Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Mi tío Hermógenes Sol era el hombre providencial en aquella emergencia. Lo habían nombrado secretario general de la Policía Departamental en Cartagena y su primera disposición radical fue abrir una brecha burocrática para salvar a la familia. Incluido yo, el descarriado político con una reputación de comunista que no me había ganado por mi ideología sino por mi modo de vestir. Había empleos para todos. A papá le dieron un cargo administrativo sin responsabilidad política. A mi hermano Luis Enrique lo nombraron detective y a mí me dieron una canonjía en las oficinas del Censo Nacional que el gobierno conservador se empeñaba en hacer, tal vez para tener alguna idea de cuántos adversarios quedábamos vivos. El costo moral del empleo era más peligroso para mí que el costo político, porque cobraba el sueldo cada dos semanas y no podía dejarme ver por el sector en el resto del mes para evitar preguntas. La justificación oficial, no sólo para mí sino para unos ciento y tantos empleados más, era que estaba en comisión fuera de la ciudad.

El café Moka, frente a las oficinas del censo, permanecía atestado de falsos burócratas de los pueblos vecinos que sólo iban para cobrar. No hubo un céntimo para mi uso personal durante el tiempo en que firmé la nómina porque mi sueldo era sustancial y se iba completo para el presupuesto doméstico. Mientras tanto, papá había tratado de matricularme en la facultad de derecho, y se dio de bruces con la verdad que yo le había ocultado. El solo hecho de que él lo supiera me hizo tan feliz como si me hubieran entregado el diploma. Mi felicidad era aún más merecida, porque en medio de tantas contrariedades y trapisondas había encontrado por fin el tiempo y el espacio para terminar la novela.

Mi entrada en El Universal me la hicieron sentir como un regreso a casa. Eran las seis de la tarde, la hora más movida, y el silencio abrupto que mi entrada provocó en los linotipos y las máquinas de escribir se me anudó en la garganta. Al maestro Zabala no le había pasado un minuto en sus mechones de indio. Como si nunca me hubiera ido me pidió el favor de que le escribiera una nota editorial que tenía atrasada. Mi máquina la ocupaba un primípara adolescente que se cayó por la prisa atolondrada con que me cedió el asiento. Lo primero que me sorprendió fue la dificultad de una nota anónima con la circunspección editorial, después de unos dos años de desafueros con «La Jirafa». Llevaba escrita una cuartilla cuando se acercó a saludarme el director López Escauriaza. Su flema británica era un lugar común en tertulias de amigos y caricaturas políticas, y me impresionó su rubor de alegría al saludarme con un abrazo. Cuando terminé la nota, Zabala me esperaba con un papelito donde el director había hecho cuentas para proponerme un sueldo de ciento veinte pesos al mes por notas editoriales. Me impresionó tanto la cifra, insólita por la fecha y el lugar, que ni siquiera contesté ni di las gracias sino que me senté a escribir dos notas más, embriagado por la sensación de que la Tierra giraba en realidad alrededor del sol.

Era como haber vuelto a los orígenes. Los mismos temas corregidos en rojo liberal por el maestro Zabala, sincopados por la misma censura de un censor ya vencido por las astucias impías de la redacción, las mis masmediasnoches de bisté a caballo con patacones en La Cueva y el mismo tema de componer el mundo hasta el amanecer en el paseo de los Mártires. Rojas Herazo había pasado un año vendiendo cuadros para mudarse a cualquier parte, hasta que se casó con Rosa Isabel, la grande, y se mudó para Bogotá. Al final de la noche me sentaba a escribir «La Jirafa» que mandaba a El Heraldo por el único medio moderno de entonces que era el correo ordinario, y con muy pocas faltas por fuerza mayor, hasta el pago de la deuda.

La vida con la familia completa, en condiciones azarosas, no es un dominio de la memoria sino de la imaginación. Los padres dormían en una alcoba de la planta baja con alguno de los menores. Las cuatro hermanas se sentían ya con derecho de tener una alcoba para cada una. En la tercera dormían Hernando y Alfredo Ricardo, al cuidado de Jaime, que los mantenía en estado de alerta con sus prédicas filosóficas y matemáticas. Rita, que andaba por los catorce años, estudiaba hasta la medianoche en la puerta de la calle bajo la luz del poste público, para ahorrar la de la casa. Aprendía de memoria las lecciones cantándolas en voz alta y con la gracia y la buena dicción que todavía conserva. Muchas rarezas de mis libros vienen de sus ejercicios de lectura, con la mula que va al molino y el chocolate del chico de la cachucha chica y el adivino que se dedica a la bebida. La casa era más viva y sobre todo más humana desde la medianoche, entre ir a la cocina a tomar agua, o al excusado para urgencias líquidas o sólidas, o colgar hamacas entrecruzadas a distintos niveles en los corredores. Yo vivía en el segundo piso con Gustavo y Luis Enrique -cuando el tío y su hijo se instalaron en su casa familiar-, y más tarde con Jaime, sometido a la penitencia de no pontificar sobre nada después de las nueve de la noche. Una madrugada nos tuvo despiertos durante varias horas el balido cíclico de un cordero huérfano. Gustavo dijo exasperado:

– Parece un faro.

No lo olvidé nunca, porque era la clase de símiles que en aquel tiempo atrapaba al vuelo en la vida real para la novela inminente.

Fue la casa más viva de las varias de Cartagena, que se fueron degradando al mismo tiempo que los recursos de la familia. Buscando barrios más baratos fuimos descendiendo de clase hasta la casa del Toril, donde se aparecía de noche el espanto de una mujer. Tuve la suerte de no estar allí, pero los solos testimonios de padres y hermanos me causaban tanto terror como si hubiera estado. Mis padres dormitaban la primera noche en el sofá de la sala, y vieron a la aparecida que pasó sin mirarlos de un dormitorio a otro, con un vestido de florecí tas rojas y el cabello corto sostenido detrás de las orejas con moños colorados. Mi madre la describió hasta por las pintas de su vestido y el modelo de sus zapatos. Papá negaba que la hubiera visto para no impresionar más a la esposa ni asustar a los hijos, pero la familiaridad con que la aparecida se movía por la casa desde el atardecer no permitía ignorarla. Mi hermana Margot despertó una madrugada y la vio en la baranda de su cama escrutándola con una mirada intensa. Pero lo que más la impresionó fue el pavor de ser vista desde otra vida.

El domingo, a la salida de misa, una vecina le confirmó a mi madre que en aquella casa no vivía nadie desde hacía muchos años por el descaro de la mujer fantasma que alguna vez apareció en el comedor a pleno día mientras la familia almorzaba. Al día siguiente salió mi madre con dos de los menores en busca de una casa para mudarse y la encontró en cuatro horas. Sin embargo, a la mayoría de los hermanos les costó trabajo conjurar la idea de que el fantasma de la muerta se había mudado con ellos.

En la casa del pie de la Popa, a pesar del mucho tiempo de que disponía, era tanto el gusto que me sobraba para escribir, que los días se me quedaban cortos. Allí reapareció Ramiro de la Espriella, con su diploma de doctor en leyes, más político que nunca y entusiasmado con sus lecturas de novelas recientes. Sobre todo por La piel, de Curzio Malaparte, que se había convertido aquel año en un libro clave de mi generación. La eficacia de la prosa, el vigor de la inteligencia y la concepción truculenta de la historia contemporánea nos atrapaban hasta el amanecer. Sin embargo, el tiempo nos demostró que Malaparte estaba destinado a ser un ejemplo útil de virtudes distintas de las que yo deseaba, y terminaron por derrotar su imagen. Todo lo contrario de lo que nos sucedió casi al mismo tiempo con Albert Camus.

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