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Carlos Fuentes: Gringo Viejo

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Carlos Fuentes Gringo Viejo

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«En 1913, el escritor norteamericano Ambrose Bierce, misántropo, periodista de la cadena Hearst y autor de hermosos cuentos sobre la Guerra de Secesión, se despidió de sus amigos con algunas cartas en las que, desmintiendo su reconocido vigor, se declaraba viejo y cansado». Sin embargo, en todas ellas se reservaba el derecho de escoger su manera de morir. La enfermedad y el accidente -por ejemplo, caerse por una escalera- le parecían indignas de él. En cambio, ser ajusticiado ante un paredón mexicano… Ah -escribió en su última carta-, ser un gringo en México, eso es eutanasia. «Entró en México en noviembre y no se volvió a saber de él. El resto es ficción.» Ésta es la asombrosa reconstrucción de lo que podría haber sido la trayectoria del anciano novelista. Elaborada como una larga vuelta atrás, esta novela es ante todo una reflexión sobre la identidad, la búsqueda del padre, el concepto de frontera como «cicatriz», unión y separación.

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"-Yo me voy a la revolución, pero tú quédate aquí y no digas nada. Tú ven aquí y míralo pudrirse colgando de las bolas aquí mismo donde nadie sabrá que está. Tú no sabes nada, acuérdate. Nomás ven tú solita a mirarlo. No dejes que nadie sepa o venga contigo. Tú me dirás cuando se haya podrido todito y no quede nada de él más que sus viejos huesos limpios. Entonces puedes descubrirlo y darle sepultura cristiana.

"Yo vengo del norte. Este hombre desconocido, el asesino de mi padre, viene del sur. La revolución se mueve. En algún lado hemos de encontramos. Puede que en la capital. México. Yo lo abrazaré. El vendrá a conocer esta tierra donde mi padre un día fue poderoso y temido. Yo iré a conocer la tierra donde su esqueleto está colgado en un pozo."

– También amarás a la muchacha y se la quitarás al asesino de tu padre.

– Puede.

Entonces volvió a tomarla y mientras ella sintió ese cuerpo tosco y esbelto golpeando fuerte y dulcemente contra su clítoris, acariciándolo sabiamente con su cuerpo nervioso y lustroso mientras duraba dentro de ella un momento eterno, esperando que ella se viniera, dependiendo no sólo de su dura estaca sino de su caricia, su ritmo sexual era el latido de su corazón, sintiendo el ritmo de su pubis contra el clítoris de la mujer, Harriet supo que éste era un instante y que ella no volvería a poseerlo nunca, no porque no pudiese tener el sexo una y otra y otra vez, sino porque no podría tener nada más que le perteneciera a Arroyo: se vino con un gemido intolerable, un gran gemido animal que no hubiese tolerado en nadie más, un suspiro pecaminoso de placer que desafiaba a Dios, se burlaba del placer (ella misma no lo hubiese tolerado en ella hace un mes), un grito de amor que le anunció al mundo que esto era lo único que valía la pena hacer, tener, saber, nada más en este mundo, nada sino este instante entre el otro instante que nos dio vida y el instante final que nos la quitó para siempre: entre ambos momentos, déjame sólo este momento, rogó, y luego se cortó violentamente del cuerpo de Arroyo con un gesto más temeroso que la castración, un gesto de odio infinito hacia el hombre que le ofreció lo que ella sabía que nunca podría ser y sabiéndolo, descubrió que cuanto él le estaba dando y podía darle en cualquier momento era precisamente lo que no podía darle: la traducción de la plenitud de su cuerpo al viaje largo, fragmentario y pedestre hacia los años: este instante de excepción era de ella para siempre, pero la fuente del instante no. La muchacha esperando que el cuerpo colgado en el pozo sagrado en Yucatán se pudriera, un viejo descalzo que se negaba a usar ropa de ciudad, una fértil mujer llamada la Garduña como la bestia carnicera que devora las ajas ajenas, o una mujer con cara de luna que permitía a su propio hombre tomar a otras mujeres mientras ella esperaba pacientemente fuera de la puerta, un pueblo prácticamente idólatra moviéndose de hinojos hacia un Cristo sangriento envuelto en terciopelos y coronado de espinas, o un joven, otro asesino, el doble de Arroyo, marchando con la revolución desde el sur para encontrarse con Arroyo en el ombligo del país que era como un cuerpo moreno, la suma de sus cuerpos morenos, un país con la forma de una cornucopia vacía de piel dura y carne sedienta y muslos sudorosos y brazos macilentos: todos ellos podían conocer la fuente del instante que ella vivía con Arroyo, pero ella no: para ella todo esto no podía tener nunca un sentido, una prolongación, una presencia continuada en su propio futuro, cualquiera que éste fuese.

Fue en este instante, en los brazos de Arroyo, cuando Harriet odió a Arroyo, sobre todo, por esto: ella había conocido este mundo pero no podía ser parte de él y él lo sabía y sin embargo se lo ofreció, la dejó saborearlo a sabiendas de que nada podía mantenerlos unidos para siempre y quizás hasta se rió de ella: ¿No te hubiera valido más nunca llegar hasta aquí, gringuita? y ella dijo que no, ¿si te hubiera tratado con respeto?, y ella le dijo que no, ¿si te hubiera mandado de regreso a la frontera en seguida, escoltada por mis hombres?, y ella dijo que no, ¿si ahora te quedaras aquí conmigo para siempre y yo dejo a La Luna y tú te vienes conmigo a conocer a mi hermano desconocido de Yucatán que asesinó a mi padre? y ella dijo que no, no, no (¿si vivimos juntos y criamos hijos y nos casamos y nos hacemos viejos juntos, sí, gringuita?).

– No.

– ¿Temes que un balazo me mate algún día?

– No. Temo lo que tú puedes matar.

– ¿A tu gringo, crees?

– Y a ti mismo, Arroyo. Temo lo que te hagas a ti mismo.

– Créeme, gringa, la mayor parte del tiempo yo no soy yo. Yo vengo rápido, dando de tumbos desde lo que tú ya sabes. Ahora me he parado aquí en la casa que fue mi pasado. Ya no es eso. Ahora lo sé. Debemos seguir adelante. El movimiento no se ha acabado.

– ¿Has desobedecido órdenes quedándote aquí?

– No. Estoy luchando. Esas son mis órdenes. Pero -rió Arroyo- Pancho Villa detesta a cualquiera que quiera regresarse a su casa. Eso él lo ve casi como traición. Seguro que me he expuesto al tomar la hacienda de los Miranda y quedarme aquí.

El iba hacia el sur, hacia la ciudad de México, a encontrarse con su hermano que asesinó a su padre.

Ella no.

– No puede ser -dijo Harriet con amargura-. Me estás ofreciendo lo que yo nunca puedo ser.

Y esto Harriet Winslow nunca se lo perdonó a Tomás Arroyo.

Le hubiera gustado, al final, alargar la mano para tocar la del viejo, pecosa y huesuda, con su grueso anillo matrimonial, y decirle que lo que hizo no fue para vengarlo a él, sino para pagarle a Arroyo por el daño que le hizo a ella: él sabía que ella nunca sería lo que él le demostró que podía ser. Entonces ella, condenada a volver a su hogar con el cadáver del gringo viejo, tuvo que demostrarle a Arroyo que nadie tiene derecho a regresar a su casa.

Sin embargo Harriet Winslow sabia -le dijo al escritor errante, acariciando la mano cubierta de vello blanco-que no dañó a Arroyo, sino que le dio la victoria del héroe, la muerte joven. También él, el gringo viejo, se salió con la suya: vino a México a morirse. Ah, viejo, te saliste con la tuya y fuiste un cadáver bien parecido. Ah, general Arroyo, te saliste con la tuya y te moriste joven. Ah, viejo. Ah, joven.

XXIII

Ella se sienta sola y recuerda.

NOTA DEL AUTOR

EN 1913, el escritor norteamericano Ambrose Bierce, misántropo, periodista de la cadena Hearst y autor de hermosos cuentos sobre la Guerra de Secesión, se despidió de sus amigos con algunas cartas en las que, desmintiendo su reconocido vigor, se declaraba viejo y cansado.

Sin embargo, en todas ellas se reservaba el derecho de escoger su manera de morir. La enfermedad y el accidente -por ejemplo, caerse por una escalera- le parecían indignas de él. En cambio, ser ajusticiado ante un paredón mexicano… "Ah -escribió en su última carta-, ser un gringo en México; eso es eutanasia."

Entró a México en noviembre y no se volvió a saber de él. El resto es ficción.

Este libro fue comenzado en un tren entre Chihuahua y Zacatecas en 1964 y terminado en Tepoztlán, Morelos, en 1984, en la casa de Antonio y Francesca Saldívar y utilizando la máquina de escribir del pintor Mariano Rivera Velásquez.

Fin

México, febrero de 1985

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