Carlos Fuentes - Gringo Viejo

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«En 1913, el escritor norteamericano Ambrose Bierce, misántropo, periodista de la cadena Hearst y autor de hermosos cuentos sobre la Guerra de Secesión, se despidió de sus amigos con algunas cartas en las que, desmintiendo su reconocido vigor, se declaraba viejo y cansado». Sin embargo, en todas ellas se reservaba el derecho de escoger su manera de morir. La enfermedad y el accidente -por ejemplo, caerse por una escalera- le parecían indignas de él. En cambio, ser ajusticiado ante un paredón mexicano… Ah -escribió en su última carta-, ser un gringo en México, eso es eutanasia.
«Entró en México en noviembre y no se volvió a saber de él. El resto es ficción.»
Ésta es la asombrosa reconstrucción de lo que podría haber sido la trayectoria del anciano novelista. Elaborada como una larga vuelta atrás, esta novela es ante todo una reflexión sobre la identidad, la búsqueda del padre, el concepto de frontera como «cicatriz», unión y separación.

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"-Dices que el coronel murió como un valiente. ¿No hubiera bastado?

– No -me respondió él-. También pude decirte que el viejo murió como un cobarde.

"-¿Por qué, por qué necesitabas decirme esto?

"-Porque lo vi besarte la otra noche. Eso lo vi. Lo vi en tu recámara contigo y otra vez, y otra. Perdón. Desde niño aprendí a espiar. Mi padre era un hacendado rico. Lo espiaba bebiendo, fornicando, sin saber que su hijo lo miraba, esperando el momento de matarlo. Pero no lo maté. Se me escapó mi padre. Y ahora se me escapa el gringo rebelde este, nomás porque los dos sabemos que tú no amarías nunca a un asesino."

– Te juro que tomé la decisión de venir a México antes de que consignaran al señor Delaney por fraude fed…

– Un cheque por setenta y cinco millones de pesos a favor de la Tesorería de los Estados Unidos, señor Stanf…

– No me toque ni con el pétalo de una rosa al presidente Díaz: tiene demasiados intereses en México nuestro jefe el señor Hears…

– ¿Alguien montaba el caballo? Sí, mi padre. Oh Dios mío.

– Nunca regresó de Cuba. Perdido en combate. Oh Dios mío.

– Lo espiaba bebiendo y fornicando. Se me escapó. Oh Dios mío.

El gringo viejo dejó de reír y empezó a toser, hondo y mal.

– Te han engañado todo el tiempo -dijo trabajosamente, pensando si él y ella, los dos gringos, podían al cabo sacar sus verdaderas emociones al aire sin matarlas, como ciertas flores crecen en rincones sombríos y se marchitan apenas las tocan el aire y el sol-. Primero los Miranda te hicieron llegar hasta acá para evitar sospechas y poderse escapar más fácilmente. Los Capetos de Francia quizás habrían salvado sus cabezas si piensan en contratar a una institutriz la noche misma de su fuga. Pero aquí no es Varennes, Harriet. De manera que ahora te han hecho creer que dándole tu cuerpo al general ibas a salvar mi vida.

Volvió a estallar en carcajadas el viejo amargo.

– Ricos o pobres, los mexicanos siempre se desquitan de nosotros. Nos odian. Somos los gringos. Sus enemigos eternos.

– No entiendes -dijo Harriet confundida y descreída-. Iba a matarte, en serio.

– ¿Dijo por qué?

– Porque un hombre sin miedo es un peligro para sus camaradas y para sus enemigos, así creo que lo dijo. Porque a veces hay un valor peor que el miedo, dijo.

– No. La verdadera razón.

Él quiso decir su razón, la razón de ella, imaginándola capturada y liberada por su propio pasado, el pasado soñado, los veranos húmedos de la costanera atlántica, la luz en el viejo caserón, su padre, la mujer negra, la lámpara en la mesita de su madre, la soledad y la felicidad cuando su padre se fue y nunca regresó, un novio de cuarenta y dos años que le dijo: "¿No estás contenta? Eres mi chica ideal."

– Es cierto. También dijo que sintió celos.

El viejo iba a seguir caminando, rumiando las decisiones de la hora, pero al oír a Harriet no se movió primero, luego la tomó, la abrazó, apretó la cabeza de la mujer contra su pecho.

– Muchacha, muchachita linda, mi pobre muchacha -dijo el gringo viejo, combatiendo la emoción que sintió desde que la oyó decir que Arroyo quería matarlo y que ella se entregó para salvarlo-. Oh mi niña linda, no me has salvado de nada.

Entonces la conciencia errabunda que era el sello y reclamo de su imaginación, si no de su genio, le preguntó al gringo viejo: ¿sabías que ella te ha estado creando igual que tú a ella, sabías, viejo, que ella te creaba también un proyecto de vida?, ¿sabías que todos somos objeto de la imaginación ajena?

– ¿No entiendes? Yo quiero morir. Por eso vine aquí. A que me mataran.

Acurrucada en el pecho del viejo, Hamet olió la fresca loción de la camisa; levantó una mano cariñosa y acarició las mejillas limpias, flacas, recién afeitadas del viejo, libre al fin de las acostumbradas cerdas blancas. Era un viejo bien parecido. Le dio miedo, en seguida, saberlo limpio, rasurado, perfumado, como preparándose para una gran ceremonia. Pero los distrajo el barullo lejano del pueblo, Arroyo hablándole a la gente, moviéndose rápido y autoritario entre su pueblo; los gringos lo vieron de lejos pero lo vieron de cerca, cruel y tierno, justo e injusto, vigilante y laxo, resentido y seguro de sí, activo y holgazán, modesto y arrogante: un indolatino cabal. Lo vieron mientras ellos se abrazaban y olfateaban y engañaban recortados contra el sol poniente, lejos de las ciudades y los ríos que fueron suyos, avasallados por el sentido de la revelación que a veces se aparece, "como la cara de Dios en el desierto", dos o tres veces en la vida.

El viejo le decía rápidamente al oído:

– Yo no me mataré nunca a mí mismo, porque así murió mi hijo y no quiero repetir su dolor.

Le dijo que no tenía derecho de quejarse, mucho menos de pedir compasión ahora que la desgracia le había caído encima. No tenía derecho porque él se había burlado de la infelicidad de todos; él se había pasado la vida acusando a la gente de ser infeliz. El había rodeado a su familia de odios ajenos a ella.

– Quizás mis hijos fueron la prueba de que no odié al universo. Pero de todas maneras ellos me odiaron.

La mujer le escuchó pero sólo le dijo que valía la pena vivir y que ella se lo iba a demostrar; había una niñita en el pueblo, una niñita de dos años… Pero el gringo viejo empezó a apartarla de sí diciéndole que ya lo sabía, desde que entró a México sus sentidos habían despertado; sintió al cruzar las montañas y el desierto que podía oír y oler y gustar y ver como nunca antes, como si fuera otra vez muy joven, mejor que cuando era joven -sonrió- cuando la inexperiencia del mundo le impedía hacer comparaciones y ahora se sentía liberado de las sucias jefaturas de redacción y los salones de quinqué amarillento y los barecitos apestosos donde su hijo murió y su vida había estado encarcelada mientras todos los muertos de California levantaban los vasitos de whiskey brindando por el próximo terremoto y por la próxima desaparición de El Dorado en el mar, para siempre y para fortuna de la humanidad: liberado de Hearst, liberado de los jóvenes parricidas que fatalmente asedian a un escritor famoso como los buitres del campo mexicano y dejando para quienes lo admiraron no el recuerdo de un anciano decrépito, sino la sospecha de un jinete en el aire; "Quiero ser un cadáver bien parecido".

Los ojos azules le chispearon.

– Ser un gringo en México… eso es eutanasia .

Ahora aquí, rodeado de las montañas cobrizas y la tarde reverberante y translúcida y los olores de tortillas y chile y las guitarras lejanas mientras Arroyo era tragado por la jaula de espejos de su salón preservado de la extinción, él podía escuchar y gustar y oler casi sobrenaturalmente, como el ahorcado del puente de las lechuzas que en el instante de su muerte pudo al fin percibir las venas de cada hoja, más: a los insectos en cada hoja, más: los colores prismáticos de cada gota de rocío sobre un millón de hojas de hierba.

Su conciencia errante, cercana a la unidad final, le dijo que ésta era la gran compensación por los amores perdidos porque mereció perderlos; México, en cambio, le había dado la compensación de una vida: la vida de los sentidos despertada de su letargo por la cercanía de la muerte, la dignidad de la naturaleza como la última alegría de la vida: ¿iba ella a corromper todo esto con el ofrecimiento de un cuerpo que anoche le perteneció a Arroyo?

– Tuve una vanidad final -sonrió el gringo viejo-. Quería que la muerte me la diera el propio Pancho Villa.

Esto es lo que quise decir cuando escribí una carta de despedida a una amiga poeta diciéndole: no me volverás a ver; quizás termine hecho trizas ante un paredón mexicano. Es mejor que caerse por la escalera. Ruega por mí, amiga.

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