Joaquim Sassa y José Anaiço no están escasos de dinero, habían reunido cuanto tienen para la aventura más allá de la frontera y pudieron hacer economías, como sabemos, una vez durmiendo bajo las estrellas, otra en casa de un farmacéutico andaluz, y, en Algarve, beneficiándose de la situación anárquica, nadie les presentó cuenta de la estancia. En Lisboa, donde ya hemos entrado, sólo en la periferia urbana hubo asalto y ocupación de hoteles, los restantes, centrales, fueron defendidos por dos factores de disuasión, en primer lugar porque la capital, como es costumbre en todos los países, es el sitio de más alta concentración de fuerzas de autoridad o represivas, en segundo lugar por esa timidez peculiar del ciudadano, que muchas veces sufre y se reprime al sentirse observado por el vecino que lo juzga, y viceversa, el paramecio de la gota de agua perturba ciertamente la lente y el ojo que tras de ella observa y perturba. Debido a la falta de huéspedes, casi todos los hoteles habían cerrado sus puertas para obras de reacondicionamiento, ésa era la disculpa, pero algunos seguían funcionando, con tarifas de estación baja y rebajada, hasta el punto de que había ya padres de familia numerosa que estudiaban la hipótesis de dejar las casas donde vivían, y por las que pagaban altísimos alquileres, para ir a instalarse en el Méridien y coordenadas semejantes. A tan gran mudanza de estado no llegaban las aspiraciones de los tres viajeros, por eso se instalaron en un modesto hotel, al fondo de la Rua do Alecrim, a mano izquierda, bajando, cuyo nombre no interesa a la inteligencia de este relato, una vez bastó y quizá ésa ni hubiese sido necesaria.
Estorninos son estorninos, y de las gentes livianas e insensatas se dice que también lo son, lo que significa que ellos y ellas son poco dados a reflexionar sobre los actos que practican, incapaces de prever o imaginar más allá de lo inmediato, cosa que no es incompatible con la generosidad de algunos de sus procedimientos, llegando incluso al sacrificio de la vida, como se vio en el episodio de la frontera, cuando tantos tiernos cuerpecillos cayeron muertos, derramando por una causa ajena su preciosa sangre, recordemos que estamos hablando de pájaros no de gente. Pero liviandad e insensatez es lo mínimo que se puede decir de miles de aves que van, imprudentemente, a posarse en el tejado de un hotel, llamando la atención del pueblo y de la policía, de los ornitólogos y de los que aprecian los pajaritos fritos, y denunciando así la presencia de tres hombres que, pese a no tener culpa pesándoles en la conciencia, se han convertido en blanco de un incómodo interés por las autoridades. Y es que, hecho no conocido por los viajeros, la prensa portuguesa, en la página permanente que ahora dedica a hechos insólitos, se hizo eco del ataque irresistible de los estorninos a los inadvertidos guardias de la frontera, recordando, como era de esperar, aunque sin ninguna originalidad, el por nosotros ya mencionado filme de Hitchcock sobre la vida de las aves.
Prensa, radio y televisión informadas de inmediato del prodigio que se producía en el muelle de Sodré, enviaron al lugar reporteros, fotógrafos y operadores de vídeo, cosa que quizá no hubiera tenido mayores consecuencias, aparte del enriquecimiento del pintoresquismo de Lisboa, si el espíritu metódico y, por qué no decirlo, científico de un periodista no le hubiera impelido a interrogarse sobre la posibilidad de una relación causal entre los estorninos que estaban fuera, en el tejado, y los residentes en el hotel, permanentes o de paso, que estaban dentro. Desconocedores del peligro que literalmente se cernía sobre sus cabezas, Joaquim Sassa,]osé Anaiço y Pedro Orce, cada uno en su cuarto, estaban ordenando el escaso equipaje con que viajaban, en pocos minutos estarían en la calle, irían primero a dar una vuelta por la ciudad mientras llegaba la hora de cenar. Ahora bien, en ese preciso momento, el astuto periodista estaba consultando el libro de alojados, lee los nombres registrados, y he aquí que dos de ellos movieron sutilmente los engranajes de su memoria, Joaquim Sassa, Pedro Orce, no sería un buen profesional de la comunicación si le hubieran pasado inadvertidos, cosa que quizá le ocurriera con otro nombre, Ricardo Reis, pero el libro donde este nombre fue registrado, hace ya tantos años, está en el archivo de los sótanos, cubierto de polvo, en una página que quizá nunca vuelva a ver la luz del día, y si la ve, ya no se podrá leer el nombre, por estar en blanco la línea, o blanca la página toda, que es ése uno de los efectos del tiempo, borrar. Hasta este día ha sido cima del arte venatoria matar dos conejos de un tiro, ahora se aumenta a tres el número de lepóridos al alcance de la destreza humana, debiendo por tanto corregirse los refraneros, donde se lee dos, léase tres, y quizá ni en tres nos quedemos.
Atendido el ruego de que bajaran a recepción, instalados después en la sala de estar, ante el gran espejo de la verdad, Joaquim Sassa y Pedro Orce, a instancias de los periodistas, no tuvieron más remedio que confirmar que ellos habían sido, respectivamente, el de la piedra arrojada al mar y el sismógrafo vivo. Pero está lo de los estorninos, el que se junten aquí tantos estorninos no puede ser casualidad, observó el inteligente reportero, y fue entonces cuando José Anaiço, solidario con sus amigos y fiel a los hechos, dijo, Los estorninos me siguen a mí. La mayor parte de las preguntas dirigidas a Joaquim Sassa coincidieron, en la parte respectiva, con el diálogo que entre él y un gobernador civil se imaginó, motivo éste por el que no se repiten aquí, tampoco las respuestas correspondientes, pero Pedro Orce, que en su país pudiera ser completo profeta, discurrió demoradamente sobre los hechos recientes de su vida, que sí señor seguía notando el temblor de la tierra, intenso y profundo, como una vibración que le subiera por los huesos, y que en Granada, Sevilla y Madrid lo habían sometido a muchas pruebas, tanto efectivas como intelectuales, tanto sensoriales como motoras, y que allí estaba, dispuesto a someterse a idénticas u otras averiguaciones si los sabios portugueses las creían convenientes. Mientras tanto había anochecido, los estorninos responsables del interrogatorio se recogieron en orden disperso entre los árboles de los jardines próximos, agotadas las preguntas y la curiosidad se fueron periodistas, cámaras y proyectores, pero ni siquiera así hubo sosiego en el hotel, camareros y empleados inventaban pretextos para ir a la recepción y fisgonear en la sala de estar, a ver qué cara tienen los fenómenos.
Fatigados por las incesantes emociones, los tres amigos decidieron no salir, cenar allí mismo. Pedro Orce estaba preocupado por las consecuencias de la locuacidad a la que se dejó arrastrar, Después de haberme advertido tanto que no abriera la boca sobre mi caso, ya veis, en España no va a gustar nada esto cuando se sepa, aunque si me quedo aquí unos días más, a lo mejor se olvidan de mí. José Anaiço lo dudaba, Mañana va a salir nuestra historia en los periódicos, es probable que la televisión dé la noticia hoy mismo, y los de la radio no se van a callar, son infatigables, y Joaquim Sassa, Aun así, de nosotros tres tú eres el que estás en mejor situación, siempre podrás decir que no tienes la culpa de que anden detrás de ti los estorninos, ni les silbas ni les das de comer, pero nosotros dos estamos fastidiados, a Pedro Orce lo miran como si fuese un bicho raro, la ciencia lusitana no se va a perder el cobaya, y a mí no van a dejarme en paz con lo de la piedra, Vosotros tenéis el coche, dijo Pedro Orce, marchaos mañana temprano, o esta misma noche, yo me quedo, si me preguntan adónde habéis ido, les digo que no lo sé, Ahora es demasiado tarde, apenas aparezca en la televisión no va a faltar quien llame desde el pueblo aunque sólo sea para decir que me conoce, que soy el maestro, y que ya andaban con la mosca tras la oreja, están sedientos de gloria, eso dijo José Anaiço, y añadió, Es mejor que nos quedemos juntos, hablaremos poco y acabarán cansándose.
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