José Saramago - Manual de pintura y caligrafía

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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No fue necesario ir. Al caer la tarde de aquel mismo día, serían las siete, sonó el teléfono. Pensé que sería Chico, aunque ya le había informado del fracaso de mi viaje a Caxias. Cogí el auricular y dije mi número. Oí una voz de mujer: «Soy la hermana de Antonio. Me gustaría hablar con usted personalmente. ¿Es posible?». En medio segundo me pregunté a mí mismo si alguna vez Antonio nos había hablado de una hermana. Quizá sí, hacía mucho tiempo, de paso, como de paso había hablado de sus padres. Respondí: «Desde luego. Estoy a su disposición. ¿Dónde prefiere que nos encontremos? Puedo salir ya. ¿O está hablando desde Santarem?». No hubo la menor vacilación por su parte. «Estoy en Lisboa. ¿Tiene inconveniente en que hablemos en su casa?» «No hay el menor inconveniente. ¿Cuándo va a venir? ¿Ahora?» «Sí, ahora.» «Quedo a su espera.» Iba a colgar, pero de pronto se me ocurrió la idea: «Oiga, oiga. Anote la calle». Ella respondió simplemente: «No es necesario. Tengo su dirección».

Colgué el teléfono un poco aturdido por lo inesperado de la visita. Me sentía contento por saber noticias de Antonio, pero descubrí que había nerviosismo, aparte de alegría, al darme cuenta de la agitación, la precipitación, con que ordenaba a toda prisa la casa, guardaba las ropas esparcidas por las sillas, daba puñetazos a los cojines del diván para ahuecarlos. Quería que la casa estuviera en orden. Puse toallas limpias en el cuarto de baño, tapé con un plástico (pero no artista) alguna loza sucia que había en la cocina. Y hecho todo esto en un instante, tuve que sentarme con un libro, mirándolo, quizá leyéndolo. Era una obra sobre Braque, es todo cuanto en este momento sé.

Son ahora las dos de la noche (de la mañana o de la madrugada para quienes se levantan temprano) y acabo de llegar de la calle. Fui a llevar a la hermana de Antonio a la casa de él, donde va a pasar la noche. Estuvimos juntos más de seis horas y creo que debo llamarla M.: digamos que es una premonición, en fin, o un deseo indefinido, o un voto, o la simple superstición de los gestos propiciatorios. Escribo despacio, escribo después de seis horas de diálogo, pero no me es posible y probablemente no sabría expresar, como si vividos fueran en el instante, sentimientos y emociones que van a aparecer aquí ordenados, no diré clasificados, sino pasados de mano en mano y dispuestos según el peso, la densidad y (ya que no he dejado de pintar) el color. Esto es lo que he venido haciendo a lo largo de casi doscientas páginas, tal vez doscientas veces lo hice. De otro modo no soy capaz, y si me lancé a este escribir fue precisamente para darme tiempo de pensar, para pensar con tiempo. Nacer, vivir, morir, son verdades universales y secuencia natural. Si quisiéramos transformarlas en verdad personal y en secuencia cultural, tendremos que escribir mucho más que los tres verbos por aquel orden dispuestos, y admitir que, entre los dos extremos de nada y nada, el vivir puede contener algunos nacimientos y muertes, no sólo los ajenos que de algún modo nos toquen o hieran, sino otros nuestros: al igual que la culebra, dejamos la piel cuando ya en ella no cabemos, o vienen a faltarnos las fuerzas y nos atrofiamos dentro, y esto sólo acontece a los humanos. Una piel vieja, reseca, quebradiza, cubre estas páginas de películas blancas y negras que son las palabras y los espacios entre ellas. En este momento diría que estoy desollado como un San Bartolomé, imagen, no dolor. Aún tengo restos de piel antigua, pero sobran las fibras de los músculos y las cuerdas de los tendones, una red frágil se extiende ya, primera metamorfosis de mi gusano-de-seda personal que dentro del capullo supongo que tendrá vida sucesiva y no muerte. No me parece estimable el estado de crisálida: su inviabilidad como tal contradice lo continuo que es, para mí, el flujo vivo. (Y, sin embargo, la crisálida vive.)

Una puerta es, al mismo tiempo, una abertura y aquello que la cierra. En las novelas y en la vida, personas y personajes gastan parte de su tiempo entrando y saliendo de las casas o de otros lugares. Es un acto banal, se cree, un movimiento que no suele merecer reparo o registro particular. Que yo recuerde, sólo el más literario de los pintores (Magritte) observó la puerta y el paso por ella con ojos sorprendidos y quizá inquietos. Las puertas de Magritte, abiertas o entreabiertas, no garantizan que del otro lado esté aún lo que allí habíamos dejado. Antes entramos, y era un dormitorio; entraremos otra vez y será un espacio libre y luminoso con nubes pasando lentamente sobre un azul pálido, serenísimo. Extraño es que la literatura (si mucha pintura vi, también mucho libro he leído) no haya dado gran importancia a las puertas, a esas planchas amplias reunidas o placas móviles, tapaderas que la vertical ahorra a la gravedad. Me sorprende, sobre todo, que se tome por insignificante lo que digo que es espacio inestable entre las jambas. Y, sin embargo, es por ahí por donde los cuerpos pasan y se detienen a mirar.

Fue así como vi a la hermana de Antonio. Me creía atento, pero no la oí subir la escalera. La llamada súbita y breve del timbre me hizo dar un salto, soltar el libro, desear infantilmente, mientras cruzaba el taller, que la capa hubiera quedado para arriba, abrir y cerrar la puerta para atrás. Un movimiento compuesto desarrollado sin pausas. Y ahora la brevísima suspensión, el tiempo de romper la invisible película que cubre el vano de la puerta, el tiempo de la instantánea vacilación de los pies en el umbral, el tiempo para que se busquen y se encuentren los ojos que llegan y los ojos que esperaban. Un hombre y una mujer. Repito: escribo esto horas después. Relato lo que aconteció desde el punto de vista de lo acontecido: no describo, recuerdo y reconstruyo. Junto la última sensación táctil a la primera, y ésta, reconstruida ahora, es reconstituida en el otro plano: me he despedido hace poco de M. con un apretón de manos, no exactamente, fue con un apretón de manos como la recibí: entre los dos gestos hubo, diré, una ecualización. El tiempo trans-currido entre esos gestos es tomado, pues, como un instante sólo y no como una sucesión yuxtapuesta de horas, llenas o no tanto así, fluidas o densas, pausadas o, al contrario, relampagueantes. Por eso este relato parecerá contener de menos y contener de más. Y no se sabrá nunca lo que realmente contuvo el tiempo aquí comprimido.

M. se quedó parada en la puerta, mirándome. Lo primero que vi fueron los ojos: claros, amarillos, dorados, o rubios, anchos, abiertos, clavados en mí como ventanas no sé si más abiertas hacia dentro que hacia fuera. El pelo, corto, del color de los ojos y después más oscuro bajo la luz eléctrica. El rostro triangular, de mentón fino. La boca estremecida en todo su contorno, por obra de una inesperada línea de minúsculos puntos que sucesivamente cambian de tonalidad, conforme va hablando. La nariz estrecha, conven-cidamente dibujada. Un palmo más baja que yo. El cuerpo flexible. Los hombros delicados. La cintura fina, de adolescente, sobre muslos de mujer. Cuarenta años, uno más, uno menos. Será esto ver mucho para quien dice haber visto sólo en el tiempo de atravesar una puerta, de entrar, de quedarse de pie, de sentarse luego, mientras algunas palabras van distrayendo la observación, en aquel momento por todas las razones incapaz de rigor. No obstante, recuerdo que después siguieron seis horas de ojos, de palabras, de pausas: por ejemplo, sólo en el restaurante me di cuenta de aquella insólita palpitación de los labios, ni en mi casa la primera penumbra de la tarde me habría permitido inmediatamente la descubierta.

Repitió las palabras con que había empezado a hablarme por teléfono: «Soy la hermana de Antonio». Y añadió: «Me llamo M.». Abrí más la puerta para dejarla entrar. Me presenté. «Mi hermano me habló de usted.» «¿Palabra?», me sorprendí más de lo que mostraba mientras la conducía a mi desvencijado diván. «¿Quiere tomar algo?» Respondió que no, que apenas bebía. «Supongo que tiene ganas de preguntarme por qué vengo a su casa y que no me hace la pregunta por delicadeza.» Dibujé en el aire un gesto intraducible en palabras, pero que quería decir aquello mismo, o por lo menos la primera parte. «Hace mucho tiempo ya, me dijo Antonio que si le ocurriera algo, si lo detuvieran, como ha ocurrido, que viniese a verle. Y por eso estoy aquí.» ¿Cómo he de expresar lo que sentí? Lo diré de esta manera: las líneas de mi diagrama relacional (¿existe esta palabra?) oscilaron y se quebraron, intentaron restablecer los enlaces en los lugares de fractura, algunas lo consiguieron, otras quedaron vibrando, alejadas, buscando nuevos enlaces. «Pero no creo que le pueda ser yo de gran ayuda. Hoy mismo.» Me interrumpí mientras recordaba la cara imberbe y fría del agente. «Hoy mismo he ido a Caxias y no conseguí nada.» «¿Fue a Caxias? Yo también estuve allí. No me dejaron ver a Antonio. Hasta el miércoles de la semana que viene, me dijeron.» «¿Hasta el miércoles? A mí me dijeron que no tenían ninguna información que darme. Ni obligación de hacerlo.» «Todos nosotros sabemos que no tienen obligaciones. Hacen lo que les apetece. No nos avisaron a Santarem hasta ayer. Y Antonio lleva ya cuatro días preso.» M. no se recostaba en los cojines del diván, pero no había en ella ninguna señal de tensión o nerviosismo. «Antonio y yo somos amigos, pero no nos vimos mucho en los últimos tiempos. Lo que dijo hace poco me ha sorprendido, la verdad.» «¿Que lo buscara si algo le sucedía?» «Sí.» «Sus razones tendría. Pero hay una posibilidad que tengo que abandonar. Me dice que no ha visto a Antonio.» «Es verdad.» «Entonces no había ninguna relación política entre ustedes.» «Ninguna.» M. me miró pausadamente, a la cara, como quien evalúa una ecuación antes de intentar resolverla o un modelo antes de pintar el primer rasgo. «En ese caso mi hermano me pidió que viniera a ver sólo a la persona.» Sonreí: «Por lo visto, sí, sólo a la persona. Perdone si eso es poco». Ella sonrió también. (M. no sonríe como el común de las personas, que despegan lentamente los labios, sacrificadas. La sonrisa de M. se abre de repente y tarda en apagarse: sonríe como una niña para quien las maravillas que la hacen sonreír siguen siendo maravillosas después de la sonrisa y por eso la retiene. Aunque yo, en este tránsito espectador, no me deba incluir en esa categoría.) «Se lo agradezco mucho. Hizo más de lo que era su deber. Fue a Caxias, lo intentó. Creo que mi hermano tenía razón.» «Si le puedo ser útil en lo que sea, cuente conmigo. No quiero dejar mal a Antonio.» Esta vez la cosa fue muy bien: sonreímos los dos a un tiempo. Luego me acordé de la cárcel, imaginé lo que estaría ocurriendo y me sentí mal. «¿Qué impresión le hace que Antonio esté preso?», pregunté. Ella cruzó las manos sobre las rodillas: «Ninguna impresión en particular, pesar, desde luego, preocupación, seguro. Procuro pensar sólo que Antonio está viviendo unos días en otro lugar, que esos días, pocos o muchos, son también su vida y que el lugar donde está es uno de los lugares posibles para la vida de cada uno de nosotros». Dijo esto en un tono muy firme, pero no acentuado, como si el peso de las palabras excluyera, por sí solo, los artificios de la dicción. «Dijo: cada uno de nosotros. Soy un ciudadano vulgar, sin importancia política, no estaré incluido en su gene-ralización.» «Todos lo estamos. Es amigo de Antonio. Ha ido a Caxias, en este momento ya estará la policía pensando en saber más del visitante. Y si no ha empezado aún, no tardará. Yo soy hermana de Antonio, fui a Caxias, estoy aquí en su casa, quizá me han seguido.» M. tenía ahora una media sonrisa: «Como ve, entre la libertad y la sospecha, entre la sospecha y la prisión, las distancias son pequeñas. Pero no hay que preocuparse demasiado. La policía no puede meter en la cárcel a toda la gente de quien desconfía. Por otra parte, el régimen fascista ha encontrado una manera buena y simple de resolver este problema. Caxias es sólo una prisión dentro de una prisión mayor, que es el país. Es práctico, como ve. En general, los sospechosos circulan a su gusto dentro de la prisión mayor; cuando resultan peligrosos, pasan a prisiones más pequeñas: Caxias, Peniche y otros lugares menos conocidos. Y es todo». Lo que me impresionaba era la simplicidad. Me levanté de mi banco, encendí las luces y fui a preparar un whisky para ella y otro para mí, puse el hielo sacado del cubo que preparé, distraído, sin recordar que M. me dijo que apenas bebía. Cuando le tendí el vaso me di cuenta del absurdo (ni siquiera sabía si le gustaba el whisky), pero ella lo recibió con naturalidad y se lo llevó inmediatamente a la boca. Bebí también: «¿Ha estado detenida alguna vez?». «Sí.» «¿Hace mucho?» «Hace unos años. Dos veces. La primera, tres meses; la segunda, ocho.» «¿Y cómo lo pasó?» «Nada bien. Pero hay quien tiene mayores razones de queja.»

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