José Saramago - Manual de pintura y caligrafía

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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Equivocadamente se toma también, muchas veces, el nombre de amigo, o en este nombre está ya contenido el error y por eso y no de otra manera se creó la palabra, sino así. No es a los amigos a quien juzgo, más a la función que tácitamente nos atribuimos y consentimos en ellos de vigilarnos, de emplear una solicitud que al otro quizá no convenga, pero cuya falta nos censurará si no la exhibimos, de usar de la presencia y de la ausencia, y de que nos quejemos de una u otra, o no, según la conveniencia más exigente de la parte de nuestra vida en la que el amigo no tiene lugar. A causa de esta mala conciencia (remordimiento, desasosiego moral o acusación benigna de dicha conciencia), una reunión de amigos se parece a lo que sería un encuentro de almas gemelas: han abandonado todo lo que no se puede compartir entre los presentes, todos se empobrecen o disminuyen de lo que son (en lo malo y en lo bueno) para ser lo que de ellos se espera. Por esa razón, quien mucho quiere conservar las amistades, vive sobresaltado con el temor de perderlas y en todo momento se ajusta a ellas como la pupila obedece a la luz que recibe. Pero el esfuerzo que hacen los grupos de amigos para ese ajuste (¿cómo se ajustaría la pupila a luces simultáneas de diferente intensidad, si pudiera separarlas y reaccionar ante ellas una a una?) no puede durar más que la capacidad de cada uno para mantener (hacia arriba o hacia abajo) su propia personalidad en el diapasón común adoptado. Buen acuerdo es, pues, no prolongar demasiado las reuniones, para que no se alcance el punto de ruptura en que cada uno de aquellos pequeños astros sienta el deseo irreprimible de formar en otro lugar otra constelación, o de simplemente dejarse caer, cansado, en el espacio negro y vacío.

Aparte de Adelina, que hizo su papel de anfitriona, estuvieron en mi casa ocho amigos, entre hombres y mujeres. Había parejas estables, aunque una de ellas no contaba yo con que lo fuera (porque aún no lo era la última vez) y tenía el mismo aire provisional que al empezar teníamos Adelina y yo . Pero, mientras ellos todavía arden (la palabra, incluso banal, expresa con exactitud esa especie de aura flameante que invisiblemente rodea a las parejas re-cientes), nosotros ardemos ya en llamas blandas y lo sabemos. ¿Qué hacen estos amigos míos en la vida? Los hay publicistas, un arquitecto, un médico con su mujer, una decoradora que es sobre todo amiga de Adelina, un editor Viudo, mayor que yo (así, por suerte, no soy yo el más viejo de todos), que suspira por la decoradora y se limita a asistir a los galanteos con que ella se divierte con unos y otros. Se distingue este grupo, aparte de su capacidad para fumar, hablar y beber al mismo tiempo (en lo que se parece a todos los grupos), por tenerme cierta amistad, retribuida por mi parte como mejor puedo y sé (o quiero). Si empezásemos a buscar las razones de esta relación, estoy seguro de que no las encontraríamos: no obstante, continuamos siendo amigos por efecto de una inercia que se alimenta sólo del temor a la pequeña soledad que por egoísmo no deseamos soportar. A fin de cuentas, lo que nos une al grupo es el hecho de saber que el grupo proseguiría más allá de nuestra separación. Mientras seguimos unidos, podemos seguir teniéndonos por indispensables. Cuestión de orgullo.

Un orgullo del mismo tipo, que es de todos temor de quedar mal en comparación con otros grupos, hace que en el interior de cada uno las querellas y discusiones se desenvuelvan bajo la suprema justificación de la amistad, lo que permite, al mismo tiempo, la existencia impune de una agresividad de tipo particular, por la que las víctimas ocasionales o habituales tienen que mostrarse agradecidas. Tan cierta es esta agresividad que incluso en un grupo como el nuestro, practicante de la delicadeza de no introducir en la con-versación cuestiones relativas a la profesión de cada uno de sus miembros, delicadeza de la que soy principal beneficiario, porque todos me reconocen mal pintor, ni pintor siquiera, pues mis cuadros nadie los ve en ninguna parte, incluso en este grupo, estaba diciendo, no es raro que estallen conflictos agudos, crisis, cuando de repente uno de nosotros se ve juzgado por todos los demás y se desarrolla un proceso de acción recíproca sadomasoquista, resuelto las más de las veces en lágrimas o palabras violentas. Y esto ocurre porque alguien metió en el telar de la conversación, intencionadamente o por fatiga de fingir, cualquier detalle podrido del oficio de la víctima ocasional, y ahí, por culpa de las profesiones que tenemos, todos nos definimos como explotadores o parásitos de la sociedad. El arquitecto, porque sí; el editor, por lo de la cultura; los publicitarios, porque es obvio; el médico, por lo que bien sabemos; la decoradora, porque bueno bueno; Adelina, porque bueno bueno bueno; y yo, pintor de retratos, bueno. En todo caso, suelo salir bastante bien librado repito, porque todos ellos son gente competente en la profesión que eligieron, o ejercen, mientras que mi competencia técnica sólo sirve para acentuar la mala calidad de la pintura que hago.

¿Estaría borracho Antonio, el arquitecto? No voy a decir que lo estuviera. Ese modo nuestro de beber raramente llega a tanto. Pero si es cierto que el vino dice la verdad, ocurre en este tipo de reuniones que el lindero de la verdad se deja trasponer por quien de ella está más cerca. Debió de ser eso. Pese a las ventanas abiertas, el calor resultaba casi insoportable en el taller. Habíamos hablado de mil cosas sueltas, incoherentes, absurdas, y ahora, ya la noche avanzada, descansábamos un poco de la fiebre discurseante. Adelina, sentada en el suelo, posaba la cabeza en mis muslos (es costumbre decir en las rodillas, quizá por respeto a la decencia, pero es siempre en los muslos donde en estas ocasiones está posada la cabeza, porque las rodillas siempre son duras, y más las mías) y yo, por simpatía y gusto táctil, paseaba lentamente los dedos por su cabello mientras bebía mi ginotónico, como me da por llamarle cuando la cosa empieza a animarse. Sandra, la decoradora, que no se llama así, pero en fin, reanudaba su flirt con el médico, sólo un flirt, no más, pero lo bastante para que Carmo, el editor (mayor que yo, vuelvo a decirlo) sufriera más de lo que Shakespeare hizo sufrir a Otelo, y que era también suficiente para que la mujer del médico se dejara cortejar (¡qué hermoso verbo antiguo!) por Chico, publicista, conquistador en las últimas, que toma a pecho su fama y sigue flirteando, pero ya sin destrozos. En el fondo, todos saben que nada de esto tiene significado alguno: cualquier cosa llevada más lejos, o más seria, supondría la ruptura del grupo, y eso es, de todo, lo que menos podrían soportar. Publicistas son también (y con ellos se completa el ramo) Ana y Francisco, que acaban de pasar el lindero de los treinta, ferozmente enamo-rados y sinceramente asustados por la propia pasión, y allí sentados en el diván, esperando que atribuyéramos su manifiesta excitación al alcohol bebido. Sé que Carmo no aprueba estas exhibiciones, ni yo las alabo, pero las comprendo por el pavor que sé haberse implantado en aquellos pobres corazones, o cerebros, o venas, o sexos, aquella oscilación metronómica entre la muerte y la vida, aquel furor de proclamar eterna la propia definición de lo precario. Carmo no acepta estas cosas, ¿pero qué cosas no haría él si un día Sandra lo aceptase o le cediera la mitad de la cama aunque sólo fuese por una hora?

¿Y Antonio, el arquitecto del grupo, que dice que un día proyectará casas para todos nosotros? ¿Dónde estaría Antonio? Antonio fue al cuarto de baño y aparecía ahora en la puerta del taller con una sonrisa fija, decidida, que podría ser de maldad, pero no en Antonio, callado Antonio y secreto. Tenía en la mano, colgado del índice, el segundo retrato de S., invisible bajo su pintura negra, y yo creí que lo había encontrado por casualidad, porque dejé encendida la luz del desván y curioseó, con el derecho que le reconozco, porque la noche iba adelantada y estábamos ya todos a punto de aburrirnos (menos Ana y Francisco), o de caer en una absurda discusión sobre asuntos de cultura (cómo nos gusta a nosotros, burgueses, discutir de cultura) y también porque siendo amigo mío, probado y declarado, todo cuanto él hiciese yo se lo aguantaría. Por esto todo y otras razones o indefinibles o inconfesables, Antonio me preguntaba: «¿Te has pasado ahora al abstracto?, ¿pintas ya con un solo color?, ¿qué vas a hacer ahora con los retratitos?». Lo que pensé de Antonio entre el momento en que lo vi en la puerta con el cuadro y el momento en que se puso a hablar, sólo en esta ocasión lo digo, porque quiero no ir con prisas, porque no hay que apresurarse, porque hay que dar tiempo a que las cosas se entiendan, o si no tienen por qué ser entendidas, que no sea por falta de tiempo, porque tiempo es precisamente lo que más tengo por ahora, salvo si la muerte dispone otra cosa. Y, explicado esto, puedo, al fin, decir que salté de mi sitio en un amén (haciendo caer a Adelina) y en el camino hasta llegar a Antonio pude dominarme para sólo arrancarle (sí, con violencia) el cuadro que él sostenía ya con ambas manos, y más me dominé para no darle un tortazo, por culpa de aquel cuadro negro que yo no podría explicar nunca (ni la misma Adelina sabía nada de él, a lo que ayudaba su escasa curiosidad por el cuidado que yo solía tener de ocultar el cuadro tras los otros, en un hueco que le defendía los colores frescos mientras lo estuvieran), y también porque Antonio infringiera deliberadamente las reglas del grupo, al clasificar de «retratitos» unas pinturas a las que sólo yo tenía derecho, a puerta cerrada y con la cabeza bajo las sábanas, a dar ese nombre brutal y sin respuesta. Y mientras yo llevaba otra vez el cuadro al desván, oía nítidamente, como si me acompañaran al borde mismo de la oreja, las voces de Antonio, machaconas, «¿Cuándo se decidirá este hombre a pintar?», y las de los otros que le mandaban callar con el aire afligido, implorante, con el que se manda callar a quien a la cabecera del canceroso ha hablado de cáncer. Antonio olvidó (o decidió olvidar) que no hay que mentar la soga en casa del ahorcado, que no se habla de «retratitos» a quien no hace otra cosa. Cuando volví Antonio daba marcha atrás a su empeño y mostraba un aire obstinado, pero pacífico, entre los rostros y gestos de consternación de todos los demás, ocupadísimos en sus situaciones personales (pero no en exceso, para que yo no me ofendiera también por eso), como se veía en Sandra, que sólo hablaba con el Ricardo médico, en Chico que sólo hablaba con la Concha mujer del médico, en Francisco que sólo conversaba con Ana, en Carmo que intentaba conversar con Adelina, pero no, ella no, ella sólo me miraba, con el rostro no cerrado pero sin expresión, sólo a la espera. No se habló más del asunto y allí acabó la noche. Ana y Francisco, por esto y por aquello, pobrecillos, sólo por no pedirme prestada la cama por un cuarto de hora, fueron los primeros en despedirse. Luego Ricardo, porque tenía que ir al banco al día siguiente, y la mujer, porque es Concha. Y, de pronto, desapareció Antonio, tras haberme dicho crispado: «Perdona, no era eso lo que quería». Después, vista la desbandada, salió Sandra, que le dio muchos besos a Adelina, llevando como pajes a la mayor parte de hombres que quedaban, descontado yo, que me quedaba: Carmo y Chico. Imaginé a Carmo alborozado, deseando que Sandra le dijera que lo llevaría a casa (Carmo no tiene coche, no lo tuvo nunca), y Chico, burlón, insistiendo en que no, señor, «Carmo, te llevo yo», y así acabaría siendo, salvo si Sandra, para divertirse un poco se empeñaba en llevar a Carmo, trémulo e incapaz de hacer otra cosa que hablar del tiempo e invitarla a dibujar una portada. A Chico no le importaba nada, pasa de todo y sospecha que Sandra es lesbiana o va camino de serlo (me lo ha dicho ya), y él, de lesbianas nada. Seguramente va a dejar magnánimo que Sandra lleve a Carmo en el coche, que huele a cigarrillo y a Chanel, para que Carmo pueda acostarse feliz en su desolada cama de viudo.

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