– Pásame los frijoles, ¿quieres?
Arroyo levantó la mirada para ver a Harriet después de tragar los frijoles y luego volvió a descansar su cabeza sobre los muslos cerrados de la mujer; los ojos de la pareja se encontraron al revés, extraños ojos de vida submarina acentuados por cejas como bolsas, bigotes, bromas púbicas extraviadas, pero el tono de Arroyo era tan severo, tan implacable, que al principio ella no podía ver nada gracioso en ello:
– He regresado para que nadie en México tenga que repetir mi vida o escoger como yo tuve que escoger.
Ella imaginó cómo se reiría el gringo viejo al oír semejante aserto y ¿por qué no se reía también ella?, ¿por qué ya no estaba irritada como al principio cuando se encontraron y ella no quería llamarlo "general"? ¿Por qué, por qué? Buscó en su alma y allí encontró un calor terrible; pero era el calor de las cenizas ardiendo sin llama: un fuego moribundo, que es el más ardiente, el fuego más resistente de todos: ¿era también el fuego de Arroyo, o era solamente, ahora ella cierra los ojos rápidamente para no ver más a esas dos marsopas nadando que eran los ojos de Arroyo, su propio fuego, el fuego de Harriet Winslow, salvado para su propia gracia después de que Arroyo lo encendió, pero no de él, no, de él sólo momentáneamente, él un instrumento para recibir un fuego que siempre estuvo allí pero que le pertenecía a ella, a la caída de la casa de Halston, veranos nunca vistos en Long Island y a su madre y a su padre y a la amante negra de su padre, un fuego que le pertenecía a todo esto que era de ella y que ahora él quería atribuirse a si mismo, con su arrogancia de macho y su implacable teatralidad, ella lo vio una vez mis detenido en una de sus posturas espontáneas, no aprendidas, un torero en un coso vacante a la medianoche, rodeado del hedor muerto de las bestias, un tenor insospechoso de una de las óperas italianas que su madre la llevó a ver en el National Theater, pero nuevamente desprovista de decorados, vestuario, cortinas de brocado: un cantante desnudo, sí, casi un niño de modales nerviosos, ascendentes, a medio llenar. Harriet hizo lo que nunca había hecho en su vida, se clavó como un ave frágil pero hambrienta entre los muslos de Arroyo, tomó entre sus labios esa cosa nerviosa, ascendente, medio llena, olió al fin la semilla extraña, lamió la punta de la flecha, mordió, chupó, se tragó lo que antes sólo había estado dentro de ella pero ahora como si gracias a este acto ella estuviese dentro de él, como si antes él la hubiere poseído y ahora ella lo poseía a él: ésa era la diferencia, ahora ella podría arrancar la cosa a mordiscones si lo quisiera y antes él podía clavarse como una espada y cortarla a ella en dos, atravesarla, alfilerearla como una mariposa; antes ella pudo ser víctima; ahora él podía ser la suya; y ahora Arroyo creció pero no quiso venirse, maldito, maldito seas, prieto cabrón, maldito sea el horrendo grasiento, se niega a venirse porque quiere ahogarla, sofocarla, machacando, palpitando, acometiendo, negándose a derramarse en su boca, negándose a gritar como gritaba con la mujer de la cara de luna, maldito negándose a fruncirse y declararse vencido, negándose a admitir que en la boca de la mujer él era el cautivo de la mujer, pero otra vez haciéndola sentir que antes sabría estrangularla, antes de venirse y encogerse y dejarla a ella saborear su victoria.
Ella lo rechazó con un sonido gutural, salvaje, el peor ruido que jamás había salido de ella (se dijo y recuerda) cuando ella escupió fuera la tiesa culebra que le mordió los labios y se azotó contra sus mejillas, golpeándolas con un ruido seco mientras ella gritaba ¿qué te pasa, qué te hace ser como eres, chingada verga prieta, qué te hace negarle a una mujer un momento tan terrible y poderoso como el que antes tomaste para ti?
Y por esto Harriet Winslow nunca perdonó a Tomás Arroyo.
El viejo camina en línea recta, mascullando viejas historias que él escribió un día, crueles historias de la guerra civil norteamericana en las que los hombres sucumben y sobreviven porque les ha sido otorgada una conciencia fragmentada: porque un hombre puede estar a un mismo tiempo colgando de un puente con una soga al cuello, muriendo y mirando su muerte desde el otro lado de un río: porque un hombre puede soñar con un jinete y matar a su propio padre, todo en el mismo instante.
La conciencia errante, vagabunda, se dispersa como polen en un día de primavera; lo mismo que la quebranta, la salva. Pero al lado de esta conciencia rota del universo, una pregunta hace, el viaje de la vida, preguntándonos: ¿cuál es el pretexto más hondo para amar?
Ahora Harriet caminaba al lado del gringo viejo, pero él siguió murmurando, sin importarle que ella lo oyera o lo entendiera. Si es necesario, nuestra conciencia pulverizada inventa el amor, lo imagina o lo finge, pero no vive sin él porque en medio de la dispersión infinita, el amor, aunque sea pretextado, nos da la medida de nuestra pérdida.
Llega el tiempo de renunciar incluso al pretexto y él lo escribió así: "El tiempo de largarse es cuando se han perdido una gran apuesta, la esperanza vana de un éxito posible, la fortaleza y el amor del juego."
La miró caminando a su lado, ahora, al mismo paso que él, capaz de mantenerle su paso de gringo, largo y silencioso, no taconeado y rápido y corto como en el mundo de los hijos de España. Miró a esta mujer veloz y segura y de gusto elegante y treinta y un años de edad que le recordaba a su hija y a su propia mujer cuando era joven. Lo seguía de cerca para que los dos vieran a la distancia a Arroyo en los llanos de polvo, arengando, moviéndose, quizás destruyendo lo que Harriet Winslow había construido tan frágilmente ayer apenas; lo seguía de cerca para entender al fin sus palabras.
– Te tomó como una cosa, te dejaste violar como una cosa por el apetito animal de este hombre, te tomó para satisfacer su arrogancia y su vanidad, nada más.
– No. Él no me tomó a mí. Yo lo tomé a él.
El gringo viejo se detuvo y la miró por primera vez con verdadera violencia. Sus amargos ojos azules parecían tan tristes como sus palabras. Los ojos no creían en las palabras: los ojos eran realmente violentos.
– Entonces tú estabas hambrienta y solitaria, Harriet.
Quiso decir: No tenias necesidad de estar sola, desde que te conocí has estado viviendo una segunda vida, y has amado sin saberlo, en los mil fragmentos de mis propios sentimientos y mis propios sueños. Hasta en los espejos del salón adonde entraste sin mirarte vanidosamente, como si entraras a un sueño olvidado: hasta allí vivías y eras amada sin saberlo.
– No -respondió Harriet-, no lo tomé por lo que tú crees, porque sé que pude tener otros consuelos.
El no pestañeó. Ella no había oído su pensamiento. El no bajó la mirada azul amarga.
– Entonces, ¿por qué, Dios mío, por qué?
– Dijo que iba a matarte. Yo le dije que podía tomarme si con eso salvaba tu vida.
El viejo no reaccionó abiertamente al oír estas palabras, porque le tomó un par de minutos asimilarlo bien antes de soltarse riendo, a carcajadas, con lágrimas de risa, doblado como cuando soplaba el viento álcali y se le acababa la respiración y ella mirándolo sin comprender, llenando el vacío de la risa con más razones, dichas rápidamente.
– Arroyo dijo que pudo haberte matado antenoche, cuando lo desobedeciste y no mataste al coronel; dijo que eso bastaba: te rebelaste contra él, tu superior; tú pediste unirte a las tropas de Arroyo; él no te invitó; él creía que tú tratabas de merecer su confianza y no entendía por qué preferías probarlo volando un peso de plata en el aire que matando a un coronel federal. Yo le dije:
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