José Saramago - Manual de pintura y caligrafía

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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Nací en el año 1632, en la ciudad de York, de buena familia, aunque no oriunda del país, pues mi padre era extranjero, de Bremen, y se instaló primero en Hull. Prosperó como comerciante y después de abandonar su negocio pasó a residir en York, donde se casó con mi madre, cuyo apellido era Robinson, una familia muy conocida en la región, por eso mis apellidos eran Robinson Kreutznaer; pero, debido a las habituales corruptelas de palabras en Inglaterra, nos llaman ahora, o mejor dicho nos llamamos a nosotros mismos y escri-bimos nuestro nombre Crusoe, y mis compañeros me llamaron así. Tenía dos hermanos mayores que yo; uno de ellos era teniente coronel en un regimiento de infantería inglés en Flandes, que antaño había sido mandado por el famoso coronel Lockhart, que murió en una batalla contra los españoles cerca de Dunquerque. De lo que ocurrió a mi segundo hermano nunca supe nada, del mismo modo que nada supieron mis padres de lo que a mí me ocurrió.

Otras veces he copiado textos como éste desde que empecé a escribir, y por diferentes razones, para apoyar un dicho mío, para oponerlo a él o porque no sería capaz de decirlo mejor. Ahora lo he hecho para adiestrar la mano, como si estuviese copiando un cuadro. Transcribiendo, copiando, aprendo a contar una vida, en primera persona, además, y de este modo intento comprender el arte de romper el velo que son las palabras y de disponer las luces que las palabras son. Habiendo copiado, me atrevo a afirmar que todo cuanto ha quedado escrito es mentira. Mentira del copista, que no nació en 1632 en la ciudad de York. Mentira del autor copiado, de Daniel Defoe, que nació en 1661 en la ciudad de Londres. La verdad, si allí está, sólo podría ser la de Robinson Crusoe o Kreutznaer, y para reconocerla habría sido preciso empezar por probar que existió, que su padre era originario de Bremen y que residió en Hull, que la madre era realmente inglesa y aquél su primer nombre, el apellido real de la familia, que del matrimonio nacieron dos hermanos más y que les ocurrió cuanto dicho queda. La misma verdad exigiría la comprobación de la existencia real del coronel Lockhart y de su regimiento, y, necesariamente, de las batallas que trabó, en especial la de Dunquerque contra los españoles. (Sobre la existencia de éstos no hay dudas.) No creo que nadie pudiera entenderse en este cruzarse de hilos, desenredarlos, distinguir los verdaderos de los falsos y (trabajo aún más sutil) definir y marcar el grado de falsedad en la verdad y de verdad en la falsedad. De cuanto Daniel DefoeRobinson Crusoe (el menor de los tres hermanos) escribió y ahí quedó registrado, sólo unas pocas y sobrias palabras me conviene y debo usar: «Del mismo modo que nada supieron mis padres de lo que a mí me ocurrió». ¿Porque yo los hubiera abandonado? ¿Porque, al contrario, me hayan abando-nado ellos? ¿Por voluntad de su vida o voluntad de la muerte? Nada de eso. Sólo porque cualquiera de nosotros podría así hablar de sus padres, o podrán nuestros hijos hablar de nosotros. Que yo, pintor de retratos y calígrafo de esta escritura, no tengo descendencia, o, si la tengo, no la conozco, como no la conozco tampoco si la tengo en un futuro por escribir. Robinson Crusoe (se dice en la penúltima página de la historia que Defoe cuenta en su nombre) tuvo tres hijos, dos muchachos y una chica: información inútil para la inteligencia del texto, pero que me tranquiliza sobre la importancia de lo superfluo.

Nací en Ginebra en 1712, del ciudadano Isaac Rousseau y de la ciuda-dana Susanne Bernard. Un modestísimo patrimonio, dividido entre quince hijos, había reducido a casi nada la parte de mi padre, que, para vivir, sólo dis-ponía de su oficio de relojero, en el que, en verdad, era grandemente eximio. Mi madre, hija del pastor Bernard, era más rica, y era discreta y hermosa. (…) Nací casi muerto: pocas esperanzas había de que lo superase.

Desde el principio, estos padres presentan la gran ventaja de ser verda-deros y de prometer por ello más veracidad que toda la ficción de Defoe. Verdadero es también Jean-Jacques Rousseau, nacido en la ciudad de Ginebra en 1712. Pero, al copiar fielmente estas líneas, con la honesta intención de aprender, no noto ninguna diferencia, salvo en la escritura, entre esta realidad y aquella ficción. Creo que para mi vida contada en este lugar (¿cómo iba a contarla en otro?) sólo aprovechará lo que a Rousseau alguien dijo más tarde (porque él mismo, sin consciencia, o sin consciencia bastante, no lo podía saber entonces): «Nací casi muerto». Tampoco yo, por las mismas razones, lo podía saber cuando nací, pero a diferencia de Jean-Jacques, no necesité que vinieran a decírmelo. Habiendo nacido, nací al principio de mi muerte, casi muerto pues. Planteo como hipótesis que la comadrona que ayudó a salir del vientre de mi madre habrá dicho: «Este niño viene lleno de vida». Se engañaba.

Quiere la ficción oficial que un emperador romano nazca en Roma, pero fue en Itálica donde nací yo, y a este país seco y sin embargo fértil sobrepuse más tarde muchas regiones del mundo. La ficción tiene cosas buenas: prueba que las decisiones del espíritu y de la voluntad transcienden las circunstancias. El verdadero lugar de nacimiento es aquel en el que, por primera vez, se lanza una mirada inteligente sobre uno mismo (…).

Alguien cuenta la vida de alguien que no existió o que no existió así: Defoe inventa. Alguien cuenta una vida diciéndola suya y confiando en nuestra credulidad: Rousseau se confiesa. Alguien cuenta la vida de un ser que vivió antes: Marguerite Yourcenar escribe las memorias de Adriano, es Adriano en las memorias que le inventa. Ante estos ejemplos estoy yo, H., incógnito en esta inicial, mientras escolarmente copio e intento aprender, inclinado a afirmar que toda verdad es ficción, abandonándome, para decirlo, en seis testigos de verdad sospechosa y de mentira idónea que se llaman Robinson y Defoe, Adriano y Yourcenar y Rousseau dos veces. Particular-mente me fascina el juego geográfico que salta de Itálica (España, cerca de Sevilla) a Roma, de Roma a Londres, de Londres a York, de York a Ginebra y de Ginebra hasta el lugar donde nació Marguerite Yourcenar, que no lo sé ni voy a saberlo. Porque ella misma, lanzando palabras por encima de los siglos y de distancias menores que siglos, puso a Adriano a escribir: «El verdadero lugar de nacimiento es aquel en el que, por primera vez, se lanza una mirada inteligente sobre uno mismo». ¿Dónde, así, nació Defoe? ¿Dónde, así, nació Rousseau? ¿Dónde, así, nació Yourcenar? ¿Dónde nací yo, pintor, calígrafo, nacido muerto mientras no haya decidido dónde, cuándo y si una mirada inteligente fue lanzada sobre mí mismo? Falta saber si, de este modo descubierto el lugar de nacimiento, podremos recuperar y continuar la mirada de entendimiento o, al contrario, nos perderemos en nuevas geografías. Todo, probablemente, son ficciones: la vida auténtica de Adriano es lentamente aplastada, triturada, deshecha y recompuesta con otra figura, en la ficción de Marguerite Yourcenar. Podemos apostar, ganando, que de Adriano alguna cosa falta, quién sabe si sólo porque nunca se le ocurrió a Defoe ni a Rousseau escribir la biografía de aquel emperador romano que en Itálica nació, aunque la ficción oficial quiere que haya nacido en Roma. Si la ficción oficial suele hacer cosas semejantes, ¿qué cosas más extraordinarias aún no habrá hecho la ficción particular?

Reparando bien en estas sutilezas (¿existen realmente, o sólo en mi cabeza?), vengo a descubrir que las diferencias no son muchas entre palabras que a veces son colores, y los colores que no consiguen resistir al deseo de querer ser palabras. Así pasa mi tiempo, con el tiempo de los otros y el tiempo que a los otros inventó. Escribo, y pienso: ¿qué es hoy el tiempo para Defoe, para Rousseau, para Adriano? ¿Qué es el tiempo para quien en este exacto momento muere, sin haber sabido, por el saber del entendimiento, dónde nació?

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