José Saramago - Manual de pintura y caligrafía

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Manual de pintura y caligrafía: краткое содержание, описание и аннотация

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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Nos quedamos Adelina y yo de repente solos en aquel gran silencio de las dos de la madrugada. Se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla, en el lugar donde la carne se hunde un poco. Y luego empezó a recoger las copas y los platillos sucios, los ceniceros cargados de ceniza y de colillas, yo la ayudaba, más por hacerle compañía y gentileza que por necesidad. Ambos lo sabíamos y fuimos gentiles. Y ella, pese a que no se podía quedar, se entretuvo aún un poco más, cuando yo le pasé un brazo por el hombro, como convenía. Hablamos de cosas vagas y adormecidas, y fue en un arranque, pero introduciendo en ese arranque la quiebra que significa (o desearía que significara) el poco caso hecho de lo que no obstante se dice, cuando yo expliqué: «Estoy haciendo experiencias con un tipo de spray. Ese Antonio. Pero tiene razón». Y Adelina no se movió siquiera para decir: «Ah, sí». Se agitó no obstante mucho para dar su señal de retirada, y por simple formu-lismo preguntó: «¿Me llevas a casa?». Tiene el coche en la tienda, y ya habíamos acordado que yo la llevaría después de la reunión (o fiesta). Pero respondí: «Claro», que era la baza forzada en un obligado juego de cartas.

La dejé en la esquina de la calle donde vive (a la madre no le gusta que la deje justo en la puerta) y me quedé mirándola, por la acera adelante, alternativamente visible bajo la luz de los faroles y ocultándose en sombra en el espacio entre ellos, hasta verla luchando un poco con la cerradura y luego desaparecer. Arranqué despacio y, sin prisa, me puse a atravesar la ciudad. Es un placer que tengo y que a veces satisfago: conducir por las calles desiertas, lentamente, como si anduviera a la caza de mujeres, hasta el punto de que algunas me miran intrigadas cuando paso sin mirarlas siquiera, o mirándolas sabiendo lo que ellas esperan pero sabiendo que yo no, y continuando siempre, no hasta el fin de la noche, sino en una noche que no supiera cómo acabar. Esta vez, ni eso: estaban las calles y las mujeres en sus lugares ciertos, y también hombres que pasaban en las sombras, y gatos que derramaban las bolsas de basura, y el brillo terrible del asfalto, y los faroles, y agua corriendo aquí y allá, pero yo en el coche era más conducido que conductor, vacío, sin pensamientos, atontado. Por ir tan lentamente (ya me había ocurrido en otras ocasiones) un policía me mandó parar y me preguntó algo. Respondí (como había respondido otras veces, es lo que hace la costumbre) que el motor no tiraba, que conducía así a ver si conseguía llegar a casa. Por el retrovisor vi que, por si acaso, el guardia tomaba nota de mi matrícula, torciendo el cuello para que le diera la luz del farol. Tenía mucha razón el digno agente de la autoridad: si yo sufriera aquella noche un accidente de heridas o muerte, él sería una importante contribución al proceso con su preciosa desconfianza y su cívica previsión. Y si en esas noches estallaran bombas por allí, obra del ARA o de las BBRR, seguro que yo iba a tener problemas. Pero no tuve ningún accidente, ni estallaron bombas.

Eran las tres y media cuando aparqué el coche en Camões. Estaba lejos de casa, pero me apetecía ir a pie. Fui subiendo hacia Santa Caterina, y, llegado al mirador, descendí hasta la barandilla y me quedé mirando el río, consiguiendo no pensar en nada, expulsando el mínimo pensamiento, vaciándome de todo, para que ni las luces de los barcos tuvieran significación alguna, a no ser la de brillar sin motivo. No les permitiría más. Al fin me senté en uno de los bancos, y, sin saber cómo y cuándo había empezado, me di cuenta de que estaba llorando. Si aquello era llorar. Probablemente tiene la fisiología razones que el disgusto o la conmoción desconocen, y por eso pueden las mujeres llorar de esa manera fluyente, continua, ininterrumpida, y por ello angustiosa, mientras de los hombres se dice que no lloran o que es una vergüenza que lloren, tal vez porque ya no fueran antes capaces de llorar y se pensó que había que encontrar otra razón cuando aquélla fue descubierta. Verdad es que no he sido espectador privilegiado de lágrimas de hombre, y mi error será juzgar a los otros por mí, pero realmente no soy capaz de más que estas dos lágrimas lentamente exprimidas del interior ardiente de los ojos, tan escasas y opresivamente concentradas que no ruedan, se quedan ahí entre los párpados, quemándose despacio, tan lentamente que descubro de pronto que tengo los ojos secos. Juraría que no hubo lágrimas, si durante un tiempo no reconstituible, no recordable como tiempo, ni recontable, no hubiera habido entre el mundo exterior y yo una cortina trémula y brillante, como si yo estuviese en el interior de una gruta y enfrente cayera una cascada, gruesas y resplandecientes cuerdas de agua, pero sin ruido, a no ser en el interior de los ojos ese zumbido, que es el de la lágrima ardiendo. Sin duda lloré. Durante un minuto o una hora las luces de los barcos y las de la otra orilla del río, blancas y amarillas, fueron en mis ojos un sol: me beneficié de esa fortuna de los miopes que, como lo son, no ven la luz, sino la multiplicación de ella. Después, y todavía sentado supe que durante un tiempo no mensurable por ya pasado (y lo fui sabiendo más, conforme los ruidos de la ciudad empezaban a penetrar de nuevo en mi consciencia), supe (o encuentro de buen efecto prósico [¿existe la palabra?] decir ahora que lo supe) que en ese tiempo pasado y no mensurable estuve solo en el mundo, primer hombre, primera lágrima, primera luz y últimos instantes de inconsciencia. Me puse entonces a estudiar mi vida, a verla despacio, a remover en ella como quien levanta las piedras en busca de diamantes, cochinillas o gruesas larvas, de esas blancas y gordas que nunca vieron el sol y de repente lo sienten en su piel, blanda, como un fantasma que de otro modo no se revelará. Me quedé allí sentado el resto de la noche, mirando unas veces el río y otras el cielo negro y las estrellas (¿qué debe el escritor decir de las estrellas cuando dice que las miró? Afortunado yo que apenas escribo, y así, y por eso, no estoy obligado a más), hasta que con el alba llovió un poco, sin justificación, y el día empezó a clarear a mano izquierda y las aguas se pusieron cenicientas como el cielo. Entonces las luces se apagaron por sectores en la ciudad, que se fue despidiendo poco a poco de la sombra que hacia occidente aún se demoraba un poco más, y yo me sentí remotamente humillado porque la noche así pasada acababa en este frío de huesos y en la mirada indiferente del primer transeúnte con quien me crucé en la calle.

Escribo esto en casa, ya se ve, después de haber dormido sólo cuatro horas, y como me parece necesario, o útil, o por lo menos no perjudicial, ni siquiera para mí, decido continuar escribiendo, tal vez mi vida, la pasada y esta de ahora, tal vez la vida, porque de ella de repente me parece más fácil hablar que de la mía propia. En verdad, cómo voy a recuperar del pasado tantos años, y no sólo míos, porque están mezclados con los de otra gente, y mover estos míos es desordenar los que no me pertenecen hoy ni me pertenecerán nunca, por más que, mansamente o brutalmente, los invadiera en cada momento que puede ser común o por tal tomado. Probablemente, ninguna vida puede ser contada, porque la vida son páginas de libro sobrepuestas o capas de pintura que abiertas o descascarilladas para lectura y visión se deshacen en polvo, se pudren en seguida: les falta la invisible fuerza que las unía, su propio peso, su aglutinante, su continuidad. La vida es también minutos que no pueden desligarse unos de otros, y el tiempo será una masa pastosa, densa y oscura, en cuyo interior nadamos difícilmente, teniendo encima de nosotros una claridad indescifrada que lentamente se va apagando, como un día que, habiendo amanecido, a la noche de que salió regresase. Estas cosas que escribo, si alguna vez las leí antes, estaré ahora imitándolas, pero no lo hago a propósito. Si nunca las leí, las estoy inventando, y si por el contrario las leí entonces es que las aprendí y tengo el derecho de servirme de ellas como si mías fueran e inventadas ahora mismo.

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