Miguel Delibes - Las Ratas

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Visión trágica y dura de un pueblo castellano, Las ratas -galardonada con el Premio de la Crítica 1962- es uno de los libros en que mejor ha reflejado Delibes el drama de la Castilla rural. En la novela, el medio geográfico y social parece determinar de modo decisivo el ser y el existir de sus criaturas, el destino parece jugar con esos personajes, pobres lugareños aferrados al terruño, vivos y elementales, que defienden rabiosamente su libertad. Entre ellos surge poderosamente la figura del Ratero, y sobre todo la del Nini, que intenta rebelarse contra la sordidez que le rodea, pero su rebeldía es callada, dulce, sin vanidad, y le levanta a la altura de símbolo: el bien contra el mal, el candor contra la astucia…

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– No hay ratas va.

Amagaba la primavera y los morrales eran cada vez más exiguos y laboriosos. Ningún año ocurrió así. Las ratas abundaban en el arroyo -a veces hasta cinco o seis en una hura- y raro era el día que el tío Ratero no conseguía un morral de tres docenas. Ahora, a duras penas lograban la tercera parte. El Ratero decía, apretando las encías deshuesadas: «Ése me las roba». Malvino, en la taberna, le malmetía cada noche: «Las ratas son tuyas, Ratero, métetelo en la cabeza. A ese granuja nadie le dio vela en este entierro». «Eso», decía el Ratero y los músculos del cuello y de los brazos se le tensaban hasta casi saltar. Aún añadía el Malvino: «Quiere quitarte el pan; no dejes a ese gandul que te pise el terreno». Luego, hasta la tarde siguiente, el Ratero no hacía más que rumiar sus palabras pese a que el Nini se esforzaba en convencerle de que las ratas eran como los trigos, que unos años vienen mejor y otros peor, y culpaba de la escasez a los hurones y las comadrejas. «Algo han de comer -decía-; conejos no hay.» A veces el niño imaginaba que las ratas podían estar afectadas por la peste de los conejos, pero por más que investigó no consiguió dar con una rata enferma. Conejos, en cambio, se hallaban con facilidad en el páramo, las trochas o los senderos del monte, la cabeza aleonada, los párpados hinchados, el hocico erizado de pústulas. El animal contagiado era un ser indefenso que moría de inanición: ciego y sin olfato era incapaz de encontrar alimento.

El Nini cavó una cueva anidada y llamó la atención del Ratero:

– Mire -dijo.

Entre las pajas se movían dos minúsculos cuerpos sonrosados. Tenían aún los ojos cerrados pero, en cambio, abrían unas bocas desproporcionadas:

– Ya ve, dos crías -añadió el niño-. Nadie tiene la culpa.

De ordinario, las camadas de las ratas eran de cinco a ocho. Dijo el Ratero, luego de observarlas atentamente:

– Son de esta noche.

El niño cubrió el nido, cuidando de no aplastarlas. Insistió:

– Es año bisiesto. Nadie tiene la culpa.

A la mañana siguiente, cuando acechaba a la nutria, en el cauce, el Nini se topó con el ratero de Torrecillórigo. Era un muchacho apuesto, de ojos vivaces y expresión resuelta, que vestía una americana de pana parda y botas claveteadas como las del Furtivo. Su perro olisqueaba sin convicción entre las berreras. El hombre sonrió al niño y dijo, acuclillándose e hincando el pincho de hierro en el suelo:

– ¿Qué pasa, que no hay ratas este año?

– Qué sé yo -dijo el niño.

– El año pasado había un carro de ellas.

– Éste, no. Las comadrejas las sangran; y los hurones.

– ¿Los hurones también?

– A ver. No hay conejos arriba. La peste acabó con ellos. Algo tienen que comer.

Luego permaneció en silencio un rato junto al cauce, observándole. La Fa también le miraba hacer y, de vez en cuando, rutaba con encono mal reprimido. El Nini reparó en la bolsa flácida, en la cintura del hombre:

– ¿No cogiste ninguna?

El otro sonrió; su sonrisa era muy blanca en contraste con su rostro atezado:

– Ni las vi tampoco -dijo.

El niño hincó los codos en las rodillas y sujetó la cara entre las manos:

– ¿Por qué lo haces? -inquirió al fin.

– ¿Por qué hago qué?

– Cazar ratas.

– Para entretenerme, mira. A mí me gustan las ratas.

– ¿Las vendes?

El otro rompió a reír francamente:

– Está bueno eso. Con sacar para merendar ya me conformo -dijo.

Entonces el niño le sugirió que cazara en el término de Torrecillórigo. El muchacho parecía muy divertido: -¿Es vedado esto?

El niño continuó mudo. El hombre, entonces, se sentó en el ribazo, lió un cigarrillo, lo prendió y se tumbó bajo el sol. Guiñaba los ojos, no se sabía si por el humo del cigarrillo o por la fuerza del sol y, de pronto, se enderezó y dijo:

– Parece que no quiere llover.

El Pruden, desde San Juan Clímaco, decía cada tarde en la taberna del Malvino: «Si no llueve para San Quinciano a morir por Dios». El Rosalino y el Virgilio, y el José Luis y el Justito y el Guadalupe y todos los hombres del pueblo no decían nada, pero cada madrugada, al despertar, alzaban los ojos al cielo y al contemplar el azul infinito barbotaban juramentos y maldecían entre dientes. No obstante, se aviaban y salían con el primer sol a aricar los sembrados o a binar los barbechos y, al terminar, se sentaban silenciosamente en la taberna a esperar el agua y, si es caso, trataban de olvidar el riesgo y decían: «Anda, Virgilio, tócate un poco; siquiera tendremos música». Y otro tanto acontecía en septiembre cuando aguardaban pacientemente que lloviera para alzar. Los hombres del pueblo trataban de acorazarse contra la adversidad y jalonaban el curso del año con fiestas y romerías. Pero el agua, o el nublado, o el pulgón, o la helada negra siempre venían a trastornarlo todo. Por las Marzas, que este año cayeron por San Porfirio, el pueblo parecía un funeral. Sin embargo, los mozos se dividieron, como de costumbre, en dos coros y ambos se peleaban por el Virgilio Morante, pero a poco de prender las hogueras se presentó la señora Clo y dijo que había relente y que el Virgilio andaba constipado y que mejor estaría en casa. Los coros, sin el Virgilio, apenas acertaban a entonar y las mozas se reían desde los balcones de sus esfuerzos disonantes. Luego, en las bodegas, no había ratas para todos y una vez más se cumplió la vieja profecía del Centenario: «Vino con holgura, tajada con mesura».

Y el José Luis le dijo brutalmente al tío Ratero: «Ya no sirves; tendrás que pedir plaza en el Asilo». Y dijo el Ratero: «No hay ratas ya; ése me las roba». Apenas regresó el Nini de acechar a la nutria, le dijo el Ratero maquinalmente.

– ¿Viste a ése?

El Nini no respondió. El tío Ratero levantó los ojos del puchero:

– ¿Le viste? -insistió.

Aún tardó el niño un rato en responder:

– No sabe -dijo al fin-. Y el perro tampoco.

El Ratero le prendió del pelo y le obligó a levantar la cabeza:

– ¿Dónde andaba, di?

El niño crispó la boca en un gesto de dolor:

– En las Revueltas -dijo-. Pero no sabe. En toda la tarde agarró una rata, ya ve.

El tío Ratero le soltó, pero sus dedos seguían crispados y finalmente los entrelazó con los de la otra mano, como si atenazara la garganta de alguien. -Si lo cojo, lo mato -dijo. Luego quedó resollando por el esfuerzo.

Por San Andrés Hivernón, perdió un ojo la perra. Ocurrió el mismo día que el Rabino Grande, el Pastor, mató a palos a una culebra de metro y medio que mamaba a la cabra del Pruden después de hipnotizarla. A la Fa la perdió el ansia del tío Ratero, su afán porque husmease entre las junqueras, los carrizos y los zaragüelles. El tío Ratero no se cansaba: «Busca, chita», decía. Y el animal rastreaba dócilmente entre las berreras y la corregüela.

Al salir de la maraña con el ojo herido gañía tenuemente. El tío Ratero dijo: «No sirve ya; está vieja». Y el niño la tomó en sus brazos y pasó la noche aplicándole compresas de áloe y pimienta. A la mañana siguiente, le bañó el ojo conjugo de ciruela, pero todo resultó inútil; la perra quedó tuerta con una expresión extraña en la cara entre pícara y taciturna.

Por San Juan de Ante Portam Latinam parió la perra; echó seis cachorrillos moteados y uno de pelaje canela. El Nini bajó donde el Centenario a darle la buena nueva.

– Ya somos parientes ¿no? -le dijo el viejo. -¿Parientes, señor Rufo?

– A ver. ¿No son los cachorros del Duque y de tu perra?

– Sí.

– Pues entonces.

El niño no se habituaba ahora a la soledad. Echaba en falta a la perra, a su lado. Cada vez que salía de la cueva el animalito le seguía con la vista dudando entre abandonarle a él o abandonar a sus crías. Una tarde, al regresar de sus correrías, la encontró aullando lastimeramente. Bajo ella, oculto entre las ubres, jugueteaba solitario el cachorro canela. El Ratero le dijo con una sonrisa maliciosa:

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