José Saramago - Manual de pintura y caligrafía

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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Por estas referencias podrá verse cuán sensible fui a obras que, de una manera u otra, radican en el expresionismo exaltado y polémico; apunto el hecho como resultante probable de una inclinación personal, temperamental, y no como una tentativa de juicio de valor, que, decididamente, no me propondría. Al salir de los Giardini di Castello, donde la Bienal dispersa fatigadamente sus pabellones, se acerca ya la partida de Venecia. El vaporetto se abre camino con dificultad en las aguas turbias y agitadas, a lo largo de la Riva del Sette Martiri y de la Riva degli Schiavoni, adonde acabo por salir. Una melancolía desamparada cubre toda la ciudad. La fachada del Palacio Ducal, que a la luz del sol es de un pálido color naranja, pasa, con la lluvia, a ser de un rosa-viejo y se vuelve fragilísima. Bajo la arcada que da a la Piazzetta, sentados en el banco de piedra que corre a lo largo de todo este lado de la fachada, cinco muchachos americanos, de esos a quienes simplificando llamaríamos hippys, reposan dormitando, apoyados unos en otros, en una fraternidad que oprime el corazón.

Me despido de los Tetrarcas, los guerreros de pórfido, egipcios o siríacos, embutidos en la esquina de la Basílica, junto a la entrada de la Porta della Carta. Vinieron de lejos estos hombres de armas que se abrazan fraternalmente como los hippys, pero se quedaron aquí, mirando de hito en hito a las multitudes, agarrando el puño de la espada, mientras la mano libre se afirma, pacífica en el hombro del compañero. Amo a estos Tetrarcas. Paso los dedos por la piedra roja en señal de despedida, y sigo adelante. ¿Hasta cuándo?

El día 11 de marzo de 1944 (va a hacer treinta años) cayeron bombas sobre Padua. La iglesia delli Eremitani quedó destruida casi por completo; así desaparecieron o fueron damnificados los frescos de Mantegna sobre la historia de Santo Iago (el pintor tenía diecisiete años cuando se encontró, con sus colores y sus pinceles, ante la superficie desnuda de la pared). Miro lo que queda del mundo pictórico de Mantegna, las arquitecturas monumentales, las figuras amplias y robustas como paisajes rocosos. Estoy solo en la iglesia. Oigo los rumores de la ciudad que ha olvidado la guerra, el zumbido de los aviones, el estruendo de las bombas. Cuando me decido a salir, entra un matrimonio de viejos ingleses, altos, secos, arrugados, iguales. Como quien está en casa conocida, se dirigen a la Capella Ovetari, la de Mantegna, y se quedan allí mirando.

Pero Padua (la ciudad de San Antonio y de Gattamelata, la estatua ecuestre de Donatello que parece no haber sido vista por ninguno de los que hoy en Portugal hacen estatuas ecuestres) es, sobre todo, la Capella delli Scrovegni, donde Giotto pintó los frescos de la Vida de la Virgen, de la Vida de Jesús, de la Pasión, Ascensión y Pentecostés y un Juicio Final.

Tal vez estas pinturas no tengan el frescor narrativo del ciclo de la Vida de San Francisco, también de Giotto, en Asís, pero no sé qué mejor estilo podría convenir al nido tibio, a la perfecta dimensión que es la Capella degli Scrovegni. Las figuras se muestran reservadas, a veces hieráticas, pertenecen a un mundo ideal, premonitorio para Giotto. En un mundo así descrito, lo divino se cierne serenamente sobre las cosas y las vicisitudes terrestres como una predestinación o una fatalidad. Nadie sabe allí sonreír con los labios, quizá por incapacidad expresiva del pintor. Pero los ojos, hendidos, de párpados anchos y pesados, parecen muchas veces resplandecientes de espíritu y hay en ellos una cordura mansa y benigna que hace que las figuras se yergan encima y más allá de los dramas que los frescos relatan.

Mientras recorría una vez, y otra, y una más, la capilla, siguiendo por su orden los tres ciclos, me sorprendí con un pensamiento que todavía ahora no consigo desdoblar y examinar. Más que un pensamiento, fue un anhelo: poder dormir una noche allí dentro, en medio de la capilla, despertar antes del amanecer, y ver surgir de la oscuridad, poco a poco, como fantasmas, los grupos procesionales, los gestos, los rostros, aquel color azul de miniatura que es sin duda un secreto de Giotto, porque no existe en otro pintor. O no existe mientras lo miro a él.

Nadie crea que hay en mí una vocación religiosa que se denunciara de este modo. Se trata más bien, y muy terrenalmente, de querer saber cómo puede nacer un mundo.

Si soy capaz de ser, al mismo tiempo, o sucesivamente, autor y juez de mis autos (actos), creo que la oferta de Carmo tuvo alguna influencia en este segundo ejercicio. Hay en él (o al menos me lo parece) otro y mejor aliento narrativo, más cuidado en el estilo, y aquel aire compuesto de quien ya se sabe observado. Ambos ejercicios están vinculados, tanto en el tiempo que describen como en el tiempo en que los escribo, pero el primero resulta desprevenido, libre, inocente, y este de ahora se ha vuelto literario, no sé si para bien o para mal. Diré que mal es quizá la preocupación de ennoblecer el gesto y la frase, ahora expresiones vigiladas, no naturales, no fluyentes, y que bien habrá sido la misma vigilancia que permitió decir cosas un poco más inteligentes, un poco más atentas, un poco más próximas -y por eso, probablemente, personales. Si así es, gran desconfianza merece la espontaneidad, y trabajados loores merecería el artificio, ese, por tanto, arte, artefacto y, como se dice en el Alentejo (o se decía en los tiempos en que también esto se decía), artemages, que en seguida se ve que es manera popular de designar las artes mágicas. ¿O sería mejor arte de imágenes? Como aún no he olvidado del todo que soy pintor, me place esta hipótesis final: la de llamar artemages a la pintura. Cuánto más hermoso es el nombre de artemagista que el de pintor, cuánto más riguroso para el caso, si pintor para tanto y tan diverso da y tan lejos de la pintura.

No dudo de que sea grande mi ingenuidad. Ni estas prosas lo merecen ni Carmo pensó verdaderamente en publicar unos pocos textos que no vio y que rehuirá ver, pasado el alcohol y la perturbación. Al lado de Sandra, sintiéndole el seno pesado y tal vez tocándole la pierna, Carmo se habría declarado voluntario para el espacio, primero en la historia, si Gagarin hubiera caído enfermo en el último momento y la Unión Soviética no dispusiera de otro astronauta. Hay muchas maneras de hacer héroes y gente buena: la dificultad está en encontrarlos en el momento mínimo en que tres o cuatro vectores, antes desconexos, se encuentran en el espacio óptimo. Es mínimo ese momento, y es sabido que el punto de encuentro es igualmente punto de cruce, y también que los factores, apenas se encuentran, se dispersan para nunca jamás, salvo si, como me enseñaron en la escuela, el espacio es infinito y circular o esférico, y en consecuencia repetible el encuentro. Simplemente, ninguno de nosotros estará ya en ese precario punto: el tiempo no podría esperar tanto tiempo. Para el caso, hay aún una esperanza: mientras Sandra, por no sé qué capricho o desconsuelo íntimo esté o parezca estar interesada en Carmo, la promesa, la garantía, el casi juramento no podrá ser olvidado. Carmo no querrá quedarse por debajo del escalón que aquella noche subió. Sólo hay una manera de hacer Quijotes: hacer los ideales mayores. Sólo hay una manera de retardar el tiempo: vivir el tiempo de antaño. De una cosa y otra se aprovechan los hábiles, ése no es mi caso, que de los escritos de Italia no volveré a hablar con Carmo.

Daría probablemente todo mi arte de pintor (verdad es que no daría mucho, pero daría cuanto tengo) por conocer las profundas razones que llevan a las personas a escribir. Lo mismo se diría de pintar, pero vuelvo a decir que escribir me parece arte de otra mayor sutileza, tal vez más reveladora de quien es el que escribe. Puedo jurar que en Venecia (y quien lo dude puede buscar los catálogos) estaban realmente aquellos pájaros de que hablo, las aves de Trubbiani, hechas de cinc, aluminio y cobre, atadas a mesas de tortura, con las alas medio arrancadas, el dispositivo mecánico que funciona ajustadamente y que va a accionar una hoja de guillotina o a disparar un revólver o sólo prolongar una lenta agonía. Pero ¿por qué me fijé en eso, por qué eso fue lo que (se) me fijó, hasta el punto de ser lo que primero mencioné y de esta manera me denuncia? No lo sabía cuando lo escribí, lo sé ahora al volver a escribir (lección importante: nada se debe escribir una vez sola). En verdad, me denuncié, pero nadie lo iría a adivinar, porque la primera vez se usa siempre una lengua secreta que todo dice y nada permite entender. Sólo la segunda lengua explica, pero todo volvería a quedar oculto si el código de la primera lengua, en ese preciso momento, fuese olvidado o perdido. La segunda lengua, sin la primera, sirve para contar historias, las dos juntas forman la verdad. ¿Qué fue entonces lo que denuncié? Denuncié una tortura practicada largos años ha, mucho antes del episodio de la policía y de los papeles del Frente Popular Portugués. Cómo el tiempo puede ser tanto. Se dice que hay una crueldad infantil específica, hay también quien lo niega. Por mi parte, si a la discusión me llaman, digo que sí hay esa crueldad, si el propio individuo sentencia da en lo que a juzgar la supuesta crueldad en otro tiempo y en otras circunstancias se refiere. En tiempo y circunstancias diferentes, pero en el lugar exacto, creí y así concluí.

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