José Saramago - Las Intermitencias De La Muerte

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En un país cuyo nombre no será mencionado se produce algo nunca visto desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo letal, la gente deja de morir. La euforia colectiva se desata, pero muy pronto dará paso a la desesperación y al caos. Sobran los motivos. Si es cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo haya parado. El destino de los humanos será una vejez eterna. Se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los «acuerdos de caballeros» explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver… Arrancando una vez más de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del hombre ante la impostergable finitud de la existencia. Parábola de la corta distancia que separa lo efímero y lo eterno, Las intermitencias de la muerte bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no murió nadie».

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En este estado de espíritu el violonchelista salió de casa, este estado de espíritu llevó al teatro, con este estado de espíritu entró en el escenario y se sentó en su lugar. El palco estaba vacío. Se atrasó, se dijo a sí mismo, estará a punto de llegar, todavía hay gente entrando en la sala. Era cierto, pidiendo disculpas por la incomodidad de levantar a los que ya estaban sentados los retrasados iban ocupando sus asientos, pero la mujer no apareció. Tal vez en el intermedio. Nada. El palco permaneció vacío hasta el fin de la función. Con todo, aún quedaba una esperanza razonable, la de que, habiéndole sido imposible llegar al espectáculo por motivos que ya le explicaría, estuviera esperándolo fuera, en la puerta de artistas. No estaba. Y como las esperanzas tienen ese destino que cumplir, nacer unas detrás de otras, por eso, pese a tantas decepciones, todavía no se han acabado en el mundo, podría ser que ella le esperase a la entrada del edificio con una sonrisa en los labios y la carta en la mano, Aquí la tiene, lo prometido es debido. Tampoco estaba. El violonchelista entró en casa como un autómata, de los antiguos, de los de primera generación, de esos que le tenían que pedir permiso a una pierna para mover la otra. Empujó al perro que acudió a saludarlo, dejó el violonchelo de cualquier manera y fue a tumbarse sobre la cama. Aprende, pensaba, aprende de una vez, pedazo de estúpido, te has portado como un perfecto imbécil, pusiste los significados que deseabas en palabras que al fin y al cabo tenían otros sentidos, e incluso ésos no los conoces ni los conocerás, creíste en sonrisas que no pasaban de meras y deliberadas contracciones musculares, te olvidaste de que llevas quinientos años a tus espaldas pese a que caritativamente te lo hubieran recordado, y ahora hete aquí, como un trapo, echado en la cama donde esperabas recibirla, mientras ella se está riendo de la triste figura que hiciste y de tu incurable tontería. Olvidado ya de la ofensa de haber sido rechazado, el perro se acercó a consolarlo. Puso las patas delanteras encima del colchón, levantó el cuerpo hasta llegar a la altura de la mano izquierda del dueño, allí abandonada como algo inútil, inservible, y sobre ella, suavemente, posó la cabeza. Podía haberlo lamido y vuelto a lamer, como suelen hacer los perros vulgares, pero la naturaleza, esta vez benévola, reservó para él una sensibilidad tan especial que hasta le permitía inventar gestos diferentes para expresar las siempre mismas y únicas emociones. El violonchelista se volvió hacia el perro, movió y dobló el cuerpo hasta que su propia cabeza pudo quedar a un palmo de la cabeza del animal, y así se quedaron, mirándose, diciéndose, sin necesidad de palabras, Pensándolo bien, no tengo ninguna idea de quién eres, pero eso no cuenta, lo que importa es que nos queremos. La amargura del violonchelista fue disminuyendo poco a poco, verdaderamente el mundo está más que harto de episodios como éste, él esperó y ella faltó, ella esperó y él no vino, en el fondo, y esto que quede entre nosotros, escépticos e incrédulos que somos, mejor eso que una pierna rota. Era fácil decirlo pero mejor sería haberse callado, porque las palabras tienen muchas veces efectos contrarios a los que se habían propuesto, tanto es así que no es infrecuente que estos hombres o esas mujeres juren y vuelvan a jurar, La detesto, Lo detesto, y luego estallen en lágrimas después de dicha la palabra. El violonchelista se sentó en la cama, abrazó al perro, que le puso las patas en las rodillas en un último gesto de solidaridad, y dijo, como quien a sí mismo se está reprendiendo, Un poco de dignidad, por favor, ya basta de lamentos. Después, al perro, Tienes hambre, claro. Moviendo el rabo, el perro respondió que sí señor, tenía hambre, hacía una cantidad de horas que no comía, y los dos se fueron a la cocina. El violonchelista no comió, no le apetecía. Además, el nudo que tenía en la garganta no le hubiera dejado engullir. Media hora después ya estaba en la cama, se había tomado una pastilla que le ayudara a entrar en el sueño, pero de poco le sirvió. Despertaba y dormía, despertaba y dormía siempre con la idea de que tenía que correr tras el sueño para agarrarlo e impedir que el insomnio viniese a ocupar el otro lado de la cama. No soñó con la mujer del palco, pero hubo un momento en que despertó y la vio de pie, en medio de la sala de música, con las manos cruzadas sobre el pecho.

Al día siguiente era domingo, y domingo es el día de llevar al perro a pasear. Amor con amor se paga, parecía decirle el animal, ya con la correa en la boca, dispuesto para salir. Cuando, en el parque, el violonchelista se encaminaba hacia el banco donde solía sentarse, vio, a lo lejos, que se encontraba allí una mujer. Los bancos del jardín son libres, públicos y en general gratuitos, no se le puede decir a quien llegó antes que nosotros, Este banco es mío, tenga la bondad de buscarse otro. Nunca lo haría un hombre de buena educación como el violonchelista, y menos aún ahora que le parece reconocer en la persona a la famosa mujer del palco de primera, la mujer que había faltado al encuentro, la mujer a quien vio en medio de la sala de música con la mano cruzada sobre el pecho. Como se sabe, a los cincuenta años los ojos ya no son de fiar, comenzamos a parpadear, a semicerrarlos como si quisiéramos imitar a los héroes de las películas del oeste o a los navegadores de antaño, sobre el caballo o a la proa de la carabela, con la mano sobre las cejas, escudriñando los horizontes distantes. La mujer está vestida de manera diferente, con pantalones y chaqueta de cuero, con certeza es otra persona, le dice el violonchelista al corazón, pero éste, que tiene mejores ojos, te dice que abras los tuyos, que es ella, y ahora mira a ver cómo te vas a portar. La mujer levantó la cabeza y el violonchelista dejó de tener dudas, era ella. Buenos días, dijo cuando se detuvo junto al banco, hoy podría esperarlo todo, menos encontrarla aquí, Buenos días, vine para despedirme y pedirle disculpas por no haber aparecido ayer en el concierto. El violonchelista se sentó, le quitó la correa al perro, le dijo, Vete, y, sin mirar a la mujer, respondió, No tiene de qué disculparse, es algo que siempre está sucediendo, la gente compra entradas y luego, por esto o por aquello, no puede ir, es natural, Y sobre nuestro adiós, no tiene opinión, preguntó la mujer, Es una delicadeza muy grande de su parte considerar que debería despedirse de un desconocido, aunque no sea capaz de imaginar cómo pudo saber que vengo a este parque todos los domingos, Hay pocas cosas que yo no sepa de usted, Por favor, no regresemos a las absurdas conversaciones que tuvimos el jueves en la puerta del teatro y por teléfono, no sabe nada de mí, nunca nos habíamos visto antes, Recuerde que estuve en el ensayo, Y no comprendo cómo lo consiguió, el maestro es muy riguroso con la presencia de extraños, y ahora no me venga con el cuento de que también lo conoce, No tanto como a usted, usted es una excepción, Mejor que no lo fuera, Por qué, Quiere que se lo diga, de verdad quiere que se lo diga, preguntó el violonchelista con una vehemencia que rozaba la desesperación, Sí, Porque me he enamorado de una mujer de quien no sé nada, que anda jugando conmigo, que mañana se irá para no sé dónde y que no volveré a ver, Será hoy cuando me vaya, no mañana, Para colmo, No es verdad que haya estado jugando con usted, Pues si no lo ha hecho, finge muy bien, En cuanto a que se haya enamorado de mí, no espere que le responda, hay ciertas palabras que están prohibidas en mi boca, Un misterio más, Y no será el último, Con esta despedida quedarán todos resueltos, Otros comenzarán, Por favor, déjeme, no me atormente más, La carta, No quiero saber nada de la carta, Aunque quisiera no se la podría dar, la he dejado en el hotel, dijo la mujer sonriendo, Pues entonces, rómpala, Pensaré en lo que he de hacer con ella, No necesita pensarlo, rómpala y se acabó. La mujer se puso de pie. Ya se va, preguntó el violonchelista. No se había levantado, tenía la cabeza bajada, todavía tenía algo que decir. Nunca la he tocado, murmuró, He sido yo quien no he querido que me tocara, Cómo lo ha conseguido, Para mí no es difícil, Ni siquiera ahora, Ni siquiera ahora, Al menos, un apretón de manos, Tengo las manos frías. El violonchelista levantó la cabeza. La mujer ya no estaba allí.

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