Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Los De la Espriella vivían entonces cerca de nosotros y tenían una bodega familiar que saqueaban en botellas inocentes para llevarlas a nuestra casa. Contra el consejo de don Ramón Vinyes, les leía entonces largos trozos de mis borradores a ellos y a mis hermanos, en el estado en que se encontraban y todavía sin desbrozar, y en las mismas tiras de papel de imprenta de todo lo que escribí en las noches insomnes de El Universal.

Por esos días volvieron Álvaro Mutis y Gonzalo Mallarino, pero tuve el pudor afortunado de no pedirles que leyeran el borrador sin terminar y todavía sin título. Quería encerrarme sin pausas para hacer la primera copia en cuartillas oficiales antes de la última corrección. Tenía unas cuarenta páginas más que la versión prevista, pero aún ignoraba que eso pudiera ser un tropiezo grave. Pronto supe que sí: soy esclavo de un rigor perfeccionista que me fuerza a hacer un cálculo previo de la longitud del libro, con un número exacto de páginas para cada capítulo y para el libro en total. Una sola falla notable de estos cálculos me obligaría a reconsiderar todo, porque hasta un error de mecanografía me altera como un error de creación. Pensaba que este método absoluto se debía a un criterio exacerbado de la responsabilidad, pero hoy sé que era un simple terror, puro y físico.

En cambio, desoyendo otra vez a don Ramón Vinyes, le hice llegar a Gustavo Ibarra el borrador completo, aunque todavía sin título, cuando lo di por terminado. Dos días después me invitó a su casa. Lo encontré en un mecedor de bejuco en la terraza del mar, bronceado al sol y relajado en ropa de playa, y me conmovió la ternura con que acariciaba mis páginas mientras me hablaba. Un verdadero maestro, que no me dictó una cátedra sobre el libro ni me dijo si le parecía bien o mal, sino que me hizo tomar conciencia de sus valores éticos. Al terminar me observó complacido y concluyó con su sencillez cotidiana:

– Esto es el mito de Antígona.

Por mi expresión se dio cuenta de que se me habían ido las luces, y cogió de sus estantes el libro de Sófocles y me leyó lo que quería decir. La situación dramática de mi novela, en efecto, era en esencia la misma de Antígona, condenada a dejar insepulto el cadáver de su hermano Polinices por orden del rey Creonte, tío de ambos. Yo había leído Edipo en Colona en el volumen que el mismo Gustavo me había regalado por los días en que nos conocimos, pero recordaba muy mal el mito de Antígona para reconstruirlo de memoria dentro del drama de la zona bananera, cuyas afinidades emocionales no había advertido hasta entonces. Sentí el alma revuelta por la felicidad y la desilusión. Aquella noche volví a leer la obra, con una rara mezcla de orgullo por haber coincidido de buena fe con un escritor tan grande y de dolor por la vergüenza pública del plagio. Después de una semana de crisis turbia decidí hacer algunos cambios de fondo que dejaran a salvo mi buena fe, todavía sin darme cuenta de la vanidad sobrehumana de modificar un libro mío para que no pareciera de Sófocles. Al final -resignado- me sentí con el derecho moral de usar una frase suya como un epígrafe reverencial, y así lo hice.

La mudanza a Cartagena nos protegió a tiempo del deterioro grave y peligroso de Sucre, pero la mayoría de los cálculos resultaron ilusorios, tanto por la escasez de los ingresos como por el tamaño de la familia. Mi madre decía que los hijos de los pobres comen más y crecen más rápido que los de los ricos, y para demostrarlo bastaba el ejemplo de su propia casa. Los sueldos de todos no hubieran bastado para vivir sin sobresaltos.

El tiempo se hizo cargo de lo demás. Jaime, por otra confabulación familiar, se hizo ingeniero civil, el único de una familia que apreciaba un diploma como un título nobiliario. Luis Enrique se hizo maestro de contabilidad y Gustavo se graduó de topógrafo, y ambos siguieron siendo los mismos guitarristas y cantantes de serenatas ajenas. Yiyo nos sorprendió desde muy niño con una vocación literaria bien definida y por su carácter fuerte, del cual nos había dado una muestra precoz a los cinco años cuando lo sorprendieron tratando de prenderle fuego a un armario de ropa con la ilusión de ver a los bomberos apagando el incendio dentro de la casa. Más tarde, cuando él y su hermano Cuqui fueron invitados por condiscípulos mayores a fumar marihuana, Yiyo la rechazó asustado. El Cuqui, en cambio, que siempre fue curioso y temerario, la aspiró a fondo. Años después, náufrago en el tremedal de la droga, me contó que desde aquel primer viaje se había dicho: «¡Mierda! No quiero hacer nada más que esto en la vida». En los cuarenta años siguientes, con una pasión sin porvenir, no hizo más que cumplir la promesa de morir en su ley. A los cincuenta y dos años se le fue la mano en su paraíso artificial y lo fulminó un infarto masivo.

Nanchi -el hombre más pacífico del mundo- siguió en el ejército después de su servicio militar obligatorio, se esmeró en toda clase de armas modernas y participó en numerosos simulacros, pero nunca tuvo la ocasión en una de nuestras tantas guerras crónicas. Así que se conformó con el oficio de bombero cuando salió del ejército, pero tampoco allí tuvo la ocasión de apagar un solo incendio en más de cinco años. Sin embargo, nunca se sintió frustrado, por un sentido del humor que lo consagró en familia como un maestro del chiste instantáneo, y le permitió ser feliz por el solo hecho de estar vivo.

Yiyo, en los años más difíciles de la pobreza, se hizo escritor y periodista a puro pulso, sin haber fumado nunca ni haberse tomado un trago de más en su vida. Su vocación literaria arrasadora y su creatividad sigilosa se impusieron contra la adversidad. Murió a los cincuenta y cuatro años, con tiempo apenas para publicar un libro de más de seiscientas páginas con una investigación magistral sobre la vida secreta de Cien años de soledad, que había trabajado durante años sin que yo lo supiera, y sin solicitarme nunca una información directa.

Rita, apenas adolescente, supo aprovechar la lección del escarmiento ajeno. Cuando volví a la casa de mis padres al cabo de una larga ausencia, la encontré padeciendo el mismo purgatorio de todas por sus amores con un moreno apuesto, serio y decente, cuya única incompatibilidad con ella eran dos cuartas y media de estatura. Esa misma noche encontré a mi padre oyendo las noticias en la hamaca del dormitorio. Bajé el volumen del radio, me senté en la cama de enfrente y le pregunté con mi derecho de primogenitura qué pasaba con los amores de Rita. El me disparó la respuesta que sin duda tenía prevista desde siempre.

– Lo único que pasa es que el tipo es un ratero. Justo lo que me esperaba.

– ¿Ratero de qué? -le pregunté.

– Ratero ratero -me dijo él, todavía sin mirarme.

– ¿Pero qué se ha robado? -le pregunté sin compasión.

El siguió sin mirarme.

– Bueno -suspiró por fin-. El no, pero tiene un hermano preso por robo.

– Entonces no hay problema -le dije con una imbecilidad fácil-, porque Rita no quiere casarse con él sino con el que no está preso.

No replicó. Su honradez a toda prueba había sobrepasado sus límites desde la primera respuesta, pues ya sabía también que no era cierto el rumor del hermano preso. Sin más argumentos, trató de aferrarse al mito de la dignidad.

– Está bien, pero que se casen de una vez, porque no quiero noviazgos largos en esta casa.

Mi réplica fue inmediata y con una falta de caridad que nunca me he perdonado:

– Mañana, a primera hora.

– ¡Hombre! Tampoco hay que exagerar -me replicó papá sobresaltado pero ya con su primera sonrisa-. Esa muchachita no tiene todavía ni qué ponerse.

La última vez que vi a la tía Pa, a sus casi noventa años, fue una tarde de un calor infame en que llegó a Cartagena sin anunciarse. Iba de Riohacha en un taxi expreso con una maletita de escolar, de luto cerrado y con un turbante de trapo negro. Entró feliz, con los brazos abiertos, y gritó para todos:

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