Miguel Delibes - Las Ratas

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Visión trágica y dura de un pueblo castellano, Las ratas -galardonada con el Premio de la Crítica 1962- es uno de los libros en que mejor ha reflejado Delibes el drama de la Castilla rural. En la novela, el medio geográfico y social parece determinar de modo decisivo el ser y el existir de sus criaturas, el destino parece jugar con esos personajes, pobres lugareños aferrados al terruño, vivos y elementales, que defienden rabiosamente su libertad. Entre ellos surge poderosamente la figura del Ratero, y sobre todo la del Nini, que intenta rebelarse contra la sordidez que le rodea, pero su rebeldía es callada, dulce, sin vanidad, y le levanta a la altura de símbolo: el bien contra el mal, el candor contra la astucia…

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A pesar de todo, el Furtivo no perdía la esperanza.

– Nini, bergante, dime dónde anda el tejo. Un duro te doy si aciertas.

Los ojos del Furtivo eran grises y pugnaces como los de un águila. Su piel, quemada por el sol y los vientos de la meseta, se fruncía en mil pliegues cuando reía, que era cada vez que se dirigía al niño, y su boca mostraba, en esos casos, unos atemorizadores dientes carniceros.

Junto al abuelo Román, el Nini aprendió a conocer las liebres; aprendió que la liebre levanta larga o se amona entre los terrones; que en los días de lluvia rehuye las cepas y los pimpollos; que si sopla norte, se acuesta al sur del monte o del majuelo y, si sur, al norte; que en las soleadas mañanas de noviembre busca la amorosa abrigada de las laderas. Aprendió a distinguir la liebre de los bajos -parda como la tierra de la cuenca-, de la del monte -roja como la tierra del monte-. Aprendió que la liebre ve lo mismo de día que de noche e, incluso cuando duerme; aprendió a distinguir el sabor de la liebre cazada a escopeta, del de la cazada a golpes y del de la cazada a galgo, un si es no es incisivo y ácido a causa de la carrera. Aprendió, en fin, a descubrirlas en la cama con la misma rotundidad que si se tratara de un cuervo, y a definir, en el espeso silencio de la noche, su llamada áspera y gutural.

Pero también aprendió el niño, junto al abuelo Román, a intuir la vida en torno. En el pueblo, las gentes maldecían de la soledad y ante los nublados, la sequía o la helada negra, blasfemaban y decían: «No se puede vivir en este desierto». El Nini, el chiquillo., sabía ahora que el pueblo no era un desierto y que en cada obrada de sembrado o de baldío alentaban un centenar de seres vivos. Le bastaba agacharse y observar para descubrirlos. Unas huellas, unos cortes, unos excrementos, una pluma en el suelo le sugerían, sin más, la presencia de los sisones, las comadrejas, el erizo o el alcaraván.

Pero una vez -para Santa Escolástica haría dos años-, el abuelo Román se rapó las barbas y enfermó. A la abuela Iluminada, que le velaba cada noche en la cueva, la encontraron tiesa un amanecer, sentada en el tajuelo, sin descomponer el gesto ni la figura, tal como dormida. La abuela Iluminada hacía cada año la matanza para los pudientes de los alrededores y ella se vanagloriaba de que ningún cerdo gruñía más de tres veces después de asestarle el golpe de gracia y de que nunca, en su larga vida, hizo mierda al sajar la membrana del animal.

Al llegar a la cueva el carro de la Simeona con el ataúd, el abuelo Román había muerto también y hubo necesidad de bajar por otro. El borrico de la Simeona arrastraba alegremente los dos féretros cárcava abajo, pero al llegar al puentecillo la rueda izquierda se hundió en una de las juntas y cayó al río. El ataúd de la abuela Iluminada se abrió entonces y ella apareció mirándoles tranquilamente, la boca abierta, como sorprendida, y las manos en el regazo. Pero allí, dentro del cajón, flotando en las sucias aguas, parecía una mujer en conserva. A la señora Clo, la del Estanco, al comentar la serena pasividad del cadáver, decía que a la Iluminada, hecha a vivir bajo tierra, la muerte no la espantaba.

Cuando el Nini y el tío Ratero regresaron del camposanto, el abuelo Abundio se había largado ya, nadie sabía dónde, con sus navajas y sus tijeras de podador.

4

El tío Ratero se reclinó, aplastó una oreja contra el suelo y auscultó insistentemente las entrañas de la tierra. Al cabo se incorporó, apuntó con el pincho de hierro la hura junto al cauce y dijo:

– Aquí la hay.

La perra agitó el muñón y olfateó con avidez la boca de la hura. Finalmente se alebró, la pequeña cabeza ladeada, y quedó inmóvil, al acecho.

– Ojo, chita -dijo el Ratero y de un solo golpe hundió el pincho de hierro a un metro de la ribera.

La rata cruzó rauda junto al hocico del animal, escabulléndose, con un rumor de hojarasca, entre los carrizos resecos de la orilla.

El Nini voceó:

– ¡Hala con ella!

La Fa se arrancó como una centella tras la rata. El hombre y el niño corrían por el ribazo, estimulando con sus gritos al animal. Se originó una persecución accidentada entre los despojos de los carrizos y la corregüela. La perra, en su frenesí, quebraba los frágiles tallos de las espadañas, y las mazorcas se desplomaban sobre el riachuelo y la corriente las agitaba mansamente en un movimiento de vaivén. La perra, de pronto, se detuvo. El tío Ratero y el Nini conocían su situación exacta por las esbeltas espadañas erectas, allí donde concluía la oquedad abierta entre la maleza.

– Tráela, Fa -dijo el Nini.

Las espadañas se agitaron un momento, se oyó un sordo rumor de lucha y, al cabo, un breve gruñido, y el tío Ratero dijo:

– Ya la tiene.

La perra regresó junto a ellos, con la rata atravesada en la boca, moviendo el rabo cercenado jubilosamente. El tío Ratero le quitó a la perra la rata de la boca.

– Es un buen macho -dijo.

Los dientes de la rata asomaban bajo el hocico en una demostración de agresividad inútil.

Desde San Zacarías el hombre y el niño bajaban al cauce cada mañana. Esto fue así desde que el Nini tuvo uso de razón. Había que aprovechar la otoñada y el invierno. En estas estaciones, el arroyo perdía la fronda, y las mimbreras y las terreras; la menta y la corregüela formaban unos resecos despojos entre los cuales la perra rastreaba bien. Tan sólo los carrizos, con airosos plumeros, y las espadañas con sus prietas mazorcas fijaban en el río una muestra de permanencia y continuidad. Las ralas junqueras de las orillas amarilleaban en los extremos, como algo decadente, abocado también a sucumbir. Sin embargo, año tras año, al llegar la primavera, el cauce reverdecía, las junqueras se estiraban de nuevo, los carrizos se revestían de hojas lanceoladas y las mazorcas de las espadañas reventaban inundando los campos con las blancas pelusas de los vilanos.

La pegajosa fragancia de la hierbabuena loca y la florecilla apretada de las berreras, taponando las sendas, imposibilitaban a la perra todo intento de persecución. Había llegado el momento de la veda y el tío Ratero, respetando el celo de las ratas, se recogía en su cueva hasta el próximo otoño.

El tío Ratero no pretendía exterminar a las ratas. En ocasiones, si la perra hacía una muestra y él observaba a la entrada de la hura cuatro yerbajos resecos, la disuadía:

– Está anidando, vamos.

La perra se retiraba sin oponer resistencia. Entre ella, el Nini y el tío Ratero existía una tácita comprensión. Los tres sabían que destruyendo las camadas no conseguirían otra cosa que quedarse sin pan. Las ratas se reproducían cada seis semanas y de cada parto echaban cinco o seis crías. En definitiva, una camada suponía, por lo bajo, cuarenta reales que no eran cosa de desdeñar. Análoga actitud pasiva adoptaba la Fa si la cueva se abría bajo el nivel del agua, a sabiendas de que su participación era inútil. En esos casos, el tío Ratero había de valerse por sí mismo. Colocaba la mano derecha en el cieno del fondo adaptando la concavidad de la palma a las dimensiones de la hura; luego pinchaba con la izquierda y el brusco chapoteo de la rata al huir le advertía su presencia. A poco sentía en la piel un cosquilleo viscoso y entonces cerraba de golpe su mano poderosa e izaba triunfante a la superficie la presa asida por el morro. Le bastaba un violento tirón del rabo para quebrarle el espinazo.

Por San Sabas le mordió una rata al tío Ratero. Para entonces hacía casi cuatro semanas que en el pueblo había concluido la sementera. El señor Rufo, el Centenario, solía decir:

«Después de Todos los Santos, siembra trigo y coge cardos» y los campesinos ponían un cuidado supersticioso en no rebasar esa fecha. Y este año, como si obedecieran una consigna, flameaba en cada parcela, clavado en una estaca, boca abajo, el cadáver de un cuervo. Los grajos merodearon dos días desconcertados por las inmediaciones y finalmente levantaron el vuelo en dirección norte Virgilín Morante, el de la señora Clo, se reía en la taberna:

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