Fue una aventura mortal. Álvaro había hecho el plan íntegro con modelos de los Estados Unidos. Como Dios en las alturas quedaba Davis Echandía, precursor de los tiempos heroicos del periodismo sensacionalista local y el hombre menos descifrable que conocí, bueno de nacimiento y más sentimental que compasivo. El resto de la nómina eran grandes periodistas de choque, de la cosecha brava, todos amigos entre sí y colegas de muchos años. En teoría, cada quien tenía su órbita bien definida, pero más allá de ella no se supo nunca quién hizo qué para que el enorme mastodonte técnico no lograra dar ni el primer paso. Los pocos números que lograron salir fueron el resultado de un acto heroico, pero nunca se supo de quién. A la hora de entrar en prensa las planchas estaban empasteladas. Desaparecía el material urgente, y los buenos enloquecíamos de rabia. No recuerdo una vez en que el diario saliera a tiempo y sin remiendos, por los demonios agazapados que teníamos en los talleres. Nunca se supo qué pasó. La explicación que prevaleció fue quizás la menos perversa: algunos veteranos anquilosados no pudieron tolerar el régimen renovador y se confabularon con sus almas gemelas hasta que consiguieron desbaratar la empresa.
Álvaro se fue de un portazo. Yo tenía un contrato que había sido una garantía en condiciones normales, pero en las peores era una camisa de fuerza. Ansioso de sacar algún provecho del tiempo perdido intenté armar al correr de la máquina cualquier cosa válida con cabos sueltos que me quedaban de intentos anteriores. Retazos de La casa, parodias del Faulkner truculento de Luz de agosto, de las lluvias de pájaros muertos de Nathaniel Hawthorne, de los cuentos policíacos que me habían hastiado por repetitivos, y de algunos moretones que todavía me quedaban del viaje a Aracataca con mi madre. Fui dejándolos fluir a su antojo en mi oficina estéril, donde no quedaba más que el escritorio descascarado y la máquina de escribir con el último aliento, hasta llegar de un solo tirón al título final: «Un día después del sábado». Otro de los pocos cuentos míos que me dejaron satisfecho desde la primera versión.
En El Nacional me abordó un vendedor volante de relojes de pulso. Nunca había tenido uno, por razones obvias en aquellos años, y el que me ofrecía era de un lujo aparatoso y caro. El mismo vendedor me confesó entonces que era miembro del Partido Comunista encargado de vender relojes como anzuelos para pescar contribuyentes.
– Es como comprar la revolución a plazos -me dijo. Le contesté de buena índole:
– La diferencia es que el reloj me lo dan enseguida y la revolución no.
El vendedor no tomó muy bien el mal chiste y terminé comprando un reloj más barato, sólo por complacerlo, y con un sistema de cuotas que él mismo pasaría a cobrar cada mes. Fue el primer reloj que tuve, y tan puntual y duradero que todavía lo guardo como reliquia de aquellos tiempos.
Por esos días volvió Álvaro Mutis con la noticia de un vasto presupuesto de su empresa para la cultura y la aparición inminente de la revista Lámpara, su órgano literario. Ante su invitación a colaborar le propuse un proyecto de emergencia: la leyenda de La Sierpe. Pensé que si algún día quería contarla no debía ser a través de ningún prisma retórico sino rescatada de la imaginación colectiva como lo que era: una verdad geográfica e histórica. Es decir -por fin-, un gran reportaje.
– Usted haga lo que le salga por donde quiera -me dijo Mutis-. Pero hágalo, que es el ambiente y el tono que buscamos para la revista.
Se la prometí para dos semanas más tarde. Antes de irse al aeropuerto había llamado a su oficina de Bogotá, y ordenó el pago adelantado. El cheque que me llegó por correo una semana después me dejó sin aliento. Más aún cuando fui a cobrarlo y el cajero del banco se inquietó con mi aspecto. Me hicieron pasar a una oficina superior, donde un gerente demasiado amable me preguntó dónde trabajaba. Le contesté que escribía en El Heraldo, de acuerdo con mi costumbre, aunque ya entonces no fuera cierto. Nada más. El gerente examinó el cheque en el escritorio, lo observó con un aire de desconfianza profesional y por fin sentenció:
– Se trata de un documento perfecto.
Esa misma tarde, mientras empezaba a escribir «La Sierpe», me anunciaron una llamada del banco. Llegué a pensar que el cheque no era confiable por cualesquiera de las incontables razones posibles en Colombia. Apenas logré tragarme el nudo de la garganta cuando el funcionario del banco, con la cadencia viciosa de los andinos, se excusó de no haber sabido a tiempo que el mendigo que cobró el cheque era el autor de «La Jirafa».
Mutis volvió otra vez a fin de año. Apenas si saboreó el almuerzo por ayudarme a pensar en algún modo estable y para siempre de ganar más sin cansancio. El que a los postres le pareció mejor fue hacerles saber a los Cano que yo estaría disponible para El Espectador, aunque seguía crispándome la sola idea de volver a Bogotá. Pero Álvaro no daba tregua cuando se trataba de ayudar a un amigo.
– Hagamos una vaina -me dijo-, le voy a mandar los pasajes para que vaya cuando quiera y como quiera a ver qué se nos ocurre.
Era demasiado para decir que no, pero estaba seguro de que el último avión de mi vida había sido el que me sacó de Bogotá después del 9 de abril. Además, las escasas regalías de la radionovela y la publicación destacada del primer capítulo de «La Sierpe» en la revista Lámpara me habían valido algunos textos de publicidad que me alcanzaron además para mandarle un barco de alivio a la familia de Cartagena. De modo que una vez más resistí a la tentación de mudarme a Bogotá.
Álvaro Cepeda, Germán y Alfonso, y la mayoría de los contertulios del Japy y del café Roma, me hablaron en buenos términos de «La Sierpe» cuando se publicó en Lámpara el primer capítulo. Estaban de acuerdo en que la fórmula directa del reportaje había sido la más adecuada para un tema que estaba en la peligrosa frontera de lo que no podía creerse. Alfonso, con su estilo entre broma y de veras me dijo entonces algo que no olvidé nunca: «Es que la credibilidad, mi querido maestro, depende mucho de la cara que uno ponga para contarlo». Estuve a punto de revelarles las propuestas de trabajo de Álvaro Mutis, pero no me atreví, y hoy sé que fue por el miedo de que me las aprobaran. Había vuelto a insistir varias veces, incluso después de que me hizo una reservación en el avión y la cancelé a última hora. Me dio su palabra de que no estaba haciendo una diligencia de segunda mano para El Espectador ni para ningún otro medio escrito o hablado. Su único propósito -insistió hasta el final- era el deseo de conversar sobre una serie de colaboraciones fijas para la revista y examinar algunos detalles técnicos sobre la serie completa de «La Sierpe», cuyo segundo capítulo debía salir en el número inminente. Álvaro Mutis se mostraba seguro de que esa clase de reportajes podían ser un puntillazo al costumbrismo chato en sus propios terrenos. De todos los motivos que me había planteado hasta entonces, éste fue el único que me dejó pensando.
Un martes de lloviznas lúgubres me di cuenta de que no podría irme aunque lo quisiera porque no tenía más ropa que mis camisas de bailarín. A las seis de la tarde no encontré a nadie en la librería Mundo y me quedé esperando en la puerta, con una pelota de lágrimas por el crepúsculo triste que empezaba a padecer. En la acera opuesta había una vitrina de ropa formal que no había visto nunca aunque estaba allí desde siempre, y sin pensar en lo que hacía crucé la calle San Blas bajo las cenizas de la llovizna, y entré con paso firme en la tienda más cara de la ciudad. Compré un vestido clerical de paño azul de medianoche, perfecto para el espíritu de la Bogotá de aquel tiempo; dos camisas blancas de cuello duro, una corbata de rayas diagonales y un par de zapatos de los que puso de moda el actor José Mojica antes de hacerse santo. Los únicos a quienes les conté que me iba fueron Germán, Álvaro y Alfonso, que lo aprobaron como una decisión sensata con la condición de que no regresara cachaco.
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