías, por eso los cráneos rescatados en las excavaciones arqueológicas no tienen necesidad de bajar los párpados cuando la luz súbita les da de lleno en la cara y el feliz antropólogo anuncia que su hallado óseo tiene todo el aspecto de ser un neanderthal, aunque un examen posterior venga a demostrar que al final se trataba de un vulgar homo sapiens. La muerte, esta que se ha hecho mujer, saca del bolso unas gafas oscuras y con ellas defiende sus ojos ahora humanos de los peligros de una oftalmía más que probable en quien todavía tendrá que habituarse a las refulgencias de una mañana de verano. La muerte baja la calle hasta donde los muros terminan y los primeros edificios se levantan. A partir de ahí se encuentra en terreno conocido, no hay una sola casa de estas y de todas cuantas se extienden delante de sus ojos hasta los límites de la ciudad y del país en que no haya estado alguna vez, y hasta incluso en esa obra tendrá que entrar de aquí a dos semanas para empujar de un andamio a un albañil distraído que no se fijará dónde va a poner el pie. En casos como éstos solemos decir que así es la vida, cuando mucho más exactos seríamos si dijéramos que así es la muerte. A esta chica de gafas oscuras que está entrando en un taxi no le daríamos nosotros tal nombre, probablemente pensaríamos que era la propia vida en persona y correríamos jadeando tras ella, ordenaríamos al conductor de otro taxi, si lo hubiera, Siga a ese coche, y sería inútil porque el taxi que la lleva ya ha doblado la esquina y no hay aquí otro al que le pudiéramos suplicar, Por favor, siga a ese taxi. Ahora sí, ya tiene todo el sentido que digamos que es así la vida y encojamos resignados los hombros. Sea como sea, y que eso nos sirva al menos de consuelo, la carta que la muerte lleva en su bolso tiene el nombre de otro destinatario y otra dirección, nuestro turno de caer del andamio todavía no ha llegado. Al contrario de lo que razonablemente podría preverse, la muerte no le ha dado al conductor del taxi la dirección del violonchelista, y sí la del teatro en que él toca. Es cierto que decidió apostar a lo seguro después de los sucesivos desaires sufridos, pero no comenzó transformándose en mujer por mera casualidad, o, como un espíritu gramático también podría ser llevado a pensar, por aquello de los géneros que antes sugerimos, ambos, en este caso, de la mujer y de la muerte, femeninos. A pesar de su absoluta falta de experiencia del mundo exterior, particularmente en el capítulo de los sentimientos, apetitos y tentaciones, la guadaña acertó de lleno en el objetivo cuando, en determinado momento de la conversación con la muerte, se preguntó sobre el tipo de hombre a quien pretendía seducir. Esta era la palabra clave, seducir. La muerte podría haber ido directamente a casa del violonchelista, tocar el timbre y, cuando él abriese la puerta, lanzarle el primer anzuelo de una sonrisa dulce después de quitarse las gafas oscuras, anunciarse, por ejemplo, como vendedora de enciclopedias, pretexto archiconocido, pero de resultados casi siempre seguros, y entonces una de dos, o él le diría que entrara para tratar del asunto tranquilamente delante de una taza de té, o le comunicaría enseguida que no estaba interesado y haría el gesto de cerrar la puerta, al mismo tiempo que delicadamente pediría disculpas por el rechazo, Si al menos fuera una enciclopedia musical, justificaría con una tímida sonrisa. En cualquiera de las situaciones la entrega de la carta sería fácil, digamos incluso que ultrajantemente fácil, y esto era lo que no le agradaba a la muerte. El hombre no la conocía a ella, pero ella conocía al hombre, habían pasado una noche en la misma habitación, y ella lo había oído tocar, cosas que, se quiera o no se quiera, crean lazos, establecen una armonía, dibujan un principio de relaciones, decirle en la cara, Va a morir, tiene ocho días para vender el violonchelo y encontrarle otro amo al perro, sería una brutalidad impropia de la mujer bien parecida en que se había transformado. Su plan es otro.
En la cartelera de la entrada del teatro se informa al respetable público de que en esa semana se iban a dar dos conciertos de la orquesta sinfónica nacional, uno el jueves, es decir, pasado mañana, otro el sábado. Es natural que la curiosidad de quien venga siguiendo este relato con escrupulosa y obsesiva atención, en busca de contradicciones, deslices, omisiones y falta de lógicas, exija que le expliquen con qué dinero va a pagar la muerte las entradas para los conciertos si hace menos de dos horas que acaba de salir de una sala subterránea donde no consta que existan cajeros automáticos ni bancos de puertas abiertas. Y, ya que se encuentra en plan de preguntar, también ha de querer que se le diga si los taxistas han pasado a no cobrar lo debido a las mujeres que llevan gafas de sol y tienen una sonrisa agradable y un cuerpo bien hecho. Ora bien, antes de que la malintencionada suposición comience a echar raíces, apresurémonos a aclarar que la muerte además de pagar lo que el taxímetro marcaba tuvo presente añadir una propina. En cuanto a la procedencia del dinero, si ésa sigue siendo la preocupación del lector, baste decir que salió de donde ya habían salido las gafas de sol, o sea, del bolso que llevaba colgado al hombro, puesto que, en principio, y que se sepa, nada se opone a que de donde ha salido una cosa no pueda salir otra. Lo que sí podría suceder es que el dinero con que la muerte pagó la carrera de taxi y tendrá que pagar las dos entradas para los conciertos, además del hotel donde se hospedará en los próximos días, esté fuera de circulación. No sería la primera vez que nos acostamos con una moneda y nos levantamos con otra. Es de presumir, sin embargo, que el dinero sea de buena calidad y esté cubierto por las leyes en vigor, a no ser que, conocidos como son los talentos mistificadores de la muerte, el taxista, sin darse cuenta de que estaba siendo estafado, haya recibido de la mujer de gafas de sol un billete de banco que no es de este mundo o, por lo menos, no de esta época, con el retrato de un presidente de república en lugar de la veneranda y familiar faz de su majestad el rey. La venta de billetes del teatro acaba de abrirse ahora mismo, la muerte entra, sonríe, da los buenos días y pide dos palcos de primera, uno para el jueves, otro para el sábado. Insiste a la taquillera que pretende el mismo palco para ambas funciones y que, cuestión fundamental, esté situado al lado derecho del escenario y lo más cerca posible. La muerte introdujo sin mirar la mano en el bolso, sacó la billetera y entregó lo que le pareció necesario. La taquillera le dio la vuelta, Aquí está, espero que le gusten nuestros conciertos, supongo que es la primera vez, por lo menos no recuerdo haberla visto por aquí, y mire que tengo una excelente memoria para las fisonomías, ninguna se me escapa, también es verdad que las gafas alteran mucho la cara de las personas, sobre todo si son oscuras como las suyas. La muerte se quitó las gafas, Y ahora qué le parece, preguntó, Tengo la certeza de no haberla visto antes, Tal vez porque la persona que tiene delante, esta que soy ahora, nunca ha necesitado comprar entradas para un concierto, hace pocos días tuve la satisfacción de asistir a un ensayo de la orquesta y nadie notó mi presencia, No lo entiendo, Recuérdeme que se lo explique un día, Cuándo, Un día, el día, el que siempre llega, No me asuste. La muerte sonrió con su preciosa sonrisa y preguntó, Hablando francamente, cree que tengo aspecto de darle miedo a alguien, No, qué cosas, no era eso lo que quise decir, Entonces haga como yo, sonría y piense en cosas agradables, La temporada de conciertos todavía durará un mes, Mire, ésa sí que es una buena noticia, quizá volvamos a vernos la semana próxima, Estoy siempre aquí, ya casi soy un mueble del teatro, Quédese tranquila, la encontraría aunque no estuviera aquí, Entonces la espero, No faltaré. La muerte hizo una pausa y preguntó, A propósito, ha recibido, o alguien de su familia, la carta color violeta, La de la muerte, Sí, la de la muerte, Gracias a dios, no, pero los ocho días de un vecino mío se cumplen mañana, el pobre está con una desesperación que da pena, Qué le vamos a hacer, la vida es así, Tiene razón, suspiró la empleada, la vida es así. Felizmente otras personas llegaron para comprar entradas, de otro modo no se sabe dónde podría haber acabado esta conversación.
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