Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Este es el viaje que yo mismo he vuelto legendario por mi defecto incorregible de no medir a tiempo mis adjetivos. La leyenda es que fue planeado como una expedición mítica en busca de mis raíces en la tierra de mis mayores, con el mismo itinerario romántico de mi madre llevada por la suya para ponerla a salvo del telegrafista de Aracataca. La verdad es que el mío no fue uno sino dos viajes muy breves y atolondrados.

En el segundo sólo volví a los pueblos en torno de Valledupar. Una vez allí, por supuesto, tenía previsto seguir hasta el cabo de la Vela con el mismo itinerario de mi madre enamorada, pero sólo llegué a Manaure de la Sierra, a La Paz y a Villanueva, a unas pocas leguas de Valledupar. No conocí entonces San Juan del César, ni Barrancas, donde se casaron mis abuelos y nació mi madre, y donde el coronel Nicolás Márquez mató a Medardo Pacheco; ni conocí Riohacha, que es el embrión de mi tribu, hasta 1984, cuando el presidente Belisario Betancur mandó desde Bogotá un grupo de amigos invitados a inaugurar las minas de hierro del Cerrejón. Fue el primer viaje a mi Guajira imaginaria, que me pareció tan mítica como la había descrito tantas veces sin conocerla, pero no pienso que fuera por mis falsos recuerdos sino por la memoria de los indios comprados por mi abuelo por cien pesos cada uno para la casa de Aracataca. Mi mayor sorpresa, desde luego, fue la primera visión de Riohacha, la ciudad de arena y sal donde nació mi estirpe desde los tatarabuelos, donde mi abuela vio a la virgen de los Remedios apagar el horno con un soplo helado cuando el pan estaba a punto de quemársele, donde mi abuelo hizo sus guerras y sufrió prisión por un delito de amor, y donde fui concebido en la luna de miel de mis padres.

En Valledupar no dispuse de mucho tiempo para vender libros. Vivía en el hotel Wellcome, una estupenda casa colonial bien conservada en el marco de la plaza grande, que tenía una larga enramada de palma en el patio con rústicas mesas de bar y hamacas colgadas en los horcones. Víctor Cohen, el propietario, vigilaba como un cancerbero el orden de la casa, tanto como su reputación moral amenazada por los forasteros disipados. Era también un purista de la lengua que declamaba de memoria a Cervantes con ceceos y seseos castellanos, y ponía en tela de juicio la moral de García Lorca. Hice buenas migas con él por su dominio de don Andrés Bello, por su declamación rigurosa de los románticos colombianos, y unas migas muy malas por su obsesión de impedir que se contrariaran los códigos morales en el ámbito puro de su hotel. Todo esto empezó de manera muy fácil por ser él un viejo amigo de mi tío Juan de Dios y se complacía en evocar sus recuerdos.

Para mí fue una lotería aquel galpón del patio, porque las muchas horas que me sobraban se me iban leyendo en una hamaca bajo el bochorno del mediodía. En tiempos de hambruna llegué a leer desde tratados de cirugía hasta manuales de contabilidad, sin pensar que habrían de servirme para mis aventuras de escritor. El trabajo era casi espontáneo, porque la mayoría de los clientes pasaban de algún modo por el cedal de los Iguarán y los Cotes, y a mí me bastaba con una visita que se prolongaba hasta el almuerzo evocando tramoyas de familia. Algunos firmaban el contrato sin leerlo para estar a tiempo con el resto de la tribu que nos esperaba para almorzar a la sombra de los acordeones. Entre Valledupar y La Paz hice mi cosecha grande en menos de una semana y regresé a Barranquilla con la emoción de haber estado en el único lugar del mundo que de veras entendía.

El 13 de junio muy temprano iba en el autobús hacia no sé dónde cuando me enteré de que las Fuerzas Armadas se habían tomado el poder ante el desorden que reinaba en el gobierno y en el país entero. El 6 de septiembre del año anterior, una turba de pandilleros conservadores y policías en uniforme habían prendido fuego en Bogotá a los edificios de El Tiempo y El Espectador, los dos diarios más importantes del país, y atacaron a bala las residencias del ex presidente Alfonso López Pumarejo y de Carlos Lleras Restrepo, presidente de la Dirección Liberal. Este último, reconocido como un político de carácter duro, alcanzó a intercambiar disparos con sus agresores, pero al final se vio obligado a escapar por las bardas de una casa vecina. La situación de violencia oficial que padecía el país desde el 9 de abril se había vuelto insostenible.

Hasta la madrugada de aquel 13 de junio, cuando el general de división Gustavo Rojas Pínula sacó del palacio al presidente encargado, Roberto Urdaneta Arbeláez. Laureano Gómez, el presidente titular en uso de buen retiro por disposición de sus médicos, reasumió entonces el mando en silla de ruedas, y trató de darse un golpe a sí mismo y gobernar los quince meses que le faltaban para su término constitucional. Pero Rojas Pínula y su plana mayor habían llegado para quedarse.

El respaldo nacional fue inmediato y unánime a la decisión de la Asamblea Constituyente que legitimó el golpe militar. Rojas Pínula fue investido de poderes hasta el término del periodo presidencial, en agosto del año siguiente, y Laureano Gómez viajó con su familia a Benidorm, en la costa levantina de España, dejando detrás la impresión ilusoria de que sus tiempos de rabias habían terminado. Los patriarcas liberales proclamaron su apoyo a la reconciliación nacional con un llamado a sus copartidarios en armas en todo el país. La foto más significativa que publicaron los periódicos en los días siguientes fue la de los liberales de avanzada que cantaron una serenata de novios bajo el balcón de la alcoba presidencial. El homenaje lo encabezó don Roberto García Peña, director de El Tiempo, y uno de los opositores más encarnizados del régimen depuesto.

En todo caso, la foto más emocionante de aquellos días fue la fila interminable de guerrilleros liberales que entregaron las armas en los llanos orientales, comandados por Guadalupe Salcedo, cuya imagen de bandolero romántico había tocado a fondo el corazón de los colombianos castigados por la violencia oficial. Era una nueva generación de guerreros contra el régimen conservador, identificados de algún modo como un rezago de la guerra de los Mil Días, que mantenían relaciones nada clandestinas con los dirigentes legales del partido liberal.

Al frente de ellos, Guadalupe Salcedo había difundido a todos los niveles del país, a favor o en contra, una nueva imagen mítica. Tal vez por eso -a los siete años de su rendición- fue acribillado a tiros por la policía en algún lugar de Bogotá, que nunca ha sido precisado, ni establecidas a ciencia cierta las circunstancias de su muerte.

La fecha oficial es el 6 de junio de 1977, y el cuerpo fue depositado en ceremonia solemne en una cripta numerada del cementerio central de Bogotá con asistencia de políticos conocidos. Pues Guadalupe Salcedo, desde sus cuarteles de guerra, mantuvo relaciones no sólo políticas sino sociales con los dirigentes del liberalismo en desgracia. Sin embargo, hay por lo menos ocho versiones distintas de su muerte, y no faltan incrédulos de aquella época y de ésta que todavía se pregunten si el cadáver era el suyo y si en realidad está en la cripta donde fue sepultado.

Con aquel estado de ánimo emprendí el segundo viaje de negocios a la Provincia, después de confirmar con Villegas que todo estaba en orden. Como la vez anterior, hice mis ventas muy rápidas en Valledupar con una clientela convencida de antemano. Me fui con Rafael Escalona y Poncho Cotes para Villanueva, La Paz, Patillal y Manaure de la Sierra para visitar a veterinarios y agrónomos. Algunos habían hablado con compradores de mi viaje anterior y me esperaban con pedidos especiales. Cualquier hora era buena para armar la fiesta con los mismos clientes y sus alegres compadres, y amanecíamos cantando con los acordeoneros grandes sin interrumpir compromisos ni pagar créditos urgentes porque la vida cotidiana seguía su ritmo natural en el fragor de la parranda. En Villanueva estuvimos con un acordeonero y dos cajistas que al parecer eran nietos de alguno que escuchábamos de niños en Aracataca. De ese modo, lo que había sido una adicción infantil se me reveló en aquel viaje como un oficio inspirado que había de acompañarme hasta siempre.

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