José Saramago - Manual de pintura y caligrafía

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Manual de pintura y caligrafía: краткое содержание, описание и аннотация

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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Aparto los ojos del papel y veo mi mano moverse bajo la luz. Veo la piel ya floja en algunos lugares y movimientos, veo la red de las venas, los pelos, las arrugas de las articulaciones de los de dos, siento en los ojos la curva dureza de las uñas como un escudo, y sé que nunca sentí este poco tan mío. Muevo la mano y sé que es mi voluntad la que la mueve, que yo soy esa voluntad y esta mano. Descanso los antebrazos en la mesa y siento su presión sobre la madera y la fuerza que la madera opone. Este bienestar (estar bien, bien estar) no es físico, o sólo después es físico, no es un punto de partida, es el punto al que he llegado. Releo estas páginas desde el principio y busco el sitio, la situación, la palabra o la entrelínea que sean la certeza posible al doblar la esquina: en cada momento soy igual, en cada momento me voy sintiendo otro. Me falta un descansillo decisivo de tiempo, el lugar que separa el camino ya andado del que me falta por recorrer. Me falta (para recordar viejísimas lecciones de química elemental) el estado intermedio líquido en el paso de lo gaseoso a lo sólido, así como pararme un poco para mejor com-prender el movimiento.

La diferencia entre los retratos de S. y de los señores de la Lapa es mi diferencia: ahí sí que se hace sensible de inmediato. Nadie apostaría que son de la misma mano, o vacilaría mucho antes de afirmarlo. ¿En qué consiste la diferencia de autor? Si este trazo no es igual a aquel trazo ¿qué es lo que los distingue? ¿El movimiento de la muñeca, el apretar de los dedos en el carboncillo o en el pincel? Pero no hay ninguna diferencia en la manera de afeitarme, y es también la mano la que eso hace. No hay ninguna diferencia en la manera de sostener el tenedor, y es la misma mano la que lo sostiene. Ahora mismo he parado para frotarme los ojos con el dorso de la mano (gesto de infancia que conservo) y es igual el movimiento y la razón de él. No obstante, esta misma mano dibujó y pintó cosas iguales de modo diferente: no hay diferencia entre S. y los señores de la Lapa, y fueron pintados diferentes: los señores de la Lapa son, en definitiva, el segundo retrato de S. y mi comprensión. Dibujo y pinto. Sobre el papel y la tela, la mano describe la misma red invisible de movimientos, pero en cuanto se posa sobre la materia, y transforma en materia el movimiento, el signo reproduce una imagen-tiempo diferente, como si los nervios que parten del ojo fueran ahora a unirse en una región nueva del cerebro, inmediatamente contigua, desde luego, pero archivo de otra experiencia y en consecuencia fuente de una nueva información.

Me cuesta acabar. Compruebo que me resultó más fácil ir diciendo quién era que afirmar hoy quién soy. Esta escritura podría continuar hasta el fin de mi vida, con la misma utilidad o sinrazón que hasta ahora ha tenido. Dudo, sin embargo, que el relato de un día-a-día sin proyecto (me refiero al relato, no al día-a-día, que lo podría tener) pudiera interesarme bastante para proseguir esta indagación (si lo he llamado análisis alguna vez, he exagerado). No obstante, solo como me encuentro ahora, sin arte o dispuesto a aprender, crece en mí una tensión que ya intenté explicar con palabras, y que no me deja parar. Esta tensión es la que llena de dibujos el cuadro de esbozos, es ella la que me hace detenerme ante el retrato de los señores de la Lapa y el cuadro copiado de Vitale da Bologna, es ella también la que me empuja hacia el caballete donde he colocado una tela que no soy capaz de empezar. Porque no sé lo que voy a pintar. Hace más de veinte años que pinto, pero sería mentir si jurase que tengo veinte años de experiencia de pintura: mi experiencia es la de un retrato repetido durante veinte años, de un retrato hecho con unos cuantos colores básicos y por medio de unos cuantos gestos básicos. Que el modelo fuera hombre o mujer, joven o viejo, gordo o flaco, rubio o moreno, inteligente o estúpido, sólo exigía de mí un ajuste en cierto modo mimético: el pintor imitaba al modelo. El retrato de los señores de la Lapa es de otra factura técnica, o quizá no lo sea profundamente: no se modifican los hábitos, cualesquiera que sean, ni las maneras de pintar, qué hábitos son, de una hora a otra, y por simple voluntad del pintor. No hay milagros en la pintura. Lo que he llamado otra factura técnica, es más verdad que sólo el resultado de la inesperada imposibilidad de reaccionar, ante los nuevos modelos, con el mimetismo que me era ya naturaleza. Veo ahora que mi primer acto de rebelión (me perdono la exageración de la palabra por el gusto que me da) fue haber decidido pintar el segundo retrato de S. A escondidas lo hice, a escondidas de todo el mundo, pero, sobre todo, lejos de la vista del modelo. Había mucha cobardía en esa rebelión. O timidez. Ante los señores de la Lapa (los hidalgos de la casa morisca, la pequeña mayorazga de val-flor, los teles da alberguería, las damas de tiempos idos, el barón de lavas, los maja, el señor del pazo de ninaes) [3], el camaleón no cambió de color. Si pardo era, pardo se quedó, y fue con ojos de color pardo como registró y transpuso los colores que se le oponían o a los que (con más rigor) se oponía. (No creo, reparando mejor en lo que acabo de escribir, que haya mayor rigor en esta segunda forma verbal que en la anterior inmediata. Dudo de que Goya se opusiera a Carlos IV cuando lo pintó entre la familia real [si de este lado oposición hubo, ésa creo que podría descomponerse en los tres o cuatro elementos que he citado antes: complacencia, paciencia y desprecio, variable éste]: ante aquel grupo de degenerados, Goya miró sus rostros fríamente, y, no habiendo encontrado nada que en pintura mereciera mejorar, lo empeoró todo. Puede esto ser oponerse a, pero sólo hoy lo sabemos de hecho, porque entre tanto avanzó la historia de las instituciones monárquicas en general y de ésta en particular, y porque nosotros sabemos lo que en 1800 [fecha del retrato de Carlos IV y familia] Goya aún no sabía: que en 1810 haría los grabados de Los desastres de la guerra, que en 1814 pintaría El 2 de mayo, y Los fusilamientos del 3 de mayo, que al fin de su vida vendrían las «pinturas negras» y los «disparates».) ¿Me opuse (si este latín fuese posible, el opus-me portugués podría ser opus me, obra mía) a los señores de la Lapa? No lo creo. Lo más exacto (en fin) sería decir: estaba opuesto. Oponerse puede ser sólo un movimiento de humor, cosa que viene y pasa, y refleja, creo yo, la mayoría de las veces, una relación de dependencia, de subalternidad. Y por ahí se empieza, por el descubrimiento de la relación de inferioridad con el superior. El paso siguiente es salir de esa relación en revuelta, pero, si eso se puede hacer, entonces que el oponerse se transforme inmediatamente en estar opuesto, para que el primer impulso se mantenga y sea permanencia, tensión continua, un pie afirmado en el suelo que nos pertenece, el otro pie avanzado. Mil golpes repetidos abren un agujero en el muro, ese mismo muro cederá por completo ante una presión continua ejercida en un frente lo suficientemente amplio: la diferencia entre un pico y un buldózer.

Así me siento hoy dentro de estas mis cuatro paredes o cuando recorro la ciudad: opuesto a. ¿A qué? Primero, a los retratos que pinté y a mí mismo al pintarlos, pero no a lo que era cuando los pintaba: no puedo oponerme a lo que fui, y hoy menos que nunca: quise llamar a mí lo que fui (y creo que definitivamente lo hice) como quien llama a la propia sombra que quedó atrás y nos parece sucia, difusa en sus contornos, sólo recognoscible por un desmayado aire de familia, pero tan nuestra como el sudor o el esperma. Y opuesto también a lo que me rodea. Creo incluso que la mayor parte de esta tensión mía, viene ahora de ahí. Me siento como el soldado excitado que se impacienta con la tardanza del ataque del enemigo y avanza, o como el niño tembloroso de energía acumulada que apenas ha agotado un juego ansía ya otro. Liquidé (contabilicé, averigüé; destruí, aniquilé) un pasado y un comportamiento, y compruebo que no hice más que preparar un terreno: tiré las piedras, arranqué vegetación, arrasé lo que tenía a la vista, y de este modo (como con otras palabras y otras razones escribí) hice un desierto. Estoy ahora de pie en el centro, sabiendo que es éste el lugar de la casa que he de construir (si de una casa se trata), pero sin saber nada más.

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