En el hotel hay una gran paz, como en una casa desocupada de donde se hubiese retirado la vida inquieta, pero todavía no ha comenzado a envejecer de abandono, han quedado ecos de pasos y de voces, un llanto, un murmullo de despedida que se prolonga en el último descansillo. El recepcionista está de pie, tras el mostrador tiene el armario de las llaves con su casillero para avisos, correspondencia y facturas, escribe en un libro o de él copia números a un papel, es hombre activo, incluso si el trabajo falta. Cuando José Anaiço va a pasar le indica la sala con la cabeza, José Anaiço responde con otro gesto, de asentimiento, Ya lo sé, es lo que éste quiere decir, el primero, más extensamente, significaba, Hay una mujer esperándole. Se detuvo José Anaiço a la entrada de la sala, vio a una mujer joven, una muchacha, tiene que ser ésta, no hay aquí nadie más, pese a,estar en el contraluz de los visillos parece simpática, bonita, lleva pantalón y chaqueta azul, de un tono que debe de ser añil, tanto puede ser periodista como no serlo, pero al lado de la silla donde se sienta tiene una a maletita de viaje y en las rodillas un palo ni pequeño ni grande, entre un metro y metro y medio, el efecto es perturbador, una mujer vestida así no anda por la ciudad con un palo en la mano, No será periodista, pensó José Anaiço, por lo menos no están a la vista los instrumentos de su oficio, cuadernillo, bolígrafo, grabadora.
La mujer se levanta, y este gesto, inesperado, pues está dicho que las señoras, según el manual de etiqueta y buenas maneras, deben esperar en sus lugares a que los hombres se aproximen y las saluden, entonces ofrecerán la mano o darán la mejilla, de acuerdo con la confianza o el grado de intimidad o su naturaleza, y compondrán su sonrisa de mujer, educada, o insinuante, o cómplice, o reveladora, depende. Este gesto, quizá no el gesto, sino el estar allí, a cuatro pasos, de pie una mujer esperando, o, en vez de esto, la súbita conciencia de que se ha suspendido el tiempo mientras no se da el primer paso, verdad es que el espejo es testigo, pero de un momento anterior, en el espejo José Anaiço y la mujer aún son dos extraños, de este lado no, aquí, porque van a conocerse, se conocen ya. Este gesto, este gesto del que antes no se puede decir todo, hizo que se moviese el suelo de tablas como un convés, el arfar de un barco en la ola, lento y amplio, esta impresión no es comparable al conocido temblor de que habla Pedro Orce, no le vibran los huesos a José Anaiço, pero todo su cuerpo sintió, física y materialmente sintió, que la península, aún así llamada por costumbre y comodidad de expresión, de hecho y de naturaleza va navegando, sólo lo sabía por observación exterior, ahora lo sabe por sensación propia. Así, por esta mujer, si no sólo desde este momento en que ella vino, que más que todo cuentan las horas en que las cosas acontecen, dejó José Anaiço de ser apenas involuntario reclamo de pájaros enloquecidos. Avanza hacia ella, y este movimiento, lanzado en la misma dirección, se junta a la fuerza que empuja, sin oposición ni resistencia, la figura de balsa de la que el hotel Bragança, en este preciso instante, es mascarón y castillo de proa, con perdón de la patente impropiedad de las palabras. Tanto puede.
Mis amigos no están aquí, dijo José Anaiço, han venido a buscarlos esta mañana unos científicos para hacer unas comprobaciones, empiezo a estar preocupado con su tardanza, estaba a punto de salir, iba a buscarlos, José Anaiço sabe que no precisaría de tantas palabras para decir lo que a la ocasión importaba, pero no puede contenerlas. Ella responde, la voz es agradable, baja pero clara, Lo que yo tengo que decir vale tanto para uno como para los tres, y así quizá me sepa explicar mejor. Los ojos tienen un color de cielo nuevo, Qué es un cielo nuevo, qué color tiene, dónde he ido a buscar esta idea, pensamiento de José Anaiço y en voz alta, Siéntese, por favor, no esté de pie. Se sentó ella, se sentó él, Usted se llama, José Anaiço, Mi nombre es Joana Carda, Encantado. No se dan la mano, sería ridículo ahora que están sentados, para hacerlo tendrían que soalzarse de sus asientos, más ridículo aún, o sólo él, lo que sería ridículo a medias si ridículo a medias no fuese precisamente igual que ridículo entero, Es bonita, y el pelo, casi negro, no debía pegarle con los ojos, color de cielo nuevo de día, color de cielo nuevo de noche, pero están bien uno y otro, Puedo serle útil en algo, con esta fórmula cortés se tradujo el íntimo pensar. No sé si podremos hablar aquí, murmuró Joana Carda, Estamos solos, nadie nos oye, Pero la curiosidad es mucha, mire. Andando de manera poco natural, el recepcionista pasaba ante la entrada del salón, pasaba y volvía a pasar, aparentemente distraído, como quien hubiese desistido de inventar un nuevo trabajo, si aquél ya había resultado inútil. José Anaiço lo miró severamente y sin resultado, bajó la voz, haciendo así más, sospechoso el diálogo, No puedo invitarla a subir, aparte de que parece inconveniente, estará prohibido que los huéspedes reciban visitas en las habitaciones, Eso no tendría importancia para mí, no necesitaría defenderme de quien, seguramente, no está pensando en atacarme, De hecho no es ésa mi intención, sobre todo viéndola armada. Sonrieron los dos, pero en la sonrisa había algo de forzado, de constreñido, como una súbita aflicción, realmente la conversación resultaba ahora demasiado íntima para quienes sólo hace tres minutos que se conocen, y apenas de nombre. En caso de necesidad este palo serviría, dijo Joana Carda, pero no lo traigo por eso, a decir verdad es el palo el que me atrae a mí. La declaración, de tan insólita, limpió el aire, equilibró las presiones, la atmosférica y la sanguínea. Joana Carda sostenía la vara en las rodillas, esperaba la respuesta, al Fin José Anaiço dijo, Es mejor que salgamos, hablaremos en la calle, en un café o en un jardín si lo prefiere. Ella tomó la maleta, él se la quitó de la mano, Podemos dejarla en mi habitación, con el palo, El palo no lo dejo, y la maleta tampoco, quizá no vuelva por aquí, Como quiera, es una pena que su maleta sea tan pequeña que no quepa el palo dentro, No todas las cosas nacen unas para otras, respondió Joana Carda, lo que, pese a ser obvio, encierra no poca filosofía.
Al salir, José Anaiço le dijo al recepcionista, Si llegan mis amigos, dígales que vuelvo en seguida, Sí señor, no se preocupe, respondió el hombre sin quitar los ojos de Joana Carda, pero no había codicia en su mirada, sólo una vaga desconfianza, como la que se puede observar en todos los recepcionistas de hotel. Bajaron la escalera, al fondo, sobre el remate del pasamanos, había una estatua de hierro fundido, ornamental, a modo de hidalgo o paje de ópera, aquí está una figura que bien pudiera estar colocada, con su globo eléctrico encendido, en cualquiera de los grandes cabos portugueses o gallegos, el de San Vicente, el Espichel, el de la Roca, el de Finisterre y otros de menor porte, que no por serlo tienen menos trabajo de romper las aguas, sin embargo el destino de este hidalgo o paje es ser ignorado, tal vez en un día remoto alguien pusiera en él ojos atentos, no lo hicieron Joana Carda ni José Anaiço, será porque tienen otras más graves preocupaciones, aunque, de preguntarles, probablemente no sabrían decir cuáles. Quien está en el frescor del hotel, en aquella penumbra secular, no puede imaginar que haga tanto calor en la calle. Estamos en agosto, si aún lo recordamos, el clima no ha variado por el hecho de haber viajado la península una insignificancia de ciento cincuenta kilómetros, suponiendo que la velocidad se haya mantenido constante como informó Radio Nacional de España, sólo han pasado cinco días y parece que hace ya un año. Dijo José Anaiço, como era de esperar, Pasear con este calor con maleta y palo en mano, no apetece nada, en diez minutos vamos a estar fatigadísimos, lo mejor sería entrar en un café, nos sentamos y tomamos un refresco, Es preferible un jardín, un banco aislado, en una sombra, Hay aquí cerca un jardín, la plaza de Don Luis, quizá la conozca, No vivo en Lisboa, pero la conozco, Ah, no vive en Lisboa, repitió inútilmente José Anaiço. Bajaban por la Rua do Alecrim, él llevaba la maleta y el palo, los paseantes pensarían cosas poco halagadoras de él si no llevase la maleta y de ella cosas poco decentes si llevara el palo, tan verdad es que somos todos implacables observadores, llenos de malicia si es preciso, y más de la cuenta. A la exclamación de José Anaiço se limitó Joana Carda a responder que había llegado aquel mismo día, en tren, y que fue directamente al hotel, lo demás, ahora lo vamos a saber.
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