Detuve el coche cerca de la estación y los acompañé a la puerta. Siempre he sido sensible al absurdo de las despedidas de los andenes, con todo ya dicho y sin tiempo para volver a empezar, con un tren que no se decide a partir y un reloj que deletrea los últimos segundos -y luego, el alivio, al fin, de la partida, aunque, desaparecido a lo lejos el último vagón, rompan los sollozos y aparezca el pesar que parecía no haber. El padre agradeció mi ayuda y luego dijo: «Nos vamos para dentro. No tardes». Nos quedamos M. y yo en el vestíbulo, un poco de lado uno junto al otro para evitar la multitud. «Me ha gustado mucho estar con usted», dije mirándola de frente. «Me ha gustado mucho estar contigo», respondió ella. Y, con una expresión clara y al mismo tiempo grave, levantó la cabeza, se alzó sobre las puntas de los pies y me dio un beso en la mejilla. Y, sin más palabras, viajero que se despidió y va a su viaje, atravesó el vestíbulo y pasó al andén, sin mirar hacia atrás. Volví lentamente al coche, me senté. Hay momentos así en la vida: se descubre inesperadamente que la perfección existe, que es también ella una pequeña esfera que viaja en el tiempo, vacía, transparente, luminosa y que a veces (raras veces) viene en nuestra dirección, nos rodea durante breves instantes y continúa hacia otros parajes y otras gentes. A mí me parecía, sin embargo, que esta esfera no se había desprendido y que yo viajaba dentro de ella. Ha llegado el momento de asustarse: murmuré estas palabras. Por el horizonte de mi desierto están entrando nuevas personas. Estos dos viejos ¿quiénes son, qué serenidad es la que tienen? ¿Y Antonio, preso, qué libertad se llevó consigo a la cárcel? ¿Y M. que me sonríe de lejos, pisando la arena con pies de viento, que usa las palabras como si fuesen filos de cristal y que de repente se aproxima y me da un beso? Ha llegado el momento de asustarse, repito. La perfección existe de paso. No para permanecer. Mucho menos para quedarse. «Me ha gustado mucho estar contigo», dijo. Aplicadamente, cuidando del dibujo de la letra, escribo y vuelvo escribir estas palabras. Viajo lentamente. El tiempo es este papel en el que escribo.
Hubo una tentativa de alzamiento militar. Tropas del Regimiento de Infantería 5, de Caldas da Rainha, avanzaron sobre Lisboa, pero acabaron por volver al cuartel. Todo el mundo anda agitado. M. me dio una copia del manifiesto del Movimiento de los Oficiales. Transcribo la parte final: «Afirmamos, desde ahora, nuestra solidaridad activa con los camaradas presos, a quienes no nos cansaremos de defender en cualesquiera circunstancias. Su causa es la nuestra, aunque podamos criticar su impaciencia. Sin embargo, la acción que desencadenaron no ha sido inútil. Esta acción ha servido para despertar la conciencia de algunos que quizá aún vacilaban. Sirvió también para definir con claridad los campos enfrentados, y de ella se han extraído lecciones preciosas para un futuro próximo. Sirvió para revelar, de forma brutal, las contradicciones en las que se debate el Ejército y -como éste es el “Espejo de la Nación”- la crisis general del País. Sirvió, en fin, para evidenciar los métodos a que recurren nuestros “jefes”, su total ausencia de escrúpulos y las alianzas a las que recurren para intentar aplastar y paralizar lo que ya es irreversible. En particular, bajo este último aspecto, nos corresponde denunciar la intromisión de la PIDE/DGS (que ha sido directamente dirigida por el ministro y el subsecretario de Estado del Ejército), deteniendo a camaradas y, al menos en un caso, forzando la entrada a puntapiés, cuando aún no eran las cinco de la mañana, en la casa de un camarada, maltratando, física, moral y psíquicamente a su mujer y a sus hijos y efectuando un registro domiciliario sin mandato legal. Esta interferencia de la policía política es intolerable, y representa un repugnante atentado a nuestros ya más que violados derechos, y no podemos permitir que tales hechos se repitan, bajo pena de que se generalicen y de que perdamos por completo nuestra ya más que zarandeada dignidad y el frágil prestigio que nos queda. Pero no se detuvieron aquí nuestros “jefes”. Llamaron a la Guardia Nacional Republicana y la enviaron contra nuestros camaradas del RI 5, confiando a aquella corporación la tarea inadmisible y ultrajante de cercar la Academia Militar. A su vez, la Legión Portuguesa, revelando la existencia de un aparato militar y policíaco operante, colaboró con la DGS y la GNR, llegando a participar en la persecución de las fuerzas del RI 5 que regresaban a Caldas da Rainha. ¿Habrá llegado quizá la ocasión de esperar que el Gobierno y los “jefes militares” hayan encontrado en la Legión Portuguesa, en la GNR y en la DGS los valerosos combatientes de que carecen para proseguir en África su política ultramarina? Camaradas de los tres ejércitos de las Fuerzas Armadas: el episodio de la marcha del RI 5 sobre Lisboa, articulado con los acontecimientos que inmediatamente lo prece-dieron, nos permite proseguir nuestro Movimiento con más seguridad y realismo. Confiamos en vuestro espíritu de camaradería y en vuestra solida-ridad para con los camaradas detenidos (cerca de 200, entre oficiales del QP y del QC, sargentos, cabos milicianos y soldados), que dieron una primera prueba real, al País y a las Fuerzas Armadas, de que no estamos dispuestos a tolerar tal estado de cosas. Apelamos finalmente a todos para que se man-tengan firmes con relación a los ya anunciados objetivos del Movimiento. Es necesario que nos mantengamos en cohesión y que reforcemos nuestras estructuras, conscientes de que, si sabemos ser coherentes y lúcidos, alcan-zaremos en breve cuanto nos propongamos».
M. no podía quedarse en Lisboa. La llevé a Caxias (Antonio volvió a ser interrogado, hizo cuatro días de «sueño». «Dosis pequeña», comentó M.; lo ha recibido todo, menos los libros, que quedaron retenidos) y después dimos una vuelta por Sintra, que ella casi no conocía. No hablamos mucho. Noté que sus silencios (y, en consecuencia, nuestros silencios) no son embarazosos: son sólo un tiempo diferente entre el tiempo de las palabras. Creo que es posible (e incluso deseable) estar largo tiempo callado al lado de ella y que ese silencio sea otra forma de continuar el diálogo. Escribo la misma cosa de dos maneras diferentes, para ver si con una de ellas acierto mejor: está dicho, y, pese a todo, no basta. No es exacto, no obstante, que no hayamos hablado mucho. Pero escribir (ahí está lo que ya he aprendido) es una elección, como pintar. Se escogen las palabras, frases, partes de diálogos, como se escogen colores o se determina la extensión y la dirección de las líneas. El contorno dibujado de un rostro puede ser interrumpido sin que el rostro deje de serlo: no hay peligro de que la materia contenida en ese límite arbitrario se desvanezca por la abertura. Por la misma razón, al escribir, se abandona lo que a la escritura no sirve, aunque las palabras hayan cumplido, en la ocasión de ser dichas, su primer deber de utilidad: lo esencial queda preservado en esa otra línea interrumpida que es escribir.
Cenamos en Sintra. Estaba ya acordado que yo la llevaría a Santarem. Paseamos un poco por la plaza del Palacio. El tiempo estaba fresco y yo hice el inmemorial gesto masculino: le pasé el brazo por los hombros. Frater-nalmente lo quise poner, y así fue, pero aquello que fraternal no era, tuve consciencia de que pasaba y venía en la película de calor que nos separaba y unía. M. sostuvo con la mano izquierda mi mano derecha que le resguardaba el hombro y así nos encaminamos al coche. Era ya de noche. Cuando salimos de la ciudad, bajo el túnel de los árboles que los faros dibujaban, hoja por hoja, repitió: «Me gusta estar contigo». No creo que se puedan decir mejores palabras a alguien, ni sé de otras que más apetezca oír. ¿Qué debía hacer yo? ¿Meter el coche en un desvío cualquiera, apagar todas las luces, atraerla hacia mí, excitarla, desarreglarle la falda, abrirle la blusa? Pobre aventura. Como si me estuviera leyendo el pensamiento, hojeando designios, M. dijo: «No hay que tener prisa». Y yo le respondí: «No tengo prisa». La carretera ahora era recta y podía acelerar, pero no era ése el viaje al que nos referíamos.
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