No ha sido fácil articular estas frases. Me recuerdo a mí mismo que no tengo hábito de escribir, que no domino ciertas habilidades de la escritura (adivinadas en el acto de la escritura, y pese a todo no sabidas, no dominables), pero compruebo que por este camino voy llegando a ciertas conclusiones que hasta ahora me resultaban inaccesibles, y una de ellas, por simple que parezca, se me presenta ahora en este punto de mi escritura, y viene a ser el contento de saber que puedo hablar de pintura, seguro de que la hago mala y eso no me importa, de que hablo de obras de arte, consciente de que mis trabajos no van a perturbar en nada los análisis y las discusiones de los entendidos. Es como si me dijera a mí mismo: «Me resbalan». El hombre sin talento es tan invulnerable como el genio, quizá más que él, pero no se ha demostrado que su vida sea menos útil. Curiosa conclusión ésta. Si no es sólo mía, si no es sólo una fácil autojustificación, si es y era ya antes un dato general que los dotados y hábiles nos han venido escamoteando para preservar sus diversos modos de dominio -todo en los museos merece ser salvado, los colores sobre la tela y la tela bajo los colores, el tejado que todo cubre y el guía que repite lo que le han enseñado, el suelo que pisa y la suela que lo pisa, el letrero que certifica el cuadro y la mano ausente que lo escribió.
Tantas palabras escritas desde el principio, tantos rasgos, tantas señales, tantas pinturas, tanta necesidad de explicar y entender, y al mismo tiempo tanta dificultad porque aún no acabamos de explicar y aún no conseguimos entender. En Milán, algunas paredes hablaban, decían palabras para mí insólitas, prohibidas en mi país de tristeza y miedo: «Lucha continua», «poder obrero». En Milán, la policía entró a la universidad, hirió, detuvo, y la prensa reaccionaria aplaudió y felicitó a las autoridades. Afirmo que los hombres no son hermanos, o mejor: los hombres no pueden ser todos hermanos. Rockefeller, Melo, Krupp, Schneider, Champalimaud, Brito, Vinhas, Agnelli, Dupont de Nemours, no son mis hermanos, ni los policías que los sirven son mis hermanos. Policías y financieros sí son hermanos unos de otros, aunque no hijos del mismo padre y de la misma madre. En Milán, los hermanos de esta hermandad, bastardos pobres y bastardos ricos, fueron felicitados por la bastardía de los periódicos. El mundo está viejo y dolorido.
¿Habré nacido entonces? No lo creo. Ya lo sabría antes, y no estaría hoy, al cabo de tantos años, interrogándome, repitiendo a Adriano, sobre la fecha y el lugar de mi nacimiento. Pero sin duda podría haber sido en aquel de los años de la guerra de España (1936-1939) cuando un policía de Lisboa me cogió con unos papeles en la mano, pobres y mal impresos rectángulos de papel, aún con la tinta húmeda, en los que se protestaba contra el envío de trigo para las tropas franquistas y se atacaba al fascismo, tanto el de fuera como al de dentro. Firmaba estos papeles un Frente Popular Portugués (influencia onomástica de Francia, sin duda, digo yo), que ni soñaba que lo fuese. Era una fiesta popular en las Amoreiras, y fui no sé por qué, tan poco dado soy y era a parrandas y alboroques, y para colmo solo, a un paso ya de la melancolía que después no remedié. Estaban los papeles en un mantoncito, sobre un murete bajo, y hoy puedo imaginar el sobresalto de corazón de quien allá los puso, así, tan acamados, para que se sirviera quien pasase y quisiese saber de crímenes. Yo era demasiado pequeño. Cogí los papeles todos y me acerqué a una luz para leer mejor. Había música, un tararí-tararí de banda de música, un estrado con gente que bailaba, luminarias, unas barracas de tiro al blanco, y algo más que no recuerdo. Pero recuerdo muy bien (odio viejo no se cansa, dijo Rebelo da Silva) la mano que me agarró bruscamente del brazo (con la violencia cayeron todos los papelitos al suelo) y la voz del policía. Apenas consigo recordar su cara. Sé que no era joven, han pasado bastantes años para que justamente muriese, y sólo me pregunto si habrá pensado después en lo que hizo, si a la hora de la muerte no sufriría un poco más por eso (si hay justicia y si crímenes mayores no tenía). Se inclinó para coger un papel, que leyó, me mandó que recogiera todos los otros y se los entregará, mientras seguía agarrándome del brazo con fuerza inútil, pues yo ni libre sería capaz de huir. Conocí entonces una forma de miedo que hasta entonces no sabía que existiera: el miedo de la víctima elegida, condenada sin juicio, el miedo del reo que nació para serlo. Estoy intentando definir hoy ese miedo de entonces, propenso a exagerar para aproximarme a lo inexpresable. «Vamos a la comisaría», dijo el guardia. Le juré que no había hecho nada malo, le supliqué que me dejara marcharme, que encontré los papeles y los leí para ver qué decían y nada más. El hombre quiso saber si alguien me entregó los papeles para que los repartiera «Andabas repartiéndolos ¿eh, desgraciado?») y yo le repetí, llorando, mi verdadera pero no verídica historia. Para el policía, mi verdad era la mentira. La gente que primero se había acercado, se fue alejando al ver que era cosa de política: no se limitaban a mirar de lejos, al contrario, hacían como si la cosa no les importara lo más mínimo, hoy sé que medrosas y felices por el peligro de que habían escapado. Y ahora me pongo a pensar si aún estaría allí quien había dejado los papeles sobre el muro, si me estaría mirando desde lejos con simpatía, y también con la esperanza de que no me hicieran demasiado daño. Me llevó a la comisaría, a muchas manzanas de distancia, metódicamente sacudido y amenazado, por calles en aquel tiempo y a aquella hora silenciosas. Una cosa tan sin importancia, sin crimen alguno -¿por qué este estremecimiento de rabia que apenas puedo dominar?
Fui interrogado por el jefe, yo de pie, él sentado. Luego me tuvieron encerrado en un cuarto más de dos horas. Allí ya no lloré. Estuve todo el tiempo quieto en una silla, casi a oscuras, mientras fuera los guardias hablaban y el jefe telefoneaba ahora sé dónde, dos o tres veces, preguntando siempre si querían que yo fuese «para abajo, o qué». Al fin me soltaron, diciendo que estaba de suerte, que «allá abajo» opinaban que no valía la pena. Pero se quedaron con mi nombre y domicilio. Llegué a casa muy tarde para lo que eran mis sencillos hábitos de entonces, y me riñeron e interrogaron para saber la causa del retraso. Me callé. Lo más seguro es que mis padres pensaran que aquella noche decidí perder la virginidad. Era verdad, pero no como ellos creían, la única que ellos podían creer.
Escribir en primera persona es una facilidad, pero también una amputación. Se dice lo que está ocurriendo en presencia del narrador, se dice lo que él piensa (si es que quiere confesarlo) y lo que dice y lo que hace, y lo que dicen y hacen quienes con él están, pero no lo que ésos piensan, salvo cuando lo dicho coincida con lo pensado, y sobre eso nadie puede tener seguridad. Si mis amigos fuesen figuras de novela, escrita no por mí o por uno de ellos, sino por alguien (el novelista) a nosotros exterior, bastaría a cada uno poder leer esa novela, y seríamos tan omniscientes como al novelista se le supone. Así, siendo ellos reales como yo soy, y como yo cerrados, o si abiertos no tanto que los otros puedan en verdad decir: «Lo sé», y sólo de mis pensamientos pudiendo dar parte en esta escritura que no es novela, me resigno a la ignorancia, a la impenetrabilidad de los rostros y de las palabras que esos rostros dicen (son los rostros los que hablan, son los rostros los que entienden) y de mis amigos continuaré hablando sin saber lo que piensan, sino sólo lo que dicen y sólo lo que hacen. Incluso así, con la condición de que lo digan y lo hagan ante mí, pues no sabré si será verdad lo que digan que hicieron y dijeron lejos de mí. Y si algo de eso me dijeran, no sabré si lo acordaron entre sí cuando uno invoque el testimonio del otro. Si este escrito no fuese en primera persona, yo habría encontrado la más perfecta forma de engañarme: de esa manera imaginaría todos los pensamientos, y con ellos todos los actos y palabras, y sumándolo todo, creería en la verdad de todo, e incluso en la mentira que en ello hubiera, porque también sería verdad esa mentira. La verdadera mentira es lo no sabido, no lo que sólo fue formulado de acuerdo con aquella centésima de las cien maneras de formular a la que es frecuente llamar mentira.
Читать дальше