Están sentados, afortunadamente, a la sombra de unos árboles, él preguntó, Qué la ha traído a Lisboa, por qué nos busca, y ella dijo, Porque debe de ser verdad que usted y sus amigos tienen algo que ver con lo que está ocurriendo, Ocurriendo, a quién, Sabe muy bien a qué me refiero, a la península, a la ruptura de los Pirineos, a este viaje como nunca se ha visto otro igual, A veces pienso también que sí, que algo tenemos que ver, que es por culpa nuestra, pero otras veces pienso que estamos todos locos, Un planeta que anda dando vueltas alrededor de una estrella, girando, girando, ahora día, ahora noche, ahora frío, ahora calor, y un espacio casi vacío en el que hay cosas gigantescas que no tienen nombre al no ser el que le damos, y un tiempo que nadie sabe realmente qué es, todo esto tiene que ser también cosa de locos, Es usted astrónoma, preguntó José Anaiço, recordando a María Dolores, antropóloga en Granada, Astrónoma no soy, ni tonta, Perdone la impertinencia, todos estamos un poco nerviosos, las palabras no dicen lo que quisieran decir, hablamos de más o de menos, perdóneme, Está perdonado, Probablemente le parezco escéptico porque a mí no me ha ocurrido nada, aparte de lo de los estorninos, aunque, Aunque, Hace poco, en el hotel, cuando la vi en el salón me sentí como si estuviera en un barco, en el mar, fue la primera vez que me ocurría esto, Pues yo lo vi como si se acercara a mí desde muy lejos, Y eran sólo tres o cuatro pasos.
Procedentes de todos los horizontes, los estorninos cayeron súbitamente sobre los árboles del jardín. De las calles cercanas aparecieron personas corriendo, miraban hacia arriba, señalaban con el dedo, Aquí están de nuevo, dijo José Anaiço, impaciente, y lo peor es que no vamos a poder hablar, con toda esta gente aquí. En ese momento, los estorninos alzaron el vuelo todos juntos, cubrieron con una gran mancha negra y vibrante el jardín, las personas gritaban, unos con gritos de amenaza, otros de excitación, otros de miedo, Joana Carda y José Anaiço miraban sin entender qué estaba pasando, entonces la gran masa se fue ahilando, se convirtió en cuña, en ala, en flecha, y después de dar tres rápidas vueltas, los estorninos salieron disparados rumbo al sur, cruzaron el río, desaparecieron lejos, en el horizonte. Los curiosos, los papanatas que se habían reunido, soltaron exclamaciones de sorpresa, también de decepción, al cabo de unos minutos el jardín estaba desierto, se notó de nuevo el calor, sentados en un banco estaban, solos, un hombre y una mujer, con una vara de negrillo y una maleta de viaje. José Anaiço dijo, Creo que no volverán más, y Joana Carda, Ahora voy a contarle lo que me pasó.
Reconocida la gravedad de los hechos relatados, la prudencia determinó que Joana Carda no se alojara en el célebre hotel, en cuyo tejado esperaban aún las redes, ahora en vano, que se posaran los estorninos. Fue una decisión inteligente, evitó, por lo menos, que pudiera confirmarse la alteración, por segunda vez, del dicho sobre el tiro y los conejos, que sería ahora caer, junto a los tres sospechosos, si no incriminados ya, una mujer con artes de esgrima metafísica. Pasado lo escrito a palabras menos barrocas y construcciones más ventiladas, lo que Joana Carda hizo fue instalarse algo más arriba, en el hotel Borges, en pleno corazón del Chiado, con su maleta y su vara de negrillo, que desgraciadamente no es telescopio plegable, de modo que la miran intrigadas las personas al pasar y, en la recepción del hotel, bromeando para disimular la real curiosidad, un empleado, respetuoso ciertamente, hará una discreta alusión a varas que no son bastones, a lo que Joana Carda le respondió con el silencio, en definitiva no hay ninguna ley conocida que prohíba a un cliente llevar a su habitación una rama de encina, menos aún un palito delgado, que no llega a los dos metros de largo, fácil de llevar en el ascensor y que, puesto en un rincón, casi no se ve.
José Anaiço y Joana Carda hablaron mucho, hasta después de ponerse el sol, imagínense, dieron al asunto todas las vueltas que se podían dar y concluyeron que, no habiendo nada de natural en él, las cosas ocurrían como si una normalidad nueva se hubiera instalado en vez de la normalidad antigua, pero sin convulsiones, agitación o mudanza de color, que, por otra parte, y de darse, tampoco explicarían nada. El error es sólo nuestro, con este gusto por dramas y tragedias, esa necesidad de coturno y gesto amplio, nos maravillamos, por ejemplo, ante un parto, aquella batahola de suspiros y gemidos, y gritos, el cuerpo que se abre como un higo maduro y lanza fuera otro cuerpo, y eso es maravilla, sí señor, pero no menor maravilla fue lo que pudimos ver, la eyaculación ardiente dentro de la mujer, la maratón mortífera, y luego la lentísima fabricación de un ser por sí mismo, cierto es que con ayudas, ese que será, para no ir más lejos, este que esto escribe, irremediablemente ignorante de lo que le aconteció entonces y también, confesémoslo, no muy sabedor de lo que ahora le acontece. Joana Carda no sabe y no puede decir más, Estaba la vara en el suelo, hice la raya con ella, si estas cosas suceden por haberla hecho, quién soy yo para jurarlo, por eso es necesario que vayamos a ver, debatieron y volvieron a debatirlo, anochecía ya cuando se separaron, ella para el Borges de encima, él para el Bragança de abajo, y va mordido de remordimientos José Anaiço, que no tuvo alma para interesarse por los amigos, ingrato, bastó que apareciera una mujer narradora de historias fantásticas y se quedó toda la tarde oyéndola, Ahora es necesario ir y ver, repetía ella, modificando ligeramente la frase, quizá para convencerlo de una vez, en muchos casos es la única solución, decirlo de otra manera. A la entrada del hotel José Anaiço alza los ojos, de estorninos ni rastro, la sombra alada que pasó, rápida y blanda como una discreta caricia, fue un murciélago a la caza de mosquitos y polillas. El paje del pasamanos tiene la lámpara encendida, está allí para dar la bienvenida, pero José Anaiço ni siquiera posa en él una mirada aburrida, mala noche va a pasar si Pedro Orce y Joaquim Sassa no han vuelto.
Habían vuelto. Esperan en la sala, sentados en las mismas sillas en las que Joana Carda y José Anaiço se habían sentado, aunque haya quien no crea en coincidencias, cuando coincidencias es lo que más se encuentra y se prepara en este mundo, si no son las coincidencias la propia lógica del mundo. José Anaiço se detiene a la entrada del salón, parece como si todo fuera a repetirse, pero ahora no, el suelo de tablas permaneció firme los cuatro pasos de distancia son sólo una distancia de cuatro pasos, no un vacío interestelar ni un salto de vida o muerte, las piernas se movieron por sí mismas, después hablaron las bocas para decir lo esperado, Fuiste a buscarnos, preguntó Joaquim Sassa, pero a una pregunta tan simple no puede responder José Anaiço con sencillez, Sí o No, ambas palabras serían verdaderas, ambas mentirían, costaría mucho explicarlo, por eso hizo su propia pregunta, tan legítima y natural como la otra, Dónde diablos os habéis metido tantas horas. Se ve que Pedro Orce está cansado, no es extraño, la edad, digan lo que digan los obstinados, pesa, y hasta un hombre joven y vigoroso hubiera salido deshecho de las manos de los médicos, prueba tras prueba, análisis, radiografías, cuestionarios, golpecitos de martillo en los tendones, sondajes en los oídos, exámenes de retina, electroencefalogramas, no es extraño que los párpados le pesen como plomo, Me caigo de sueño, dice, estos sabios portugueses por poco me matan. Se decidió allí mismo que Pedro Orce no saldría de la habitación hasta la hora de la cena, que bajaría entonces para tomar un caldito de gallina y una pechuga, pese a no ser grande su apetito, le parecía tener el estómago lleno aún de la papilla radiológica, Pero a ti no te hicieron ninguna radiografía de estómago, observó Joaquim Sassa, Pues no, pero es como si me la hubieran hecho, la sonrisa de Pedro Orce era tan desmayada como una rosa marchita. Te quedas descansando, dijo José Anaiço, Joaquim y yo nos vamos a cenar a un restaurante cualquiera, hablaremos de lo que ha pasado y cuando volvamos llamamos a tu puerta, a ver cómo estás, No llaméis, lo más seguro es que ya esté durmiendo, lo que quiero ahora es dormir doce horas de un tirón, hasta mañana, y se retiró arrastrando los pies. Pobre hombre, en qué andanzas lo metemos, eso lo dijo José Anaiço, También a mí me han molido a preguntas y pruebas, pero no hay comparación con lo que le han hecho a él, esto me recuerda un cuento que leí hace años, Inocente entre Doctores se titulaba, De Rodrigues Miguéis, Exacto.
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