José Saramago - Manual de pintura y caligrafía
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Volvimos a hablar del hermano y de los padres. «El otro día me dijiste que tu trabajo era todo en Santarem. Esa frase no es natural. ¿Qué quiere decir todo?» Ella sonrió: «Tienes buena memoria». «No es mala, pero, en este caso, es aún mejor, porque escribí tu frase palabra por palabra.» M. se quedó callada. Cruzamos un pueblo. Las luces públicas nos daban en el rostro y pasaban. Y cuando nos hundimos de nuevo en la oscuridad del campo, M. empezó a hablar: «Trabajo en el despacho de un abogado. Fuimos a vivir a Santarem por las razones que te he contado ya. Fue allí donde conocí a mi marido. Nos casamos, no nos entendimos, nos separamos. Lo sabes todo. A mis padres les gusta vivir en Santarem. A mí me da lo mismo, aunque Santarem sea una ciudad encogida, estrecha. La hicieron en aquella loma, pero bien podía ser una ciudad grande. Casa por casa, calle por calle, las piedras, es más hermosa de lo que se cree. Pero, la gente, no. En todas partes hay excepciones, y allí también, afortunadamente, pero los horizontes de la gente que vive en Santarem no son los que se ven desde las Portas do Sol. Raramente se habrá visto ciudad más abierta hacia fuera pero que se encierre más en sí». «¿Tus horizontes son los de las Portas do Sol?» «Exactamente: son los de las Portas do Sol.» «¿No quieres explicarte mejor?» Ella se quedó callada otra vez. Luego me miró con atención: le vi los ojos tensos, muy abiertos, iluminados por la luz del tablero del coche. Yo conducía a una velocidad constante, ni lenta ni rápida. M. volvió a mirar la carretera. Y entonces volvió a hablar: «Oye. Te conozco desde hace pocas semanas. De ti sabía sólo la dirección, el nombre y el teléfono. Unas palabras de mi hermano, que me dijo que confiaba en ti. Te conocí, fui a tu casa, hablé de mi vida, nos tuteamos porque es normal, has sido honesto. No me refiero a historias de sexo cuando digo que has sido honesto: es otra cosa, más complicada, que no vale la pena de explicar. Ese tipo de honestidad no abunda por aquí. Me gusta estar contigo, ya te lo he dicho. Lo diré otras veces porque es verdad. Si no estoy equivocada, este conocimiento nuestro puede llegar lejos. Y ahora creo que tiene que ir más lejos de lo que fue. No hablo de sexo». «Lo sé.» Con un gesto rápido me tocó la pierna. Y dijo: «Tengo una actividad política en la región de Santarem. Por eso te dije que todo mi trabajo es en Santarem. Santarem y su término, como se decía antiguamente». «¿Eres del Partido?» «Lo soy.» «¿Y Antonio?» Noté que ella se retraía un poco: «Antonio está en la cárcel. No hay nada más que decir sobre él».
Pasamos unos minutos sin hablar. «Gracias por haberme dicho todo eso. Nada te obligaba a hacerlo.» «Nada me obligaría, a no ser mi voluntad. Por eso no debes agradecérmelo.» «¿Qué trabajo es el tuyo?» Adiviné que se distendía en el asiento, que incluso sonreía: «Nada importante. Yo no soy importante. Contactos con camaradas de algunas aldeas, con organizaciones diversas, un trabajo que no se ve pero que es necesario. Ya he pasado buenos calores, y aguantado chaparrones, pero, sabes, ahora miro esos campos y sé que tengo razón. No te puedo explicar por qué». «Ni lo precisas. También yo he leído mi Marx.» Ella se rió: «No me digas que eres de esos que juran, con la mano alzada, que se han leído El capital de cabo a rabo». «No lo he leído todo, ni juro.» Nos reímos los dos, ella puso el brazo en el respaldo de mi asiento, y yo repetí el gesto que ella hizo en Sintra. Sosteniendo el volante con la mano izquierda, le apreté la mano. Pero surgió una curva cerrada y el volante me exigió la mano libre. «¿Y esa actividad fue el motivo de que te encerraran?» «No. Se trataba de causas visibles, no de éstas. No lograron comprometerme.» «Cuando haga preguntas que no debo, avísame.» «Cuando hagas preguntas que no debas, no te respondo. O llamo a la policía.» Nos reímos otra vez, como dos niños. Esfera milagrosa que viajas llevándome dentro.
«Es duro tu trabajo.» «Sí, a veces. Pero es necesario. Más duro es el de los trabajadores y no se quejan: luchan, siguen luchando. En 1962, cuando la lucha por las ocho horas de trabajo, tenía yo veintisiete años, hacía poco que estaba separada. Entonces no era aún del Partido, pero era como si lo fuese: mi padre es militante antiguo. Sé que tuvo gran actividad en aquella ocasión, principalmente en la zona sur del río: Almeirim, Lamarosa, Coruche, hasta Couço. ¿Has estado en Couço? Quien leyera los diarios de entonces creería que estaba en otro mundo. Aquello fue otro mundo. A ver si me entiendes bien: los trabajadores no anduvieron por ahí mendigando la jornada de ocho horas, no fueron a implorarle al Gobierno la misericordia de no trabajar más de sol a sol. Hay documentos del Partido. En Alcácer do Sal, por ejemplo (es una historia que leí y que nunca olvidaré), fue así: los trabajadores, por su propia decisión, y sin atender las órdenes del capataz, fueron al trabajo a las ocho. A las diez y media, que era la hora antigua para el almuerzo, tocó la campana, pero ellos se hicieron los sordos y siguieron trabajando. Al mediodía lo interrumpieron y se fueron a comer. Volvieron a la una. A las cinco se cumplían las ocho horas de jornada. Pararon el trabajo y se fueron todos a casa. Parece sencillo, ¿verdad? Pero no sabes lo que esto supone, lo que esto exige de consciencia de clase, de organización, de reuniones, de con-versaciones. Sólo se puede valorar estando dentro de las cosas. Y hay otras historias: aquella del propietario de Montemor-o-Novo que cuando le fueron a pedir trabajo dijo: “¿Ya habéis comido lo que ganasteis en las ocho horas? ¡Pues, ahora, a comer paja!”. ¿Y sabes lo que hicieron los trabajadores? Fueron a una propiedad del tipo aquel, le cogieron un borrego, se lo llevaron, y le dejaron un papel: “Mientras haya carne, no se come paja”. Pero hubo detenidos, tiros, palizas. Murió gente. Sólo lo sabe bien quien anduvo entonces por allá. Yo hablo de lo que oí y de lo que he leído.» «¿Y hoy?», le pregunté. «Seguimos. Esto es como un río: lleva más agua o lleva menos, pero corre siempre. No nos secamos.» Estaba muy seria, mirando fijamente la carretera. A la derecha brillaba el río. «Por otra parte», dijo, «tenemos la seguridad de que este régimen no va a durar. La tentativa de Caldas da Reinha no va a quedar aislada. Y no estamos parados. Nunca lo hemos estado. El fascismo va a durar poco».
Nos acercábamos a la ciudad. Yo dije: «Confías en mí. Me has contado todo eso». «Sí. Confío en ti. Y te quiero.» A ciento diez kilómetros de Sintra, paré al fin el coche. Lo aparqué en el arcén, bajo un árbol, oyendo restallar las hojas bajo las ruedas, y luego el silencio. Me volví hacia M. Ella ya me estaba mirando. Repitió: «Sí. Te quiero». La atraje hacia mí. No le abrí la blusa, no le desarreglé la falda. Sólo nos besamos, con un suspiro, y seguimos besándonos hasta que el mundo se llenó de constelaciones. Y yo dije: «Te quiero». Y luego dijimos los dos al mismo tiempo: «Mi amor».
«Mi amor.» Repetir estas dos palabras durante diez páginas, escribirlas ininterrumpidamente, sin descanso, sin ningún claro, primero lentamente, letra a letra, dibujando las tres colinas de la m manuscrita, el lazo flojo de la e como brazos reposando, el profundo lecho de río que en la letra u se excava [6], y luego el asombro o el grito de la a sobre ahora las ondas marinas de otra m, la o que sólo puede ser este único y nuestro sol, y en fin la r hecha casa, o cobertizo, o dosel. Y luego transformar todo este dibujo en un único hilo trémulo, una señal de sismógrafo, porque los miembros se erizan y chocan, mar blanco de la página, toalla luminosa o sábana tendida. «Mi amor», dijiste, y yo lo dije, abriéndote mi puerta toda, y entraste. Abrías mucho los ojos al avanzar hacia mí, para verme mejor o más de mí, y posaste tu bolso en el suelo. Y antes de que yo te besara, dijiste, para que lo pudieses decir serena: «Vengo a quedarme esta noche contigo». No viniste ni pronto ni tarde, viniste a la hora cierta, en el minuto exacto, en el preciso y precioso descansillo del tiempo en el que yo podía esperarte. Entre mis pobres cuadros, rodeados de cosas pintadas y atentas nos desnudamos. Tan fresco tu cuerpo. Ansiosos, y no obstante sin prisa. Y luego, desnudos, nos miramos sin vergüenza, porque el paraíso es estar desnudo y saber. Despacio (sólo despacio podría ser, sólo despacio) nos acercamos, y, ya cerca, de repente unidos, y trémulos. Apretados el uno contra el otro, mi sexo, tu vientre, tus brazos cruzados sobre mi cuello, y nuestras bocas, lenguas, y los dientes, respirándose, alimentándose, hablando sin palabras dichas, en un gemido interminable, como una vibración, letras inarticuladas, pausa. Nos arrodillamos, subimos el primer peldaño, y luego lentamente, como si el aire nos amparase, caíste de espaldas y yo sobre ti, tan desnudos, y luego rodamos desnudos, tú sobre mi cuerpo, tu pecho elástico, y los muslos cubriéndome, y los muslos como alas. Sobre mí nos unimos y rodamos otra vez, yo sobre ti, tu pelo ardiendo, ahora mis manos abiertas sobre el suelo como si sobre los hombros sostuviera el mundo, o el cielo, y en el espacio entre nosotros dos las miradas tensas, luego turbadas, y el rugir de la sangre fluyendo y refluyendo en las venas, en las arterias, latiendo en las sienes, barriendo bajo la piel el cuerpo y el cuerpo. Somos nosotros el sol, las paredes ruedan, los libros, los cuadros, Marte, Júpiter, Saturno, Venus, el minúsculo Plutón, la Tierra. He ahí ahora el mar, no mar largo y océano, sino la ola desde el fondo apretada entre dos paredes de coral y subiendo, subiendo hasta estallar en espuma, chorreante. Murmullo o secreto de aguas derramadas sobre los musgos. La oleada retrocede hacia el misterio de las fosas submarinas, y tú dijiste: «Mi amor». Alrededor del sol, los planetas vuelven a su grave, lenta caminata, y nosotros que estamos lejos los vemos ahora parados, otra vez cuadros y libros, y paredes en vez de cielo profundo. Es de noche otra vez. Te levanto del suelo, desnuda. Te apoyas en mi hombro y pisas el mismo suelo que yo. Mira, son nuestros pies, herencia enigmática, plantas que dibujan, ellas, el poco espacio que ocupamos en el mundo. Estamos en el marco de la puerta. ¿Sientes la película invisible que hay que romper, el himen de las casas, desgarrado y renovado? Dentro hay un cuarto. No te prometo el cielo claro y las nubes lentas de Magritte. Estamos los dos húmedos como si hubiéramos salido del mar y entramos como en una caverna donde la oscuridad se siente en el rostro. Una pequeña luz apenas. Cuanto baste para verte y para que me veas. Te acuesto en la cama, y tú abres los brazos y planeas sobre la página blanca. Me inclino sobre ti, es tu cuerpo que respira, falda de montaña y fuente. Tienes los ojos abiertos, tienes los ojos abiertos siempre, pozos de miel luminosa. Y tus cabellos arden, campo de trigo maduro. Digo «mi amor» y tus manos descienden sobre mí desde la nuca a la raíz de la columna. Hay en mi cuerpo una antorcha. Se abren otra vez, alas, tus muslos. Y suspiras. Te conozco, reconozco donde estoy: mi boca se abre sobre tu hombro, mis brazos en cruz acompañan a tus brazos hasta los dedos clavados con una fuerza que no es nuestra. Como dos corazones, nuestros vientres laten. Gritaste, amor mío. Es todo el cielo el que grita sobre nosotros, parece que todo va a morir. Ya soltamos las manos, ya ellas se perdieron y encontraron, en las nucas, el pelo, y ahora abrazados esperamos la muerte que se acerca. Te estremeces. Me estremezco. Nos vemos sacudidos de la cabeza a los pies, y nos agarramos al borde de la caída. No se puede evitar. El mar ha entrado ahora mismo, nos hace rodar sobre esta playa blanca, o esta página, revienta sobre nosotros. Gritamos, sofocados. Y yo dije «mi amor». Duermes, desnuda, bajo la primera luz de la mañana, veo tu seno recortado en el contraluz de la impalpable película de la puerta. Despacio, poso mi mano en tu vientre. Y respiro, sosegado.
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