– Vengo a despedirme porque ya me voy a morir.
La acogimos no sólo por ser quien era, sino porque sabíanlos hasta qué punto conocía sus negocios con la muerte. Se quedó en la casa, esperando su hora en el cuartito de servicio, el único que aceptó para dormir, y allí murió en olor de castidad a una edad que calculábamos en ciento y un años.
Aquella temporada fue la más intensa en El Universal. Zabala me orientaba con su sabiduría política para que mis notas dijeran lo que debían sin tropezar con el lápiz de la censura, y por primera vez le interesó mi vieja idea de escribir reportajes para el periódico. Pronto surgió el tema tremendo de los turistas atacados por los tiburones en las playas de Marbella. Sin embargo, lo más original que se le ocurrió al municipio fue ofrecer cincuenta pesos por cada tiburón muerto, y al día siguiente no alcanzaban las ramas de los almendros para exhibir los capturados durante la noche. Héctor Rojas Herazo, muerto de risa, escribió desde Bogotá en su nueva columna de El Tiempo una nota de burla sobre la pifia de aplicar a la caza del tiburón el método manido de agarrar el rábano por las hojas. Esto me dio la idea de escribir el reportaje de la cacería nocturna. Zabala me apoyó entusiasmado, pero mi fracaso empezó desde el momento de embarcarme, cuando me preguntaron si me mareaba y contesté que no; si tenía miedo del mar y la verdad era que sí, pero también dije que no, y al final me preguntaron si sabía nadar -que debió haber sido lo primero- y no me atreví a decir la mentira de que sí sabía. De todos modos, en tierra firme y por una conversación de marineros, me enteré de que los cazadores iban hasta las Bocas de Ceniza, a ochenta y nueve millas náuticas de Cartagena, y regresaban cargados de tiburones inocentes para venderlos como criminales de a cincuenta pesos. La noticia grande se acabó el mismo día, y a mí se me acabó la ilusión del reportaje. En su lugar, publiqué mi cuento número ocho: «Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles». Por lo menos dos críticos serios y mis amigos severos de Barranquilla lo juzgaron como un buen cambio de rumbo.
No creo que mi madurez política fuera bastante para afectarme, pero la verdad es que sufrí una recaída semejante a la anterior. Me sentí tan empantanado que mi única diversión era amanecer cantando con los borrachos en Las Bóvedas de las murallas, que habían sido burdeles de soldados durante la Colonia y más tarde una cárcel política siniestra. El general Francisco de Paula Santander había cumplido allí una condena de ocho meses, antes de ser desterrado a Europa por sus compañeros de causa y de armas.
El celador de aquellas reliquias históricas era un linotipista jubilado cuyos colegas activos se reunían con él después del cierre de los periódicos para celebrar el nuevo día todos los días con una damajuana de ron blanco clandestino compuesto por artes de cuatreros. Eran tipógrafos cultos por tradición familiar, gramáticos dramáticos y grandes bebedores de sábados. Me hice a su gremio.
El más joven de ellos se llamaba Guillermo Dávila y había logrado la proeza de trabajar en la costa a pesar de la intransigencia de algunos líderes regionales que se resistían a admitir cachacos en el gremio. Tal vez lo logró por arte de su arte, pues además de su buen oficio y su simpatía personal era un prestidigitador de maravillas. Nos mantenía deslumbrados con las travesuras mágicas de hacer salir pájaros vivos de las gavetas de los escritorios o dejarnos en blanco el papel en que estaba escrito el editorial que acabábamos de entregar a punto de cerrar la edición. El maestro Zabala, tan severo en el deber, se olvidaba por un instante de Paderewski y de la revolución proletaria, y pedía un aplauso para el mago, con la advertencia siempre reiterada y desobedecida de que fuera 4a última vez. Para mí, compartir con un mago la rutina diaria fue como descubrir por fin la realidad.
En uno de aquellos amaneceres en Las Bóvedas, Dávila me contó su idea de hacer un periódico de veinticuatro por veinticuatro media cuartilla- que circulara gratis en las tardes a la hora atropellada del cierre del comercio. Sería el periódico más pequeño del mundo, para leer en diez minutos. Así fue. Se llamaba Comprimido, lo escribía yo en una hora a las once de la mañana, lo armaba y lo imprimía Dávila en dos horas y lo repartía un papelero temerario que no tenía respiro ni para vocearlo más de una vez.
Salió el martes 18 de setiembre de 1951 y es imposible concebir un éxito más arrasador ni más corto: tres números en tres días. Dávila me confesó que ni siquiera con un acto de magia negra habría podido concebir una idea tan grande a tan bajo costo, que cupiera en tan poco espacio, se ejecutara en tan poco tiempo y desapareciera con tanta rapidez. Lo más raro fue que por un instante del segundo día, embriagado por la rebatiña callejera y el fervor de los fanáticos, llegué a pensar que así de simple podía ser la solución de mi vida. El sueño duró hasta el jueves, cuando el gerente nos demostró que un número más nos dejaría en la quiebra, aun si hubiéramos resuelto publicar anuncios comerciales, pues tenían que ser tan pequeños y tan caros que no había solución racional. La misma concepción del periódico, que se fundaba en su tamaño, arrastraba consigo el germen matemático de su propia destrucción: era tanto más incosteable cuanto más se vendiera.
Quedé colgado de la lámpara. La mudanza para Cartagena había sido oportuna y útil después de la experiencia de Crónica, y además me dio un ambiente muy propicio para seguir escribiendo La hojarasca, sobre todo por la fiebre creativa con que se vivía en nuestra casa, donde lo más insólito parecía siempre posible. Me bastaría con evocar un almuerzo en que conversábamos con mi papá sobre la dificultad de muchos escritores para escribir sus memorias cuando ya no se acordaban de nada. El Cuqui, con apenas seis años, sacó la conclusión con una sencillez magistral:
– Entonces -dijo-, lo primero que un escritor debe escribir son sus memorias, cuando todavía se acuerda de todo.
No me atreví a confesar que con La hojarasca me estaba sucediendo lo mismo que con La casa: empezaba a interesarme más la técnica que el tema. Después de un año de haber trabajado con tanto júbilo, se me reveló como un laberinto circular sin entrada ni salida. Hoy creo saber por qué. El costumbrismo que tan buenos ejemplos de renovación ofreció en sus orígenes había terminado por fosilizar también los grandes temas nacionales que trataban de abrirle salidas de emergencia. El hecho es que ya no soportaba un minuto más la incertidumbre. Sólo me faltaban comprobaciones de datos y decisiones de estilo antes del punto final, y sin embargo no la sentía respirar. Pero estaba tan empantanado después de tanto tiempo de trabajo en las tinieblas, que veía zozobrar el libro sin saber dónde estaban las grietas. Lo peor era que en ese punto de la escritura no me servía la ayuda de nadie, porque las fisuras no estaban en el texto sino dentro de mí, y sólo yo podía tener ojos para verlas y corazón para sufrirlas.Tal vez por esa misma razón suspendí «La Jirafa» sin pensarlo demasiado cuando acabé de pagarle a El Heraldo el adelanto con el que había comprado los muebles.
Por desgracia, ni el ingenio, ni la resistencia, ni el amor fueron suficientes para derrotar la pobreza. Todo parecía a favor de ella. El organismo del censo se había terminado en un año y mi sueldo en El Universal no arcanzaba para compensarlo. No volví a la facultad de derecho, a pesar de las argucias de algunos maestros que se habían confabulado para sacarme adelante en contra de mi desinterés por su interés y su ciencia. El dinero de todos no alcanzaba en casa, pero el hueco era tan grande que mi contribución no fue nunca suficiente y la falta de ilusiones me afectaba más que la falta de plata.
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