Se equivocaba, la vida no es así siempre, la mujer está esperándolo en la puerta de artistas. Algunos de los músicos que van saliendo la miran con intención, pero notan, sin saber cómo, que ella está defendida por una cerca invisible, por un circuito de alto voltaje en que se quemarían como minúsculas mariposas nocturnas. Entonces, apareció el violonchelista. Al verla, se detuvo, incluso llegó a esbozar un movimiento de retroceso, como si, vista de cerca, la mujer fuera otra cosa que mujer, algo de otra esfera, de otro mundo, de la cara oculta de la luna. Bajó la cabeza, intentó unirse a los colegas que salían, huir, pero el estuche del violonchelo, suspendido de uno de sus hombros, dificultó la maniobra de esquive. La mujer estaba ante él, le decía, No me huya, he venido para agradecerle la emoción y el placer de haberlo oído, Muchas gracias, pero soy un músico de la orquesta, nada más, no un concertista famoso, de esos que los admiradores esperan durante una hora para tocarlo o pedirle un autógrafo, Si la cuestión es ésa, yo también se lo puedo pedir, no me he traído el álbum de autógrafos, pero tengo aquí un sobre que puede servir perfectamente, No me ha entendido, lo que quería decirle es que, aunque me sienta halagado por su atención, no creo ser merecedor de ella, El público no parece haber sido de la misma opinión, Son días, Exactamente, son días, y, por casualidad, es éste el día en que yo le aparezco, No querría que viera en mí a una persona ingrata, maleducada, pero lo más probable es que mañana se le haya pasado el resto de la emoción de hoy, y, así como ha venido hasta mí, así desaparecerá, No me conoce, soy muy firme en mis propósitos, Y cuáles son, Uno sólo, conocerlo, Ya me ha conocido, ahora podemos decirnos adiós, Tiene miedo de mí, preguntó la muerte, Me inquieta, nada más, Y es poca cosa sentirse inquieto en mi presencia, Inquietarse no significa forzosamente tener miedo, puede ser apenas una alerta de la prudencia, La prudencia sirve nada más que para retrasar lo inevitable, más pronto o más tarde acaba rindiéndose, Espero que no sea mi caso, Yo tengo la seguridad de que lo será. El músico se pasó el estuche del violonchelo de un hombro a otro, Está cansado, preguntó la mujer, Un violonchelo no pesa mucho, lo malo es la caja, sobre todo ésta, que es de las antiguas, Necesito hablar con usted, No veo cómo, es casi medianoche, todo el mundo ya se ha ido, Ahí hay todavía gente, Esperan al maestro, Podemos conversar en un bar, Me está viendo entrar con un violonchelo a la espalda a un sitio abarrotado de gente, sonrió el músico, imagínese que mis colegas fueran todos y se llevaran los instrumentos, Podríamos dar otro concierto, Podríamos, preguntó el músico, intrigado por el plural, Sí, hubo un tiempo en que toqué el violín, incluso hay retratos míos en que aparezco así, Parece que ha decidido sorprenderme con cada palabra que dice, Está en su mano saber hasta qué punto todavía seré capaz de sorprenderlo, No se puede ser más explícita, Se ha equivocado, no me estaba refiriendo a lo que ha pensado, Y en qué he pensado yo, si se puede saber, En una cama, en mí en esa cama, Perdone, La culpa ha sido mía, si yo fuera hombre y hubiera oído las palabras que le dije, seguramente habría pensado lo mismo, la ambigüedad se paga, Le agradezco la franqueza. La mujer dio unos pasos y dijo, Vamos, Adonde, preguntó el violonchelista, Yo, al hotel donde me hospedo, usted, supongo que a su casa, No volveré a verla, Ya se le ha pasado la inquietud, Nunca he estado inquieto, No mienta, De acuerdo, lo he estado, pero ya no lo estoy. En la cara de la muerte apareció una especie de sonrisa en la que no había sombra de alegría, Precisamente cuando más motivos debería tener, dijo, Me arriesgo, por eso le repito la pregunta, Cuál, Si no la volveré a ver, Vendré al concierto del sábado, estaré en el mismo palco, El programa es diferente, no tengo ningún solo, Ya lo sabía, Por lo visto, ha pensado en todo, Sí, Y el fin de esto, cuál será, Todavía estamos en el principio. Se aproximaba un taxi libre. La mujer hizo una señal para pararlo y se volvió hacia el violonchelista, Lo llevo a casa, No, la llevo yo al hotel y luego sigo a casa, Será como yo he dicho, o entonces toma otro taxi, Está habituada a salirse con la suya, Sí, siempre, Alguna vez habrá fallado, Dios es Dios y casi no ha hecho otra cosa, Ahora mismo podría demostrarle que no fallo, Estoy dispuesto para la demostración, No sea estúpido, dijo de repente la muerte, y había en su voz una amenaza soterrada, oscura, terrible. El violonchelo fue introducido en el portaequipajes. Durante todo el trayecto los dos pasajeros no pronunciaron palabra alguna. Cuando el taxi paró en el primer destino, el violonchelista dijo antes de salir, No consigo entender qué pasa entre nosotros, creo que lo mejor será que no volvamos a vernos, Nadie lo podrá impedir, Ni siquiera usted, que siempre se sale con la suya, preguntó el músico, esforzándose por ser irónico, Ni siquiera yo, respondió la mujer, Eso significa que fallará, Eso significa que no fallaré. El conductor había salido para abrir el portaequipajes y esperaba que retiraran el violonchelo. El hombre y la mujer no se despidieron, no dijeron hasta el sábado, no se tocaron, era como una ruptura sentimental, de las dramáticas, de las brutales, como si hubieran jurado sobre la sangre y el agua no volver a verse nunca más. Con el violonchelo colgado al hombro, el músico se apartó y entró en el edificio. No se volvió atrás, ni siquiera cuando en el umbral de la puerta, durante un instante, se detuvo. La mujer lo miraba y apretaba con fuerza el bolso de mano. El taxi partió.
El violonchelista entró en casa murmurando irritado, Está loca, loca, loca, la única vez en la vida que alguien me espera a la salida para decirme que he tocado bien, y me sale una mentecata, y yo, como un necio, preguntándole si no la volveré a ver, meterme en historias por mi propio pie, hay defectos que todavía pueden tener algo de respetables, por lo menos son dignos de atención, pero la fatuidad es ridícula, la infatuación es ridícula, y yo soy ridículo. Apartó distraído al perro que había corrido para recibirlo en la puerta y entró en la sala del piano. Abrió la caja acolchonada, sacó con el mayor cuidado el instrumento que todavía tendría que afinar antes de irse a la cama porque los viajes en taxi, incluso cortos, no le hacen ningún bien a la salud. Fue a la cocina para ponerle algo de comida al perro, se preparó un bocadillo para él, que acompañó con una copa de vino. Lo peor de su irritación ya se le había pasado, pero el sentimiento que poco a poco lo iba sustituyendo no era más tranquilizador. Recordaba frases que la mujer había dicho, la alusión a las ambigüedades que siempre se pagan, y descubría que todas las palabras que ella había pronunciado, si bien pertinentes en el contexto, parecían contener otro sentido, algo que no se dejaba captar, algo tantalizante, como agua que se retira cuando la intentamos beber, como la rama que se aparta cuando vamos a tomar el fruto. No diré que está loca, pensó, pero que es una mujer extraña, de eso no cabe duda. Terminó de comer y regresó a la sala de música, o del piano, las dos maneras por las que la hemos designado hasta ahora cuando hubiera sido mucho más lógico llamarla sala del violonchelo, puesto que es con este instrumento con el que el músico se gana el pan, en cualquier caso hay que reconocer que no sonaría bien, sería como si el lugar se devaluase, como si perdiera una parte de su dignidad, basta seguir la escala descendente para comprender nuestro razonamiento, sala de música, sala del piano, sala del violonchelo, hasta aquí todavía sería aceptable, pero imagínense adonde iríamos a parar si comenzamos a decir sala del clarinete, sala del pífano, sala del bombo, sala de los platillos. Las palabras también tienen su jerarquía, su protocolo, sus títulos de nobleza, sus estigmas plebeyos. El perro vino con el dueño y se echó a su lado después de haber dado las tres vueltas sobre sí mismo que era el único recuerdo que le había quedado de los tiempos en que fue lobo. El músico afinaba el violonchelo sirviéndose del diapasón, restablecía amorosamente las armonías del instrumento después del bruto trato que la trepidación del taxi sobre las piedras de la calle le había infligido. Durante unos minutos consiguió olvidarse de la mujer del palco, no exactamente de ella, sino de la inquietante conversación que habían mantenido en la puerta de artistas, si bien el violento intercambio de palabras en el taxi seguía oyéndose detrás, como un lejano redoble de tambores. De la mujer del palco no se olvidaba, de la mujer del palco no quería olvidarse. La veía de pie, con las manos cruzadas sobre el pecho, sentía que le tocaba su mirada intensa, dura como diamante y como éste radiante cuando le sonrió. Pensó que el sábado la volvería a ver, sí, la vería, pero ella ya no se pondría de pie ni cruzaría las manos sobre el pecho, ni lo miraría de lejos, ese momento mágico había sido engullido, deshecho por el momento siguiente, cuando se volvió para verla por última vez, así lo creía, y ella ya no estaba.
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