Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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– Si hemos de ahogarnos todos -dije al almuerzo en un día decisivo- dejen que me salve yo para tratar de mandarles aunque sea un bote de remos.

Así que la primera semana de diciembre me mudé de nuevo a Barranquilla, con la resignación de todos, y la seguridad de que el bote llegaría. Alfonso Fuenmayor debió imaginárselo al primer golpe de vista cuando me vio entrar sin anuncio en nuestra vieja oficina de El Heraldo, pues la de Crónica se había quedado sin recursos. Me miró como a un fantasma desde la máquina de escribir, y exclamó alarmado:

– ¡Qué carajo hace usted aquí sin avisar! Pocas veces en mi vida he contestado algo tan cerca de la verdad:

– Estoy hasta los huevos, maestro. Alfonso se tranquilizó.

– ¡Ah, bueno! -replicó con su mismo talante de siempre y con el verso más colombiano del himno nacional-. Por fortuna, así está la humanidad entera, que entre cadenas gime.

No demostró la mínima curiosidad por el motivo de mi viaje. Le pareció una suerte de telepatía, porque a todo el que le preguntaba por mí en los últimos meses le contestaba que en cualquier momento iba a llegar para quedarme. Se levantó feliz del escritorio mientras se ponía la chaqueta, porque yo le llegaba por casualidad como caído del cielo. Tenía media hora de retraso para un compromiso, no había terminado el editorial del día siguiente, y me pidió que se lo terminara. Apenas alcancé a preguntarle cual era el tema, y me contestó desde el corredor a toda prisa con una frescura típica de nuestro modo de ser amigos:

– Léalo y ya verá.

Al día siguiente había otra vez dos máquinas de escribir frente a frente en la oficina de El Heraldo, y yo estaba escribiendo otra vez «La Jirafa» para la misma página de siempre.Y -¡cómo no!- al mismo precio.Y en las mismas condiciones privadas entre Alfonso y yo, en las que muchos editoriales tenían párrafos del uno o del otro, y era imposible distinguirlos. Algunos estudiantes de periodismo o literatura han querido diferenciarlos en los archivos y no lo han logrado, salvo en los casos de tenias específicos, y no por el estilo sino por la información cultural.

En El Tercer Hombre me dolió la mala noticia de que habían matado a nuestro ladroncito amigo. Una noche como todas salió a hacer su oficio, y lo único que volvió a saberse de él sin más detalles fue que le habían dado un tiro en el corazón dentro de la casa donde estaba robando. El cuerpo fue reclamado por una hermana mayor, único miembro de la familia, y sólo nosotros y el dueño de la cantina asistimos a su entierro de caridad.

Volví a casa de las Ávila. Meira Delmar, otra vez vecina, siguió purificando con sus veladas sedantes mis malas noches de El Gato Negro. Ella y su hermana Alicia parecían gemelas por su modo de ser y por lograr que el tiempo se nos volviera circular cuando estábamos con ellas. De algún modo muy especial seguían en el grupo. Por lo menos una vez al año nos invitaban a una mesa de exquisiteces árabes que nos alimentaban el alma, y en su casa había veladas sorpresivas de visitantes ilustres, desde grandes artistas de cualquier género hasta poetas extraviados. Me parece que fueron ellas con el maestro Pedro Viaba quienes le pusieron orden a mi melomanía descarriada, y me enrolaron en la pandilla feliz del centro artístico.

Hoy me parece que Barranquilla me daba una perspectiva mejor sobre La hojarasca, pues tan pronto como tuve un escritorio con máquina emprendí la corrección con ímpetus renovados. Por esos días me atreví a mostrarle al grupo la primera copia legible a sabiendas de que no estaba terminada. Habíamos hablado tanto de ella que cualquier advertencia sobraba. Alfonso estuvo dos días escribiendo frente a mí sin mencionarla siquiera. Al tercer día, cuando terminamos las tareas al final de la tarde, puso sobre el escritorio el borrador abierto y leyó las páginas que tenía señaladas con tiras de papel. Más que un crítico, parecía rastreador de inconsecuencias y purificador de estilo. Sus observaciones fueron tan certeras que las utilicé todas, salvo una que a él le pareció traída de los cabellos, aun después de demostrarle que era un episodio real de mi infancia.

– Hasta la realidad se equivoca cuando la literatura es mala -dijo muerto de risa.

El método de Germán Vargas era que si el texto estaba bien no hacía comentarios inmediatos sino que daba un concepto tranquilizador, y terminaba con un signo de exclamación:

– ¡Cojonudo!

Pero en los días siguientes seguía soltando ristras de ideas dispersas sobre el libro, que culminaban cualquier noche de farra en un juicio certero. Si el borrador no le parecía bien, citaba a solas al autor y se lo decía con tal franqueza y tanta elegancia, que al aprendiz no le quedaba más que dar las gracias de todo corazón a pesar de las ganas de llorar. No fue mi caso. El día menos pensado Germán me hizo entre broma y de veras un comentario sobre mis borradores que me devolvió el alma al cuerpo.

Álvaro había desaparecido del Japy sin la menor señal de vida. Casi una semana después, cuando menos lo esperaba, me cerró el paso con el automóvil en el paseo Bolívar, y me gritó con su mejor talante:

– Suba, maestro, que lo voy a joder por bruto.

Era su frase anestésica. Dimos vueltas sin rumbo fijo por el centro comercial abrasado por la canícula, mientras Álvaro soltaba a gritos un análisis más bien emocional pero impresionante de su lectura. Lo interrumpía cada vez que veía un conocido en los andenes para gritarle algún despropósito cordial o burlón, y reanudaba el raciocinio exaltado, con la voz erizada por el esfuerzo, los cabellos revueltos y aquellos ojos desorbitados que parecían mirarme por entre las rejas de un panóptico. Terminamos tomando cerveza helada en la terraza de Los Almendros, agobiados por las fanaticadas del Júnior y el Sporting en la acera de enfrente, y al final nos atropello la avalancha de energúmenos que escapaban del estadio desinflados por un indigno dos a dos. El único juicio definitivo sobre el borrador de mi libro me lo gritó Álvaro a última hora por la ventana del carro:

– ¡De todos modos, maestro, todavía le queda mucho costumbrismo!

Yo, agradecido, alcancé a gritarle:

– ¡Pero del bueno de Faulkner!

Y él puso término a todo lo no dicho ni pensado con una risotada fenomenal:

– ¡No sea hijueputa!

Cincuenta años después, cada vez que me acuerdo de aquella tarde, vuelvo a oír la carcajada explosiva que resonó como un reguero de piedras en la calle en llamas.

Me quedó claro que a los tres les había gustado la novela», con sus reservas personales y tal vez justas, pero no lo dijeron con todas sus letras quizás porque les parecía un recurso fácil. Ninguno habló de publicarla, lo cual era también muy de ellos, para quienes lo importante era escribir bien. Lo demás era asunto de los editores.

Es decir: estaba otra vez en nuestra Barranquilla de siempre, pero mi desgracia era la conciencia de que aquella vez no tendría ánimos para perseverar con «La Jirafa». En realidad había cumplido su misión de imponerme una carpintería diaria para aprender a escribir desde cero, con la tenacidad y la pretensión encarnizada de ser un escritor distinto. En muchas ocasiones no podía con el tema, y lo cambiaba por otro cuando me daba cuenta de que todavía me quedaba grande. En todo caso, fue una gimnasia esencial para mi formación de escritor, con la certidumbre cómoda de que no era más que un material alimenticio sin ningún compromiso histórico.

La sola busca del tema diario me había amargado los primeros meses. No me dejaba tiempo para más: perdía horas escudriñando los otros periódicos, tomaba notas de conversaciones privadas, me extraviaba en fantasías que me maltrataban el sueño, hasta que me salió al encuentro la vida real. En ese sentido mi experiencia más feliz fue la de una tarde en que vi al pasar desde el autobús un letrero simple en la puerta de una casa: «Se venden palmas fúnebres».

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