José Saramago - Manual de pintura y caligrafía

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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Primer ejercicio de autobiografía, en forma de relato de viaje. Título: Las imposibles crónicas.

El título queda ya ahí como marca de prudencia, aviso de que no se deben esperar mundos y maravillas de un relato que con tanta cautela empieza. No es pequeña pretensión la de considerar que un rápido viaje por tierras de Italia confiere el derecho de hablar de ellas a alguien más que a unos amigos interesados y a veces reticentes por haberse quedado. Creo que de Italia no está dicho todo, pero desde luego sobra poquísimo para el viajero común, armado sólo de su sensibilidad y sospechoso de una parcialidad confesada, que sin duda le tapará los ojos ante sombras inevitables. Por mi parte declaro que siempre entraré en Italia en estado de sumisión total, de rodillas, digámoslo así, situación en que la mayoría de las personas no reparan porque es toda ella psicológica.

Delimitado así mi pequeño espacio, puestas a la vista las banderolas que marcan los puntos de partida y de llegada, ya nadie podrá objetar que donde escribió Pedro no puede escribir Pablo, y que donde mejores ojos vieron han de cerrarse todos los demás. Italia debía ser (perdóneseme la exageración si no tengo en ella compañeros) el premio por haber venido nosotros a este mundo. Una divinidad cualquiera, encargada realmente de distribuir justicias y no penas, y sabedora de artes, debería murmurarnos al oído al menos una vez en la vida: «¿Naciste? Pues vete a Italia». Tal como quien se dirige a la Meca o a lugares menos contestados para garantizar la salvación del alma.

Dejemos estos prefacios y entremos en Milán. Por una razón u otra, Milán estaba aún fuera de mi mapa de Italia, como si dos millones de habitantes y una superficie de casi doscientos kilómetros cuadrados fueran cosa insignificante. Pero también es verdad que las grandes ciudades no me atraen mucho: nunca hay tiempo bastante para saber lo que verdaderamente son, de modo que acabamos no sabiendo de ellas más que si fueran pequeños burgos limitados a una plaza, un duomo, un museo, y algunas estrechas calles que el tiempo apenas ha cambiado, o creemos que apenas las cambió, porque son viejas y calladas y nosotros no vivimos allí. A no ser que el viajero busque en las ciudades aquello que ya conoce de otras (la tienda, el restaurante, la boîte) con lo que las cosas aún se le reducen más, porque entonces es él quien se transporta dentro de una atmósfera protectora, a salvo de aventuras.

También yo, sin embargo, aunque no por las mismas razones, me limité a tomar posesión fugaz de un pequeño espacio de Milán, un polígono cuyo vértice más inmediato fue la plaza del Duomo, una catedral cuyo gótico flamígero, pese a su esplendor (o a causa de él) me deja frío. Los otros vértices de esta figura geométrica en cuyo interior decidí concentrar a Milán entera, fueron Brera, el castillo Sforzesco, la iglesia de Santa Maria delle Grazie y la Pinacoteca Ambrosiana. Supongo que no esperarán de mí un guía o rutero de obras de arte, y mucho menos una contribución provechosa para confirmar o contestar ideas ya formadas, directas o de segunda mano. Pero un hombre avanza por espacios que la arquitectura organizó, por salas pobladas de rostros y figuras -y ciertamente no sale siendo el que era al entrar, o más le valiera haber pasado de largo. Por eso me arriesgaré a decir de una manera sin brillo lo que los privilegiados han explicado sin duda en estilo grandilocuente o, con más provecho, en el discreto secretear de los catálogos.

De castillos sabemos bastante, nosotros, que tenemos el culto oficial de ellos. Pero nuestros castillos son, generalmente, edificaciones desnudas, de las que cuidadosamente han eliminado cualquier señal de vida, obedeciendo a una singular preocupación de mantenerlos exentos de las máculas del uso y del olor de la humanidad. El castillo Sforzesco es, por dentro, más un palacio que una fortificación, aunque raras son las construcciones que den, como ésta, tamaña impresión de fuerza, y pocas son tan manifiestamente guerreras. Las macizas murallas de ladrillo parecen más invulnerables que si fueran de piedra bruta. En el patio interior, inmenso, podrían evolucionar cabalgatas y cuerpos de ejército, y todo el edificio, rodeado por una ciudad tan gigantesca y tumultuosa, surge de repente, en el silencio de sus otros pequeños patios o de las salas transformadas en museos, como un paradójico lugar de paz. Pero, en una de esas salas, una exposición de Folon es un tentáculo insidioso del pulpo exterior: hombres-edificios, hombres-calles, hombres-números, hombres-herramientas avanzan sobre colinas rapadas a navaja, mientras los cielos se cubren de saetas curvas, entrecruzadas, que apuntan al mismo tiempo direcciones diferentes.

Pero hay también una felicidad, luminosa y vagamente aterradora, presente allí en el Museo de Arte Antiguo, instalado en el castillo, en la Sala delle Asse. Se entra por una puerta baja y estrecha, en arco, y los ojos clavados en línea recta poco ven, a no ser algo que parecen columnas pintadas en las paredes, todo alrededor. Es sólo una sala más, hasta que los ojos se alzan hacia el techo. Compadezcamos a aquellos a quienes no recorra un súbito y lancinante estremecimiento: están perdidos para la belleza. Toda la bóveda surge cubierta de un entrelazo vegetal, formando una inextricable red de troncos, ramas y hojas, donde, desde luego, no cantan aves, pero de donde baja, como un murmullo, tal vez el fantasma de la respiración de Leonardo da Vinci cuando, sobre el alto andamio, pintaba aquel árbol-selva. Ni la Pietà Rondanini de Miguel Ángel, unas salas más allá, pese a toda la reverencia con que la miré (cuatro días antes de morir, todavía trabajó en ella Miguel Ángel, estatua inacabada que pide y rechaza nuestras manos), me apartó de los ojos el paraíso creado por Leonardo da Vinci.

Y ahora hablaré de la Pinacoteca de Brera, porque allí están Los desposorios de la Virgen de Rafael y el escorzo terrible y riguroso del Cristo muerto de Mantegna, pero sobre todo a causa de lo que es mi mayor fascinación en la pintura italiana, Ambrogio Lorenzetti, que tiene aquí una suavísima Virgen y Niño envuelta en un manto adornado de flores inesperadamente estilizadas. Son de este mismo Ambrogio Lorenzetti aquellos dos maravillosos paisajes que están en Siena, «los más hermosos cuadros del mundo». De ellos volveré a hablar, cuando llegue el momento de abrirme Siena, como a todos los viajeros promete y con todos cumple, «las puertas de su corazón».

Y está la iglesia de Santa Maria delle Grazie. Allí mismo al lado, en el lugar que fue refectorio del convento de dominicos, está la Cena de Leonardo, ya condenada a muerte cuando el pintor le puso la última pincelada: la humedad del terreno comenzó inmediatamente su trabajo de corrosión. Hoy, transformó en pálidas sombras las figuras de Cristo y de los apóstoles, dispersó nubes sobre ellas, las desportilló en múltiples puntos como una constelación de estrellas muertas en un espacio luminoso. Es una cuestión de tiempo. Pese a los cuidados minuciosos que la rodean, la Cena agoniza, y, más allá del prestigio del arte incomparable de Leonardo, tal vez sea esa muerte próxima lo que nos hace aún más preciosa esta magnífica pintura. Cuando la dejamos, llevamos dobles razones para temer no volver a verla. Aunque no venga otra guerra a derribar una vez más el edificio, transformándolo en un montón de ruinas, de vigas erizadas, de cascotes, de ladrillos triturados. La Cena parece definitivamente prometida a otro fin.

Y ahora, antes de partir, le toca el turno a la Pinacoteca Ambrosiana. No es un gran museo, medio escondido como está en la Piazza Pio IX, a la que, a su vez, sólo una imaginación meridional se atrevería a llamar plaza, pero es allí donde está el perfil un poco labriego de Beatrice d’Este (¿o de Bianca-Maria Sforza?), con sus perlas adornando la red que le sostiene el pelo y la cinta que ayuda a prenderlo y que un hippy de hoy no desdeñaría. Pintó este retrato Giovanni Ambrogio de Predis, milanés que vivió en los siglos XV y XVI. Pero, sobre todo, en la Pinacoteca Ambrosiana, en una sala exclusiva-mente consagrada a este cuadro, está expuesto el enorme cartón de la Escuela de Atenas. Bajo una iluminación perfecta, el dibujo de Rafael prefigura, en la espontaneidad y en la ligereza casi imponderable de un trazo que es más claroscuro que línea, la sabiduría y la dignidad de las figuras que en la stanza del Vaticano soportan las rápidas miradas del turista.

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