Miguel Delibes - Las Ratas

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Visión trágica y dura de un pueblo castellano, Las ratas -galardonada con el Premio de la Crítica 1962- es uno de los libros en que mejor ha reflejado Delibes el drama de la Castilla rural. En la novela, el medio geográfico y social parece determinar de modo decisivo el ser y el existir de sus criaturas, el destino parece jugar con esos personajes, pobres lugareños aferrados al terruño, vivos y elementales, que defienden rabiosamente su libertad. Entre ellos surge poderosamente la figura del Ratero, y sobre todo la del Nini, que intenta rebelarse contra la sordidez que le rodea, pero su rebeldía es callada, dulce, sin vanidad, y le levanta a la altura de símbolo: el bien contra el mal, el candor contra la astucia…

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El otoño avanzado estrangulaba toda manifestación vegetal; apenas el prado y la junquera, junto al cauce, infundían al agónico panorama un rastro de vida. Una gama uniforme de suaves transiciones enlazaba los tonos grises, cárdenos y ocres. Únicamente encima de la cueva, en el páramo, el monte de encina del común prestaba un seguro refugio a los pájaros y las alimañas.

El niño, con el grajo en la mano, corrió cárcava abajo seguido de la perra. En el último tramo de la pendiente, el Nini levantó los brazos como si planeara sobre el camino. Aún no calentaba el sol y las chimeneas alentaban lánguidamente un humo blanquecino y el áspero aroma de la paja quemada se cernía sobre el pueblo como un incienso pegajoso. El niño y la perra franquearon el rústico puentecillo de tablas y entraron en la. Era. Junto al Pajero se alzaba el palomar del Justito, y el niño, al cruzar frente a él, palmeó fuerte dos veces y el bando de palomas se arrancó alborotadamente con un ruido frenético de ropa sacudida. La perra ladró inútil, jubilosamente, mas la irrupción del Moro, el perro del Rabino Grande, el pastor, la distrajo de inmediato. El bando de palomas describió un amplio semicírculo por detrás del campanario y tomó al palomar.

El Pruden asomó por la trasera abotonándose los pantalones.

– Toma -dijo el Nini alargándole el pájaro.

El Pruden sonrió evasivamente.

– ¿Así que le atrapaste? dijo. Tomó el grajo de la punta de un ala, como con recelo, y agregó-: Anda, pasa.

Contra la tapia del corral se apoyaban el arado herrumbroso v los aperos v el tosco carromato v sobre la cuadra se abría la gatera del pajar. El Pruden entró en la cuadra y la mula negra pateó el suelo, con impaciencia. Depositó el pájaro en el suelo, y mientras eliminaba los pajotes de los pesebres le dijo al Nini, sin volverse:

– Vaya un pico. Así es que donde caen estos tunantes hacen más daño que un nublado. ¡La madre que los echó!

Una vez limpios los pesebres, se encaramó ágilmente en el pajar y arrojó al suelo con la horca unas brazadas de paja. Después se descolgó, tomó la criba y cernió el tamo en rápidos movimientos de vaivén. Seguidamente repartió la paja entre los dos pesebres y la cubrió, luego, con un serillo de cebada. El niño le miraba hacer atentamente y cuando acabó de repartir el grano le dijo:

– Cuélgalo patas arriba; si no, en lugar de ahuyentarlos hará de cimbel.

El Pruden se sacudió una mano con otra y agarró de nuevo el pájaro por la punta de un ala y penetró en la casa por la puerta de la cocina. El niño y la perra entraron tras él. La Sabina se revolvió furiosa al ver el cuervo.

– ¿Dónde vas con esa basura? -dijo.

El Pruden no alteró su voz templada y paciente. -Tú calla la boca -dijo.

Y depositó el pájaro sobre la mesa. Después se arrimó al hogar y dio la vuelta a las mondas de patata que cocían a fuego lento. Al cabo las apartó, se sentó con el balde entre las piernas y espolvoreó el salvado de hoja sobre las mondas y comenzó a envolverlo pacientemente.

El niño agarró la puerta para marcharse y el Pruden, entonces, se incorporó y dijo:

– Aguarda.

Le siguió por el pasillo de rojas baldosas hurgándose en los bolsillos del pantalón y una vez en la calle le alargó una moneda de peseta. El Nini le miraba fijamente, con precoz gravedad, y el Pruden se desconcertó, levantó los ojos al cielo, un cielo blanquecino, tímidamente azul, y dijo:

– No lloverá mas, ¿verdad, rapaz?

– Ha arrasado. El tiempo se pone de helada -respondió el niño.

Al regresar a la cocina, el Pruden analizó el grajo con concentrada atención y después continuó envolviendo en silencio el pienso de las gallinas. Al cabo de un rato levantó la cabeza y dijo:

– Digo que el Nini ese todo lo sabe. Parece Dios.

La Sabina no respondió. En los momentos de buen humor solía decir que viendo al Nini charlar con los hombres del pueblo la recordaba a Jesús entre los doctores, pero si andaba de mal temple, callaba, y callar, en ella, era una forma de acusación.

2

El Nini siguió avanzando por la calleja solitaria, arrimado a las casas para eludir el lodazal. Restregaba la moneda que portaba en la mano contra los muros de adobe y al llegar a la primera esquina examinó el brillo nacido en el borde con pueril fruición. El barrizal era allí más espeso, pero el niño lo atravesó sin vacilar, sumergiendo sus pies desnudos en el cieno entreverado de estiércol y escíbalos caprinos, en la pestilente agua estancada de los relejes. Cruzó el pueblo y antes de divisar los establos del Poderoso oyó la voz caliente de Rabino Chico charlando con las vacas. El Rabino Chico estaba al servicio del Poderoso y tenía fama de comprender el lenguaje de los animales.

El Rabino Grande, el Pastor, y el Rabino Chico, el Vaquero del Poderoso, eran hijos del Viejo Rabino, el que, al decir de don Eustasio de la Piedra, el Profesor, era una prueba viva de que el hombre provenía del mono. En efecto, el Viejo Rabino tenía dos vértebras coxígeas de más, a la manera de un rabo truncado, y el cuerpo cubierto de un vello negro y espeso, y cuando se cansaba de andar sobre los pies podía hacerlo fácilmente sobre las manos. Por todo ello, don Eustasio de la Piedra le invitó por San Quinciano, allá por el año 33, a un Congreso Internacional, sin otra mira que demostrar ante sus colegas que el hombre descendía del mono y que aún era posible encontrar ejemplares a mitad de la evolución. Después de aquello, don Eustasio le llamaba a la capital cada vez que recibía una visita de cumplido y le hacía desnudar y dar vueltas sobre las manos, muy despacito, encima de una mesa. Al principio, el Viejo Rabino sentía vergüenza, pero pronto se habituó e incluso permitía que don Eustasio, que era un sabio, le tentara las dos vértebras coxígeas sin inmutarse. A partir de entonces, cada vez que un forastero mostraba interés por su particularidad, el Viejo Rabino se soltaba la pretina y se la enseñaba.

Con estas relaciones, el Viejo Rabino, al decir del Undécimo Mandamiento, se torció y dejó de frecuentar la iglesia. Don Zósimo, el Curón, que por entonces andaba de párroco en el pueblo, le decía: «Rabino, ¿por qué no vienes a misa?». El Viejo Rabino se encampanaba y respondía: «No hay Dios. Mi abuelo era un mono. Don Eustasio lo dice». Y cuando estalló la guerra, cinco muchachos de Torrecillórigo, capitaneados por el Baltasar, el del Quirico, se presentaron con los mosquetones prestos a la puerta de su casa. Era domingo y el Viejo Rabino apareció con su humilde traje de fiesta y sus zapatos apretados, y el Baltasar, el del Quirico, lo empujó con el cañón del mosquetón y le dijo: «Ahora voy a enseñarte yo dónde deben pastar las cabras». El Viejo Rabino parpadeaba y sólo dijo: «¿Qué quieres?». Y el Baltasar, el del Quirico, dijo: «Que te vengas con nosotros». El Baltasar llevaba una cruz en el pecho y la Rabina miraba hacia ella como implorando, y luego miró para el Viejo Rabino, que, a su vez, se miraba a los pies calzados con zapatos, y dijo humildemente:

«Aguarda un momento». Al regresar de la alcoba vestía el traje de pastor y calzaba las alpargatas de goma y dijo: «Hasta luego». Después le dijo a Baltasar: «Cuando quieras».

Al día siguiente, el Antoliano encontró el cadáver en las Revueltas y cuando se presentó con él en la casa, al Rabino Chico, que apenas era un muchacho, aunque con dos vértebras coxígeas de más, se le cerró la boca y no había manera de hacerle comer. Don Ursinos, el médico de Torrecillórigo, dijo que el mal era nervioso y que le pasaría. Y cuando le pasó, el Rabino Chico se llegó donde don Zósimo, el Curón, y le dijo: «¿No es la cruz la señal del cristiano, señor cura?». «Así es» -respondió el Curón. Y agregó el Rabino Chico: «¿Y no dijo Cristo: Amaos los unos a los otros?». «Así es» -respondió el Curón. El Rabino Chico cabeceó levemente. Dijo: «Entonces, ¿por qué ese hombre de la cruz ha matado a mi padre?». La desbordada humanidad de don Zósimo, el Curón, parecía reducirse ante el problema. Se ajustó automáticamente el bonete antes de hablar: «Escucha -dijo al fin-, mi primo Paco Merino era párroco de Roldana, en el otro lado, hasta anteayer. ¿Y sabes cómo ha dejado de serlo?». «No» -dijo el Rabino Chico. «Pues atiende -añadió el Curón-: le amarraron a un poste, le cortaron la parte con un gillete y se la echaron a los gatos delante de él. ¿Qué te parece?» El Rabino Chico cabeceaba, pero dijo: «Los otros no son cristianos, señor Cura». Don Zósimo entrelazó los dedos y dijo pacientemente: «Mira, Chico, cuando a dos hermanos, sean cristianos o no, se les pone una venda en los ojos, pelean entre sí con más encarnizamiento que dos extraños». Y el Rabino Chico dijo por todo comentario:

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